Entre
palabra y palabra se desgrana nuestra conversación, ese diálogo tranquilo y tan
estimulante como lo es hablar de lo que ya se sabe con alguien desconocido, una
relación de cliente a orfebre que casi es una metáfora; entre ambos se
establece una analogía mientras la escucho, pinto, dibujo y coloreo lo que me
dice procurando ser el mejor alumno de un aula en la que sólo estamos ella y
yo.
A
veces sus pesos y medidas, sus palancas y sus apoyos me recuerdan a los de un
arquitecto o a las de un fino ingeniero, pero en otras ocasiones creo estar
entre las cucharas y las ollas de una cocinera voluptuosa que sonriendo da a
probar a su comensal una muestra de la mejor sopa de pescado.
En
ocasiones incluso señala su propio cuerpo resaltando con sus manos sus
volúmenes y me manifiesta la falta de arrugas y verrugas, y en una ocasión me
mostró, incluso, su sexo abierto únicamente para que lo viera y lo pudiera oler
y así dibujar mejor, igual que si fuera, decía, las flores de Venus, el origen
del mundo, allá donde su marido quiere regresar cuando muera porque cuenta que
antes del feto hubo un coito, el de sus padres queridos que ya han fallecido y
que, como todos, copularon como cualquiera.
No
poda esa flor, la deja crecer y reverberar, no se depila ese centro del universo
como la mayoría, en eso su señor es anticuado y prefiere la exhuberancia de los
impenetrables y profundos bosques germanos, llenos de pinos y castaños, que los
desiertos de los caldeos más llenos de pozos secos que de oasis húmedos y
fragantes.
Le
gusta que la mujer se pose encima, y asegura, sin atisbo de duda, que ellas
cabalgan mejor al no tener nada que les cuelgue entre las piernas. No le digo
que no, respondo, pero las ubres bailan si no se las aprisiona, sueltas pueden
desequilibrar la estaca más tiesa. Me dice que sí riéndose, que los pechos
sueltos de una mujer, bailando como peonzas, desequilibran al más pintado,
parsimonioso y desapasionado. Pero también prefiere la postura del perro y
entrar y salir de dentro de cualquier agujero aunque sea la famosa cueva de los
vientos y ella misma la parte masculina y su esposo una pobrecita virgen
asustada.
En
esa clase de disertaciones y diálogos se desarrolla nuestra relación artística
y pornógrafa en la que trato siempre de satisfacer a la señora usando solamente
la plática y la maestría de mi corta lengua hablada y mis pobres manos que
exclusivamente retienen, entre su índice y su pulgar, un sencillo pincel o,
también, un tosco y grueso carbón negro, más negro que el negro que se pueda
pintar o imaginar en esas entrepiernas que escupen rayos, truenos y el fuego de
más de mil vesubios, calderas y fogones.
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