Gala
es muy escrupulosa en los detalles gráficos e iconográficos que constituyen el
ensueño pornográfico que me solicita que pinte, una simulación, naturalmente, un
invento, una representación exagerada de sucesos que creemos observar en los
demás o en otras pinturas que hemos visto, una mera y sencilla mimesis
convencional pues deseamos solamente los deseos de los otros, fornicamos viendo
cómo lo hacen aquellos que lo hicieron antes que nosotros en el teatro o encima
de la mesa del triclinium, los coitos reales son siempre normalmente banales,
rápidos, sin imaginación ni demasiado interés ni estético ni escenográfico fuera
del mérito o el vicio de abrir algún que otro cuarto trastero.
Acude
con ganas a mi estudio privado y en él tenemos, y tejemos, unas conversaciones
largas, amenas y muy interesantes sobre gestos y ademanes, posturas y miradas
insinuantes; ella siempre dice que le hubiera gustado ser una hetaira, una obra
de arte en movimiento y éxtasis, una dama especial, bella, culta y elegante
para hombres únicos, excelentes, inolvidables, esa clase de seres que saben, y
lo saben bien, que solamente tienen la vida que perder.
En
realidad pinto a su dictado las cosas que me sugiere que son muchas y que yo,
de manera educada y atenta, también le propongo. No es remilgada y no distingue
la convención y el prejuicio entre el dar y el tomar, y la diferencia sexual y
moral que existe entre el amo y el sometido, y sí, en cambio, la social,
gracias a la cuál, me dice, perdura el orden del Imperio y de las castas.
Siempre
me pide que las mujeres que pinto, y en contra de lo habitual, muestren debida
y deliberadamente los pechos al aire como si fueran sábanas que se deban
aventar, no le gustan las fajas que las buenas costumbres les obligan a llevar
aprisionándolos y sometiéndolos.
Es
muy incisiva en las expresiones de los rostros en el momento del orgasmo y en
el retraimiento que luego acontece, piensa que en ese rictus doloroso, y un
poco bobo, se encuentra algún secreto que desearía desvelar y encontrar. Me
pregunta si yo sé algo sobre ello y le respondo, con cara de inocencia, que no,
que lo ignoro, que no tengo ni idea, que desconozco esos escondites lascivos
del alma, pero que como pintor sí le puedo contar las mil historias que me describen
las putas que venden mis dibujos, y que como hombre pienso que todo es mentira
y que todos cuentan más de lo que saben y desconocen, y descaradamente el doble
de lo que han visto. No quiero parecer delante de ella más sabio ni tampoco más
ignorante de lo que soy, así que como siempre es mejor que las palabras no
empeoren los silencios me callo y escucho.
Hay
ocasiones en que la acompañan unos esclavos que sin mucho arte me ofrece como
modelos y que practican unas cópulas raras y malabares de puros gimnastas, yo
prefiero sus palabras, pero parece toda una maestra en morfología erótica y en
geografía carnal y sensual, me recuerda a los médicos y embalsamadores egipcios
que se han hecho famosos en Roma, sus lecciones de anatomía están muy
concurridas por la población, son todo un espectáculo que compite con el del
circo y bien merecería que alguien las pintara algún día en honor al detalle y
al conjunto teatral que representan con los intestinos al aire y el gremio de
galenos a su alrededor.
Siempre
quiere que los penes estén bien pintados y bien colocados, las vulvas perfectamente
perfiladas y en su sitio correspondiente, y que las felaciones no dejen lugar a
dudas de lo que son, pues es una destreza
que agrada mucho a su esposo y que ella, afirma también, practica con
entusiasmo y pasión sin permitir que ni una gota del preciado semen se pierda o
caiga al suelo. Yo le respondo que hace bien y le pregunto, sólo para pintar
adecuadamente las expresiones de los rostros, si mientras tiene el miembro
dentro de su boca la lengua la deja quieta o la mueve como las alas de un moscardón
que recuerden el temblor y la vibración de las cuerdas de una lira. Me responde
que así lo hace al final, que la suya vibra igual que la lengüeta de una flauta,
pero que empieza solamente soplando como si de una buccina se tratara, pero que,
sin duda, suena mejor, más fina y más profunda, cuando no se olvida de
acariciar los testículos de su esposo que ya no deben de colgar como badajos inertes
y mudos sino pegados al culo, y parecerse más a los huevos duros de codorniz
que a los de gallina.
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