Gala (y 6)
Nosotros dos hemos estado conversando desde hace años sobre lo que no hay que guardar
silencio aunque es preferible no hablar de ello demasiado, al menos no en
público.
Platicar
de lo que ya se sabe con alguien desconocido es una experiencia que parece
banal pero que no lo es. Desde un punto de vista formal y oficial Marco y yo no
nos conocemos aunque lo sabemos casi todo el uno del otro como si hubiéramos
sido los arquitectos de la casa de cada uno; hemos dibujado sus planos y
levantado sus muros; ambos conocemos los rincones más escondidos, las
habitaciones más secretas y los agujeros en el suelo que se esconden debajo de
los mosaicos de colores; hemos construido también los canalones y los desagües
que conducen a la cloaca de la calle, las tomas de la fuente que provee de agua
a la casa, y hemos aprovisionado la leña que alimenta los fogones de la cocina.
Marco es como la ventana de mi mansión, a través de él veo el exterior donde el
horizonte no tiene fin.
Una
vez soñé que viajaba por los mares que deben de haber al oriente del oriente,
mucho más allá de la última huella que dejó Alejandro.
Me
veía a bordo de un gran barco al que no movían ni los remos ni el viento, que
en su interior albergaba un gran monstruo que le daba el calor y la fuerza para
navegar y que conocía a su domador que lo templaba y le daba de comer, un
marinero vestido de blanco que me hablaba como si yo fuera él y él yo. Los dos
conversábamos en cubierta disfrutando del frescor de las brisas que soplan en
el otro lado del mundo que también está poblado, como el nuestro, por legiones
de hambrientos y desamparados, de emperadores y de generales que dicen ser
hijos del cielo y de sus dioses. Yo iba a reunirme con mi padre, un filósofo
que enseñaba en una Academia a los jóvenes que querían escucharlo. Pero la
guerra había estallado y los soldados de un bando lo tenían preso. Al final,
con la ayuda de mi marinero, lo rescataba, pero él, mi blanco navegante, perdía
la vida en la pelea, el barco a su monstruo que lo movía y yo a mi pobre alma
que con la suya regresaba a casa, a esa orilla de ese mar inmenso que Marco ha
pintado tras una ventana de mi solitaria habitación y que dice, convencido de
ser cierto, da la vuelta al cielo acabando por donde ha empezado que es por
donde han de terminar todas las cosas que bien comienzan. (4)
Al
llegar a casa, cargado con sus bártulos de pintor, para decorar mis paredes con
otras de pintadas, Marco me ha regalado un cuadro en el que aparece mi retrato
que ha ido dibujando a lo largo de los años. Me ha sorprendido, no me lo
esperaba, no podía imaginarme a mí misma como si fuera otra, como alguien ausente.
Cuando nos vemos en el metal bruñido lo hacemos con nuestros propios ojos, en
cambio, una pintura la miramos con los ojos de otro, como si leyéramos unas
palabras que no hemos escrito nosotros, una respuesta a una carta, a una
pregunta con otra respuesta. Su larga ejecución, me ha dicho Masrco, impide
concluirlo, él cree que terminará de pintarse solo o que no lo hará nunca
mientras haya quién lo mire, tal vez alguien lo desentierre de las arenas de
algún desierto para viajar a través de los recuerdos de otros que también serán
los suyos.
Todas
nuestras pláticas sobre Eros, sobre besos, blancos o negros, todas esas
pequeñas tabletas con escenas sensuales han culminado en mi retrato, en el
dibujo de mi rostro con su frente y sus cejas, con sus mejillas y sus labios,
con su boca y sus ojos pardos, mi barbilla y mi cuello que sostiene mi cuerpo y
mis cabellos que se sueltan cada vez que mi esposo querido regresa del Hades
para acariciarlos.
“Noli
me tangere”, dice Marco que dicen que le dijo Jesús a Magdalena cuando
lo vio resucitado, no soy el que era, no debes ni puedes tocarme. Eso le oigo
decir a mi esposo al que no puedo tocar ni sentir cuando me mira.
(4) El Yantgsé en llamas. (Película)
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada