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dissabte, 28 de gener del 2017

Decio (y 6)



Decio (y 6)


Galieno ha envejecido como un macho castrón sin ovejas, sentado en el huerto de nuestra hacienda se endurece con el invierno y se apergamina con el verano, entre uno y otro se petrifica y alisa igual que las pieles antes de ser curtidas y los cantos rodados de los ríos que sirven de mampostería barata para las murallas de las ciudades. Galieno no se muere solo, lo hace también conmigo que muero con él. Todas sus batallas han terminado, ya no es amigo de nadie, ni esclavo ni cliente, ni ciudadano ni hombre, ni mucho menos un bendito ni un sabio, pero es mi hermano. Los muertos vendrán a vivir con nosotros y nos acompañarán sin profanar nuestras vidas.

Siempre he creído que el daño del mundo es consecuencia de alguna clase de traición y de promesa no cumplida, en los tratos y en las infidelidades y lealtades rotas nace el rencor y la venganza. Eso lo saben los cristianos como lo sabemos todos, pero igual que nosotros también lo olvidarán pronto.

En el lugar de Juliano, al que mataré para, en realidad, robarle al final a su esposa, vendrá otro Vice Prefecto del Pretorio que ordenará cambiar el nombre de las cosas con la vana pretensión de que cambien ellas también, querrá mejorar las listas, ampliar los censos, recaudar más impuestos y ajustar los precios para saber mejor qué debe tomar para sí. Sin embargo, el poeta Vero Pellio siempre afirma que hay cosas que no tienen precio, y que no son otras que aquellas que únicamente debes hacer tú porque nadie puede hacerlas por ti, ni ocupar tu lugar, ni usar tus labios o tus manos ni hablar en tu nombre como lo hace un abogado en un juicio, el precio de las cosas que no tienen precio eres tú. Ése es el trato.

Yo, Marco Aurelio Decio, tengo casi 54 años y mi nombre sigue protegiéndome de la desventura, de la enfermedad y de la esclavitud.

El otro día cociné una sopa de cebolla con queso de cabra, y mientras me la comía observé a un esclavo plantar un rosal en el patio de casa, me acordé de Macedonia y de un palacio de mármol blanco al lado del mar que de joven visitaba cuando era estudiante. Aquel mar era un océano de metal líquido que ya no lleva a ninguna parte.

El mal revolotea a mí alrededor como las moscas en el mes de Augusto, hay algún santo cristiano que me protege y mis padres no han regresado todavía de su viaje de muerte, pronto tendré que ir a buscarlos y acompañar a Galieno en su salida del laberinto.

A las monedas de oro las pulen para rebajarles la ley y las personas enloquecen, su polvo ensucia sus uñas y pinta la carne que venden por nada, soy libre, estoy borracho y mañana moriré en ese palacio blanco y vacío, en mi querido camino de Alejandro, la luz será entonces un triste reflejo y una niña goda sin padres nos recordará como una pobre y suave brisa de verano.



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