Decio (4 de 6)
Se
dice que la clientela de un buen romano es equivalente al tamaño de su
cornamenta, tal vez por ello Juliano no hacía nada para evitar la segunda en la
esperanza de incrementar la primera. Pero nada es gratis y todo se paga, en
moneda o en especies, en espacio o en tiempo. Y si no tienes ni una cosa ni la
otra deberás pedir un préstamo, y rogar a los dioses que no permitan que
termines perdiendo tu libertad para devolverlo aunque por el simple hecho de
pedirlo y obtenerlo ya eres un esclavo del que te lo ha otorgado.
Los
precios deben mantener el equilibrio con el valor fiscal de los bienes
imponibles o viceversa y, al mismo tiempo, con el interés que un prestamista pide
para obtener esos bienes, o viceversa. El valor debe parecerse al precio o
viceversa, y también al total de las existencias que obtengamos en un buen y
honrado inventario actualizado constantemente. Todo debe de quedar escrito y
compilado, desde las tierras de las que viven las personas, pasando por las
casas en las que se cobijan, las cosechas, el ganado, los productos
manufacturados, los ajuares, muebles y libros, para terminar el recuento en los
censos de los mismos ciudadanos que dan vida a las cosas, campesinos o
artesanos, libres o esclavos, todos han de estar empadronados en las listas del
Imperio.
La
mejor ley de precios, sin embargo, es la que no existe porque todo cambia
aunque el Imperio adjudique a cada uno su labor a la que está ligado por
nacimiento y por ley. Todo pertenece al Estado y al Emperador que lo
personifica igual que el sol da forma a Dios, al Uno, dicen los platónicos.
Cada ciudad vive dentro de sus murallas que la defenderán de ladrones y de
bárbaros venidos de las llanuras de Europa y de Asia. Cada hombre y cada mujer
es también una cerca por sí mismo, un muro, un coto cerrado, un monje, tras
ella habita Roma y con ella el Imperio de los Augustos y Césares. Júpiter,
Helios, Mitra o el Cristo del madero serán nuestros estandartes que elevarán en
su Olimpo al propio Emperador que no puede ser tocado con mano humana, ni
mirado con los ojos de la cara, ni amado ni temido siquiera como se ama o se
teme a un padre cualquiera. Él es el único Domine Pater en la tierra que ha de
ser adorado y que nos protege, o debería hacerlo, de todo mal.
O
al menos eso es lo que la muchedumbre ha de creer. La plebe no conoce nada
fuera de su miedo, de su hambre y de su sed de justicia, de su piedad y de su
tierno coraje, de su mezquindad, del vino que llena su cuerpo o de los picores
de su entrepierna. Los cristianos tienen un raro concepto de amor por esas
masas informes de gente que no concuerda con la soberbia de las élites romanas.
La
función pública no es más que una actividad privada que se ejerce a la vista de
todos como los juicios, que no son más que actos administrativos en los que se
dilucida la relación de parentesco y por consiguiente de sumisión, propiedad y
jerarquía.
Todo
es una familia y en ninguna puede faltar un padre o alguien que ejerza como
tal. Pero la vida destruye linajes y ella siempre prueba que no hay nada más
inseguro que la paternidad, esa es la venganza de muchas mujeres, no saber, ni
ellas siquiera, quién las ha preñado. Sobre esa incerteza se levanta Roma, es
el pedestal en el que se erige su majestuosidad y ahuyenta en su vanidad el
miedo al futuro.
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