Marco.
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En
casa de Lucio amé a Esther, una hebrea pálida de cabellos y cejas negras, esclava
como yo, una de las cocineras de aquél taller que nos sustentaba con sus guisos
y sonrisas, una niña casi y toda una mujer después cuando murió de lepra,
amputada de todo su color, borrada. De sus muñones nacieron otros, tan blancos,
que parecían la luna llena.
Lucio
lloró mucho su muerte y sus lágrimas me hicieron sospechar que Esther pudiera ser
mi hermanastra. Pero esa es una historia que no debe ser contada aquí ni en
este momento.
Hay
noches en las que creo que todavía me acompaña, pienso que no ha pasado tanto desde
que falleció en mi propia cama, pero en realidad hace más de media vida como si
mi primera mitad hubiera sido mi vida entera junto a ella.
Después
de obtener nuestra libertad, los esclavos manumitidos quedamos sin protección
y no logramos mantener abierto el taller de Lucio, nos peleamos y nuestras
discrepancias y envidias nos llevaron a la pugna estéril, a perder la clientela
y a sufrir, por primera vez, hambre y frío.
De
igual forma que su muerte nos había dado la libertad, ahora, la independencia nos regalaba una soledad no esperada ni deseada. La soledad y la libertad
siempre van unidas y si queríamos la segunda teníamos que tomar la primera, no
hay la una sin la otra como no hay derecha sin izquierda ni arriba sin abajo. Con
este regalo añadido no tuve más remedio que elegir entre dos alternativas
verdaderamente contrapuestas, venderme de nuevo como esclavo o establecerme por
mi cuenta y buscar mi propia clientela. Elegí la segunda y abrí, no sé cómo
todavía, un pequeño taller en el centro de la misma Suburra.
Desde
entonces vivo solo, prefiero que sea así, no depender de nadie aunque no tenga
qué comer; el recuerdo de Esther me continúa acompañando y con él poseo más que
suficiente para seguir hablando conmigo mismo. Con todo, y de manera
sorprendente, he conseguido, más bien que mal, mantenerme junto a un par de
esclavos que limpian mi propia casa, cocinan y elaboran los pigmentos y los
aglutinantes que utilizo para pintar y satisfacer a mis clientes que quieren
ver pintados, en las paredes de sus mansiones austeras de patricios sobrios y
justos, los palacios que tendrían si fueran reyes etruscos o sátrapas
babilonios.
Mi
reputación es buena, si bien me conocen pocos, no soy un pintor popular, solamente
un mero artesano que ha de usar sus manos para trabajar. Procuro ser honrado en
lo que ofrezco por las monedas que pido; vivo de una manera aceptable en mi
pequeña y barata casa que poseo, pero no habría podido comprármela en las
subastas públicas de deudores si no hubiera tenido algo parecido a una
actividad paralela, medio secreta, y discreta, que me proporciona un suplemento
económico, regular y muy importante; realizo pequeñas tablas eróticas y
pornográficas para disfrute de aquellos que necesitan ver a otros fornicar para
levantar su propio ánimo y miembro como si al mirarlas les proveyeran de las
alas que ya no tienen y que seguramente nunca tendrán.
Reparto
mis tabletas obscenas por los burdeles y prostíbulos de la Suburra , al lado de casa;
son las mismas putas las que me las venden a cambio de una pequeña comisión y
alguna que otra historia que me cuentan de voluptuosidades inconfesables, orgasmos
desorbitados y posturas imposibles. Sus relatos, verdaderos o falsos, están
llenos de mujeres perdidas y de hombres depravados, o bien de todo lo
contrario, de honestas matronas y honrados varones que necesitan dejar de serlo
para encontrarse a sí mismos transitando por calzadas peligrosas y desconocidas para ellos.
La muerte siempre acecha y en la lascivia queremos creer que hallamos una
manera de engañarla, ese juego bien explicado de entradas y salidas da lugar a
mil anécdotas y enredos entre listos y tontos y en los que nadie, ni los unos
ni los otros, consigue sobrevivir indemne y sin heridas.