Gala (1 de 6)
Me llamo Julia Claudia
Gala, soy viuda y estoy enferma, me queda ya poco tiempo de vida, aunque quizás
la vida termine para dar paso a otra cosa, a una nueva orilla.
Pero si no me creo
lo que veo menos puedo creerme lo que ignoro. Desconfío del mundo como si fuera
un personaje dibujado que mira estupefacto al artesano que lo perfila en la
pared. Sospecho que todo está en el río y que en cada margen, a lado y lado,
hay murallas infranqueables, palacios y mansiones vacías, jardines solitarios y
habitaciones sin camas, que los suelos están pavimentados de baldosas de
colores que se pierden más allá de las paredes en los que están pintados.
Le he pedido a
Marco, mi pintor, que decore mi vieja casa, demasiado austera para una mujer
vieja que va a morir. Sólo quiero que pinte esas escenografías arquitectónicas
que simulan otras viviendas dentro de las nuestras, pobres y simples. Quiero
contemplar una fuente en un patio rebosante de flores que no huelan ni se
marchiten, quiero que el sol ilumine sin calentar y que el día dure sin cambios
desde la madrugada de hoy a la mañana del día siguiente, sin ver anochecer,
quiero descubrir la luna negra, la blanca y la roja, quiero que nada se mueva y ver de nuevo a mi esposo, quieto, callado y ensimismado, mirándome al
despertar.
Estuvimos casados diez
años y no le di hijos, fue y ha sido el único hombre que ha llenado mi vida, no
he querido necesitar a otro fuera de Marco al que le he pedido, durante años,
que me pintara, en pequeñas tablas de madera, escenas eróticas y pornográficas.
Le contaba que eran para levantar el cuerpo y los ánimos alicaídos de mi esposo
bien amado. Marco desconocía mi viudedad y pensaba que era solamente un juego
inocente entre unos amantes y cónyuges que se querían. Eso pensaba o eso era yo
lo que quería creer que él pudiera pensar. Pero ahora ya no creo que no lo
supiera, y que en realidad sí sabía que le mentía y que era viuda y que mi
esposo hacía ya muchos años que había fallecido, y que al callarse lo único que
pretendía era no ponerme en evidencia al desvelar mi invención infantil, que no
quisiera avergonzarme descubriendo algo que ya no tenía ninguna importancia.
Siempre he pensado
que al deseo se lo deja libre, insubordinado y travieso, o bien se lo domeña y
somete como a un soldado, ambas cosas son malas y perniciosas, pero la primera
es mucho peor que la segunda porque es la fuente del mayor autoengaño y la más
funesta de las insatisfacciones, no ser nunca uno mismo, buscarse
constantemente en un ánfora agujereada, en un casco perforado que zozobra y naufraga,
una constante necesidad nunca satisfecha.
Es fácil decir que
los caballos salvajes no deben tener dueño ni caballero que los monte y dome, que
hay que dejarlos volar en el prado, sin herrar, pero si queremos mover un carro,
sacarlo del establo, habrá que ensillar a los pencos y usar el látigo, los
hierros y los arneses, porque el amor nace de dentro y lo que está en el
interior de uno no mana con facilidad y de manera espontánea, como algunos
piensan, igual que la sangre de nuestras venas o el agua de una fuente, todo lo
contrario, más bien parece ese carro inmóvil y atascado, lleno de fardos y
cachivaches pesados.
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