Gala (2 de 6)
El amor siempre es un
desconocido ya que no hay maestro que lo enseñe ni sepa nada de su geografía
por mucho que haya viajado, amado o haya sido querido. Hay caminos que se transitan
y otros que se dibujan, yo paseé con mi esposo por los senderos que ahora le
pido a Marco que pinte. Pensé, con los primeros pedidos que le hice, que sería
una manera de recordar lo vivido, de repetirlo, de evocarlo de nuevo al
convocar las palabras en mi boca, pero la realidad y los caminos han sido muy
diferentes, en cada frase los paisajes han cambiado, estando hechos con la
misma tierra y los mismos colores se han convertido, paradójicamente, en otros.
Otra ha sido
también la manera, los gestos y los actos, pues solamente hemos departido sin
consumar nada de lo dicho como si hubiéramos hecho voto de castidad. Hablar,
conversar sobre el deseo y el sexo, charlar con naturalidad, cara a cara, sobre coitos y
felaciones igual que si habláramos de gimnasia o el buen mantenimiento de una
casa, filosofar sobre el dar y el tomar como si fuera lo que es, un acto moral,
penetrar por delante o por detrás, por arriba o por abajo, salir o entrar.
Estar o marcharse.
Irse o quedarse mirando lo que ya se ha visto una y mil veces antes, siempre lo
mismo, el corazón perfumado con algo más que sangre muerta.
El cuerpo es una
casa de ventanas altas y estrechas y puertas bajas que te obligan a inclinarlo
o a levantarlo poniéndote de puntillas, el cuerpo es un palacio con un ala en
ruinas, la que da a poniente o al sur, la que mira al ocaso y al calor.
Marco es un liberto
que aprendió el oficio de pintor siendo todavía un esclavo. Cada vez que nos
encontramos me habla de Esther, una hebrea que amó y que murió de lepra como si
la luna blanca la hubiera tocado con su luz. Sus palabras son una letanía, un lamento
y un canto mudo que entona cuando mira callado mis labios hablar, porque
escuchar no me escucha demasiado, pero mirar mira todo lo que dejo que mire,
que es mucho, y, según parece, creo que ve lo que mira y lo que quiero que vea,
mis labios moverse y mi lengua bailar.
Y mis pechos debajo
de mi túnica, mi sexo entre mis piernas, mis piernas después de mis nalgas y
ellas al finalizar la espalda. A los lados mis brazos que gesticulan y que
insinúan abrazos, que levantan jarras y que vierten la leche tomada por la
mañana. El cuello y su nuca y mis cabellos peinados en complicadas trenzas que
se desatan y caen, esta vez sí, como el agua de las fuentes. Detrás, al fondo,
unos ojos negros que se convierten en castaños si los sabes mirar
adecuadamente, pardos, oscuros y tostados como el trigo salvaje de los caminos.
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