"WHAT YOU SEE IS WHAT YOU GET"

dilluns, 24 d’octubre del 2016

Ayer (y 4)

Desiree Dolron


Ayer (y 4)

Exceptuando las ideas -ella no tenía demasiadas- su caso parecía que era un buen cóctel de todo lo anterior, una mezcla confusa. Pero no era exactamente así.

Una vez me dijo: “has robado mi nombre, no sé quién soy”

“¿Y cómo crees que he hecho tal cosa?”, le pregunté.

“Hablando por mí, enmudeciéndome”, me respondió con su extraña capacidad de sonreír sin iluminarse.

Yo nunca he hecho tal cosa, te confundes, le dije, simulando una caricia con mi mano, intentando una caricia que nunca iniciaba y que siempre le prometía, una caricia que nunca terminaba porque nunca empezaba. Era uno más de mis gestos, una manera de hacer sombra, de tapar la luz, la luz de la lámpara del salón, de la mesita de noche de la alcoba, las luces esas que viven de la oscuridad de las habitaciones, esas luces que habitan en las casas donde vive la gente.

Mi mano la tapaba. Tapaba la luz, o alguna clase de luz, esa que rebota en las paredes, esa que brilla como luciérnagas o cerillas que se apagan. Chispas y destellos. Mi mano tapaba el fulgor, que no la claridad, y ella no sabía refulgir, apenas pestañear, y pensaba que yo era su noche.

Mi asesino barato cumplió con su obligación profesional y me mató. Lo hizo al salir de uno de los ascensores del hotel, al llegar al rellano de mi habitación, al abrirse las puertas automáticas, al mirar al frente, al ver la pintura aquella de la pared del otro lado, del otro lado que había en la pared de enfrente, la que había tras su espalda ancha, un desnudo amarillo recostado entre sábanas rojas y oscuras por la falta de luz, y porque todavía no era de noche. Todavía no aunque casi sí.

Acertó. Era fácil hacerlo a medio metro de distancia.

Usó un revólver como yo le había pedido, no me gustan las pistolas, tienen un ruido corto de plomo cayendo y silbando, metálico, en cambio el estampido de los revólveres es más gutural, tiene eco de trueno. Si la bala no acierta contigo parece un grito asustado. Si te hiere no lo oyes, como si te hubieras quedado sordo, pero si te mata es el estruendo de un sol hinchado de helio. Un globo de nada explotando en algo. Creo que explotando ayer.

Ayer.

Todo sucedió ayer.

Soy bueno preparando trampas, mi asesino fue una de ellas, no sé si la mejor pero sí la última. Hube de esmerarme, mi vida era lo que colgaba del anzuelo.

Mi vida fue un billete que ella compró, un pasaje que ella tomó. Fue su decisión, era su viaje. Podía no haber contratado al asesino que le puse en bandeja.  

Yo escribo de una manera rara, pueden parecer extrañas las cosas que digo y que relato. De ellas alguien puede llegar a conclusiones equivocadas. Es su responsabilidad y es consecuencia de su capacidad para interpretar lo que se cuenta, y lo que se cuenta lo cuento yo. Yo cuento lo que quiero y lo que quiero es contar lo que yo quiero.

Hubo un juicio un tiempo después. Fue sospechosa de ser la inductora de mi muerte, pero la absolvieron por falta de pruebas. Con ello consiguió algo que no puedo explicar pero que sospecho. Creo que sé qué es, pero es algo que no tiene nombre, no porque no lo tenga y sí porque no se puede nombrar, no hay boca que sea capaz ni tampoco ningún cerebro competente que la pueda imaginar, edificar y erigir. Nadie puede decir tal palabra en voz alta para que todos la oigan, no es posible, no puede ser, hay que morir ocho veces y media, creo, para tener tal potestad, y ni siquiera Dios ha muerto tantas.



Ayer (3 de 4)

Blow-up - Antonioni


Ayer (3 de 4)


Solamente quedaba firmar eso que parecía ser un divorcio de mutuo acuerdo en el Juzgado correspondiente.

Concretamos el día y la hora.

Cuando nos separamos me fui a vivir a otra ciudad. Le dije, por decirle algo, que había encontrado un trabajo mejor, que allí me pagaban más. Pero me fui porque quería volver, ir o venir, no sé. El caso es que ahora debía regresar para firmar esos papeles, parecía lógico que el divorcio lo tramitara un juzgado donde se había hallado la vivienda familiar, eso que todos llaman hogar.

Me gustó el hecho en sí de regresar. Psicológica y poéticamente daba sentido al acto.

Regresaba para irme firmando un divorcio.

Rompía un contrato y al hacerlo me iba y al irme regresaba.

Tomé un avión, me fui a un hotel y al entrar lo vi.

Sabía que estaría allí esperándome, era el hombre que ella había contratado para matarme.

Sentado y casi hundido en un enorme sofá, aquel tipo intentaba disimular su condición de asesino sin demasiado éxito.

En realidad era un asesino de pacotilla, era un viejo amigo mío de cuando estuve en el ejército. Esa clase de amistades siempre las mantengo separadas de mis otras clases de amistades. Pocos de mis amigos se conocen entre sí, no saben los unos de los otros. Mis conocidos no se encuentran con otros de mis conocidos, no hay que mezclar vidas y sensibilidades diferentes, la calle no es ninguna cocina.

Naturalmente mi esposa nunca supo de su existencia hasta que yo quise. Necesitaba matarme y sin ella saberlo le puse delante al hombre adecuado. Al menos el hombre que debía aparentar ser el adecuado. Y lo fue.

¿Por qué mi esposa deseaba mi muerte?

Cuentan que se mata porque sí, por rencor, envidia o por codicia. Se mata también por ideas, dicen. Y se mata por miedo.

El rencor se personaliza en alguien, necesita un rostro. Aunque no siempre, puede ser algo abstracto como el rencor a Dios.

La codicia es abstracta también, no tiene forma, siempre termina siendo un pretexto que en algunos casos da lugar a ideas peregrinas de venganza disfrazada de justicia, de daño reparado, de compensación por el dolor sufrido.

La combinación de todo, rencor y codicia, da lugar al miedo, el miedo a uno mismo que es el que en realidad siempre aprieta el gatillo. El asesino es el reptil que llevamos incrustado en el cerebro.

Él es el miedo y el otro, como dicen los que no creen en nada, es el infierno.

El miedo es un Dimetrodon Esfenacodonto, o algo parecido y yo era su infierno, o algo parecido.


¿Ése era su caso?  

Ayer (2 de 4)

Duane Michals


Ayer (2 de 4)

No acepté, dinero aparte, se lo cedí en exclusividad. Pagaré sus gastos, pero nada más.

No quiero hijos, le dije, no me gusta ser padre, aunque ya deberías saberlo, le puntualicé, señalándola esta vez con el dedo índice de mi mano derecha, remarcando el gesto como si ella fuera la culpable de algo. Esta vez no sonrió, solamente apretó sus labios para luego humedecérselos con la punta de la lengua. Cuando hacía eso se rascaba también el pómulo izquierdo en un tic nervioso, abría la boca como si fuera un pez o como si fuera a decir algo, para volver a cerrarla sin llegar a decir nada. Creo que esa era su manera de gritar en silencio, a secas, un trueno apagado, sin nubes, sin lluvia y sin luz. También podrás quedarte el perro del niño, añadí, como si fuera un regalo que le hacía. Hay gente que hace esa clase de cosas, regalarle un perro a una persona. El caso es que se creyó eso de la paternidad rechazada, en una muestra lamentable y previsible de amnesia interesada y falta de atención por las cosas que ocurrían a su alrededor.

La observé.

Era alta, delgada y esbelta.

Estaba callada y mantenía muy apretados los papeles del divorcio entre sus dedos largos y bonitos. Sus manos siempre fueron hermosas. Tenía un rostro ovalado muy bien dibujado, era una mujer proporcionada, muy hermosa y atractiva y con los ojos más tristes que he visto jamás en un ser vivo.  

Miraba los papeles sin leerlos, mantenía la cabeza erguida y la vista baja para después levantarla, y con ella los párpados, y sus niñas oscuras con su punto negro en el centro de ambas y quizás también en su tercer ojo, allí donde tenía aquella pequeña cicatriz, apenas una señal, el resto de una herida, el rastro de un corte en el centro de su rostro, en uno de los dos focos de su óvalo.

Tenía otra marca debajo del labio inferior, exactamente allí había otra huella igual, una señal más, la esquina de algo, alguna curva. Nunca encontré la tercera, la busqué por todo su cuerpo y no pude hallarla. Se necesitan tres mojones para triangular, para seguir el trazo y marcar la situación. Sin ellos, sin sus coordenadas, no puedes localizar el corazón, no hay manera de saber dónde está, si en el estómago, si en el intestino grueso, si al lado del hígado, o bien dentro de alguno de los dos pulmones, si realmente es endógeno o si en cambio es una especie de prótesis exógena y lo lleva en la mano como un anillo o una ofrenda o tal vez en la mochila que le cuelga de la espalda. La joroba.

Nunca lo supe localizar, ni siquiera auscultándola con el sónar o el estetoscopio como si fuera un submarino o una mujer enferma. Después de hacer el amor recostaba mi cabeza en su pecho, le besaba los pezones, el cuello y acariciaba su esternón. Nunca oí algo más que no fuera el eco de un río subterráneo. ¿Dónde tienes el corazón, amor mío?, le preguntaba. No me respondía, me besaba de nuevo para que la amase de nuevo, pero nunca me respondía. La amaba de nuevo y de nuevo apoyaba mi cabeza en su pecho, besaba de nuevo su cuerpo y de nuevo me estremecía al oír aquel río fluir hacía no sé dónde.    

Levantó los párpados sin mover la cabeza, y tras ellos sus ojos que me miraban y trataban de comprender algo. Al hacerlo descubría que yo también la miraba.

La miraba con amor.

Mejor dicho, la miraba para que creyera que la miraba con amor.

Eso fue todo, nada más, llegamos a un acuerdo rápido y fácil.





Ayer (1 de 4)


Ayer (1 de 4)

Lo había dejado todo en sus manos, nunca me han gustado los trámites, por eso siempre prefiero que cocinen otros si soy yo el que va a comer.

Me había pedido el divorcio y yo había aceptado inmediatamente.

Con una condición, le dije, encárgate tú de todo. Confío en ti, añadí para tratar de dar solvencia a mis palabras.

Sonrió con ironía. Nunca le gustó mi manera de hacer las cosas, ella siempre decía que era una manera de no hacer las cosas.

No sonrías así, le señalé, no tienes motivo, siempre he confiado en ti, desde que te conocí, desde el mismo instante en que te vi, ¿no lo recuerdas?, no debes dudar de ello, no es justo para ninguno de los dos.

Sonrió todavía más, esta vez con amargura y vacilación. Mis palabras la trastornaban, con ellas siempre conseguía que añorara algo que nunca había tenido, que pensara que ciertas cosas habían sucedido, cuando en realidad nada había ocurrido.

Nada.

Aceptó, se encargó de todo.

Nuestros abogados realizaron el trabajo profesional y ella se dedicó a prorratear y a repartir los bienes, los enseres y los seres que habíamos ido adquiriendo y encontrando durante los años de nuestro matrimonio.

Casi lo hizo bien.

Cuando su abogada me entregó la propuesta apenas consideré necesarias un par o tres de rectificaciones.

La primera se refería a la vajilla de mi abuela Anita fallecida mucho tiempo atrás. No sé por qué pretendía quedársela, tal vez consideró que era la suya, no tanto la vajilla y sí mi abuela, o al menos su recuerdo, el recuerdo de una abuela a través de una porcelana fina que no le pertenecía.

Me negué, claro está, mi argumento no tuvo vuelta de hoja: es Anita y es mi abuela, le dije rotundo y afectado con un gesto del brazo y la mano izquierdas. Sabía hacer esa clase de aspavientos, siempre me resultaron fáciles.

Creo que se llevó una sorpresa y una desilusión al darse cuenta de una manera sencilla y simple que Anita no había sido nunca su abuela.

La segunda rectificación se refería a nuestro hijo. Ella quería que los dos continuáramos compartiendo la patria potestad del niño, un varón, que aceptáramos las obligaciones y que asumiéramos también las responsabilidades que conlleva educar a un hijo, tal y como habíamos hecho hasta entonces. Era un deseo lógico y natural en una madre normal, que su hijo tuviera también un padre.


dimarts, 18 d’octubre del 2016

Anteayer (y 3)

Thomas Dworzak 2002 Chechenia

ANTEAYER  (y  3)

Las personas somos frágiles como el cristal que recubre los espejos. Eso me hace pensar  en las vitrinas de casa, de cuando éramos niños, llenas de recuerdos familiares, las cómodas, los baúles y sus secretos bien y mal guardados, recuerdo las lámparas de lágrimas, aquellas tormentas de cristal adiamantado, tallado, derramándose de la copa de algún fantasma invisible y muy llorón. Recuerdo que al de casa le gustaba, y se divertía soplando su viento de ángel por entre sus gotas. Sonaban y soñaban solas a pesar de estar las ventanas cerradas y no haber ni una sola corriente de aire. Tintineaban avisándonos de que en el ambiente había más seres jugando y burlándose de los vivos y de sus miedos. Era un fantasma caprichoso y travieso y también maleducado como todos lo son.

Ese niño era como ese fantasma, siempre estaba en el ambiente, o en mi mente, siempre me hacía compañía, siempre se encontraba a mi lado. La noticia llegó hace dos días y no tardé un segundo en tomar la decisión.

Todavía recuerdo el primer encuentro entre los dos. Estábamos nerviosos, pero pusimos buena voluntad, no en balde ambos amábamos a la misma mujer. Nos dimos la mano como si fuéramos unos adultos, así siempre lo traté, sin esfuerzo, solo por respeto y por lógica mundana. Era un ser adulto aunque todavía fuera un niño, ambas cosas al mismo tiempo y en el mismo lugar. Él también me trató igual, con el respeto adecuado, que no debido. Creo que casi conseguí que fuera mi amigo y que sintiera afecto por ése que se acostaba con su madre.  

Yo amaba a la madre y amé a su hijo, y ahora debo ir y depositar unas flores en su tumba, en la de ese hijo de otro. Ella también fue la mujer de otro en otro tiempo, aunque eso no puedo asegurarlo. Ella no fue nunca de nadie y creo que ese padre de su hijo fue un pobre diablo que no se daba cuenta de lo que ocurría a dos palmos de sus narices. Nos vimos un día y nos saludamos educadamente. Me advirtió sobre su hijo, en realidad me amenazó con matarme si algo malo le sucedía. Lo dijo con una voz tranquila y mirando no sé qué, pero no a mí. Se frotaba las manos lentamente como si tuviera frío y estábamos en verano. Traté de calmarlo, le respondí que cuidaría a su hijo como si fuera el mío. Eso parece que le molestó todavía más, se giró, me miró esta vez y levantó la voz para decirme que nunca osará pensar que su hijo fuera mío, que si hacía tal cosa me mataría sólo por eso. Le respondí que sí, que tenía razón, que era cierto, que si hacía tal cosa él me mataría. Esa respuesta le desconcertó. Cuando nos despedimos seguía teniendo las manos húmedas, igual que al entrar. Era alto y corpulento, lo era aunque tiraba a delgado, pero lo era mucho más en comparación conmigo. Me gustan los altos y fuertes, se confían demasiado y es fácil burlarlos. Ellos siempre apuntan a la cabeza o al cuello y se olvidan de la barriga, de su barriga. Una hemorragia intestinal te mata antes de sed que de miedo. Nunca llegamos a nada de eso, naturalmente, era el padre del hijo de la mujer que amaba y además era un buen hombre y un buen padre, nunca le haría daño, pero me enterneció esa dureza falsa, ese desamparo al perder a su esposa y también, por un tiempo, a su hijo. Creo que incluso su propio hijo se compadeció de él. Y hasta ella también, pienso, lamentó la escena.

He decidido dejar el despacho y callarme desde este mismo momento. Haré ese viaje en silencio.

Ella nunca sabrá que habré regresado por un par de días, que volveré a pasearme por las calles de su ciudad, que casi rondaré su casa, que husmearé por las esquinas con un ramo de flores en la mano que no es para ella y sí para su hijo fallecido.

No entiendo del todo, nunca lo he comprendido, el silencio, aunque ahora sé que debo guardarlo. Me abruma y me asusta. El silencio es un espanto.

No estoy muy seguro qué significa, sospecho qué es, pero sé también que es algo que no se puede nombrar, no hay boca que sea capaz ni tampoco ningún cerebro competente que lo pueda imaginar, edificar y erigir. Nadie puede decir tal palabra en voz alta para que todos la oigan, no es posible, no puede ser, hay que morir ocho veces y media, creo, para tener tal potestad, y ni siquiera Dios ha muerto tantas.


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Anteayer (2 de 3)

Larry Towel 1997 Hebron Israel


ANTEAYER  (2 de 3)

Allí estaré, de pie, frente a ese mármol que ahora lo cubre. Me quedaré un par de horas o quizás un par de días, no sé. Pero sé que no usaré ninguna silla para descansar. Sea el tiempo que sea el que permanezca allí, frente a él, estaré de pie, como un pasmarote, como un palo tieso, inmóvil, rígido. Severo y riguroso como pretende ser un hombre justo. Derecho si puedo, inflexible porque quiero y austero porque no puedo más. Sometido y manso. No sé otra manera de rendirle homenaje que manteniéndome erguido, casi firme, igual que un militar, pensando en él y en él conmigo, caminando juntos. Debe ser una muestra de afecto íntima y secreta, una de esas ofrendas y actos casi mágicos y tan honestos como sencillos, uno de esos en los que tu mano izquierda no sabe nunca qué hizo tu mano derecha. Algo que nadie debe conocer jamás.

Esa será mi manera de manifestarme, de decirle a mi cara de piedra que lo amé como a un hijo. De vez en cuando uno necesita decirse la verdad a sí mismo.

Emprenderé ese viaje, aunque no haya prisa, el muchacho ya ha sido enterrado y tampoco hay ninguna necesidad ni obligación de correr para nada. Nadie ansía que vaya y que arribe. No es en ningún caso un regreso. Debo preparar las cosas con tranquilidad, nadie se irá de la tumba donde reposa. Al menos puedo pensar que alguien, no creo que haya sido su madre, ha tenido el buen criterio de no incinerarlo. No soporto este mal gusto reinante, esta defensa hipócrita y mimética de la higiene funeraria, cuando en realidad es una manera más de afirmar aquello que callan o que incluso ignoran de sí mismos. Querer deshacerse de los muertos, como si los muertos, por serlo, por pudrirse, fueran una molestia o algo desagradable, pura basura, confunden los cadáveres con despojos para reciclar. En muchos casos incluso antes de que fallezcan. “Quiero que mis cenizas las echen al mar”, dicen luego, satisfechos y convencidos en esa mediocre y ordinaria poesía mundana y popular. Cuando oigo esa vulgaridad yo mismo los arrojaría al abismo, no te preocupes, les diría, pronto te comerán los peces y podrás formar parte así del cosmos, ya que no quieren que lo hagan los gusanos.

Debo ir, he de emprender ese viaje y eso que no me gusta moverme, siempre son los demás los que vienen a mí en busca de soluciones, a pedirme consejo, dicen. Yo les digo lo que dicta mi saber, escuchan atentamente mis palabras o las leen, asienten y se van, no ven ni perciben que yo casi los echo sin que ellos se den cuentan que los echo. Me digo a mí mismo que soy una especie de sacerdote confesor que escucha los afanes, las faltas y las sombras de las personas, pero en realidad soy un técnico, un escribiente, un simple pasante, un secretario, un mero burócrata eficiente que ayuda al notario a legitimar tratos, a certificar de quién es cada cosa y de quién será cuando fallezcan. A mí vienen hombres y mujeres, padres e hijos como ése que se me acaba de morir sin ser mi hijo, creen que les ayudo a construir su futuro, un tiempo que no saben que no vivirán.


Para ganarme un sobresueldo realizo también informes técnicos para una compañía aseguradora sobre indemnizaciones en caso de accidente, soy muy preciso en la descripción de las compensaciones que corresponden a los daños sufridos, como si fueran dos líneas paralelas que dibujan un trayecto como el que yo deberé ahora realizar, un camino que no será ningún atajo, todo lo contrario. 

Anteayer (1 de 3)

Newcastle Beach, New South Wales, Australia, 2000;  by Trent Parke


ANTEAYER  (1 de 3)

Hace un par de días, anteayer, hube de tomar una decisión que no me gustó, pero era necesario tomarla.

Debía emprender un viaje. Había llegado un correo electrónico con malas noticias, era de mi ex-mujer. Hubiera podido llamarme por teléfono, pero supongo que debió de temer oír mi voz y abrirme la suya con su inconfundible tono.

Había muerto mi hijo, bueno, el mío no, el suyo. Yo nunca he sido padre excepto cuando ejercí de ello, más o menos, sin serlo. El niño tenía uno de verdad, un buen padre, pero le quedaba lejos cuando compartió mi vida, junto con su madre, durante unos años.

En aquella época era apenas un niño, pero ahora había cumplido los 17, todo un muchacho ya cuando falleció de leucemia hace un par de meses, según me contaba ella en el correo.

Yo no había sabido nada de su enfermedad que duró tres largos años, y menos de su rápida y supongo que triste agonía. Nadie me había comunicado nada y yo tampoco había hecho el más mínimo esfuerzo por saber de sus cosas. Desde que se fueron él y su madre se terminó la comunicación.

En realidad no era mi hijo, ya lo he dicho, aunque durante algún tiempo me gustó pensar que sí lo era. Él tampoco me escribió y nunca me llamó, ni siquiera para felicitarme en mi cumpleaños. El correo solamente me comunicaba su muerte acaecida ahora hace dos meses, según ella dice. Cuenta también alguna de las circunstancias, algún detalle tangencial y penoso y el entierro en su correspondiente cementerio, nada más. Era escueto y frío como esa misma muerte de la que me hacía partícipe. Era más áspero que el comunicado de desahucio de un juzgado.

Eso pretendía con sus palabras, pero creo que había en ellas escondido un grito ahogado, una llamada de socorro.

Le respondí en su mismo tono, lamentando lo ocurrido y alguna frase más de carácter educado, y apuntando también ligeramente a algún lejano recuerdo, más en el estilo que corresponde en estos casos que tratando de darle algún aire cálido, afectuoso o al menos cariñoso.

Sin embargo he decidido ir. Nadie me lo pide y nadie espera que haga tal cosa. Nadie saldrá a mi encuentro o aguardará mi llegada en el aeropuerto. Nadie. Pero he decidido que debo subirme a ese avión. Nadie me esperará. Nadie lo sabrá. Será un viaje estrictamente privado, íntimo y solitario. Casi anónimo.

Deberé encargar luego unas flores que yo mismo llevaré al cementerio, a su tumba, con un lema bordado en oro sobre fondo morado. Dirá escuetamente algo obvio y cursi, tal vez algo que un día creí que podía durar siempre, pero que luego no fomenté ni continué por culpa de mi orgullo que siempre se ha escudado en la pereza o en la vergüenza mal entendida. La supuesta hostilidad de mi ex-mujer no es una excusa válida ni suficiente para explicar mi pasividad y casi diré que mi cobardía. “Tu amigo que te quiere – mi nombre de pila y mis dos apellidos-”, ésa será la corta frase. Corta y quizás exagerada, pero necesaria para recomponer pobre y tardíamente una dignidad perdida.