Desiree Dolron
Ayer (y 4)
Exceptuando las
ideas -ella no tenía demasiadas- su caso parecía que era un buen cóctel de todo
lo anterior, una mezcla confusa. Pero no era exactamente así.
Una vez me dijo: “has
robado mi nombre, no sé quién soy”
“¿Y cómo crees que
he hecho tal cosa?”, le pregunté.
“Hablando por mí, enmudeciéndome”,
me respondió con su extraña capacidad de sonreír sin iluminarse.
Yo nunca he hecho
tal cosa, te confundes, le dije, simulando una caricia con mi mano, intentando
una caricia que nunca iniciaba y que siempre le prometía, una caricia que nunca
terminaba porque nunca empezaba. Era uno más de mis gestos, una manera de hacer
sombra, de tapar la luz, la luz de la lámpara del salón, de la mesita de noche
de la alcoba, las luces esas que viven de la oscuridad de las habitaciones, esas
luces que habitan en las casas donde vive la gente.
Mi mano la tapaba.
Tapaba la luz, o alguna clase de luz, esa que rebota en las paredes, esa que
brilla como luciérnagas o cerillas que se apagan. Chispas y destellos. Mi mano
tapaba el fulgor, que no la claridad, y ella no sabía refulgir, apenas
pestañear, y pensaba que yo era su noche.
Mi asesino barato cumplió
con su obligación profesional y me mató. Lo hizo al salir de uno de los
ascensores del hotel, al llegar al rellano de mi habitación, al abrirse las
puertas automáticas, al mirar al frente, al ver la pintura aquella de la pared
del otro lado, del otro lado que había en la pared de enfrente, la que había
tras su espalda ancha, un desnudo amarillo recostado entre sábanas rojas y
oscuras por la falta de luz, y porque todavía no era de noche. Todavía no
aunque casi sí.
Acertó. Era fácil
hacerlo a medio metro de distancia.
Usó un revólver como
yo le había pedido, no me gustan las pistolas, tienen un ruido corto de plomo
cayendo y silbando, metálico, en cambio el estampido de los revólveres es más gutural,
tiene eco de trueno. Si la bala no acierta contigo parece un grito asustado. Si
te hiere no lo oyes, como si te hubieras quedado sordo, pero si te mata es el
estruendo de un sol hinchado de helio. Un globo de nada explotando en algo. Creo
que explotando ayer.
Ayer.
Todo sucedió ayer.
Soy bueno preparando
trampas, mi asesino fue una de ellas, no sé si la mejor pero sí la última. Hube
de esmerarme, mi vida era lo que colgaba del anzuelo.
Mi vida fue un billete
que ella compró, un pasaje que ella tomó. Fue su decisión, era su viaje. Podía
no haber contratado al asesino que le puse en bandeja.
Yo escribo de una
manera rara, pueden parecer extrañas las cosas que digo y que relato. De ellas
alguien puede llegar a conclusiones equivocadas. Es su responsabilidad y es
consecuencia de su capacidad para interpretar lo que se cuenta, y lo que se
cuenta lo cuento yo. Yo cuento lo que quiero y lo que quiero es contar lo que
yo quiero.
Hubo un juicio un tiempo
después. Fue sospechosa de ser la inductora de mi muerte, pero la absolvieron
por falta de pruebas. Con ello consiguió algo que no puedo explicar pero que
sospecho. Creo que sé qué es, pero es algo que no tiene nombre, no porque no lo
tenga y sí porque no se puede nombrar, no hay boca que sea capaz ni tampoco
ningún cerebro competente que la pueda imaginar, edificar y erigir. Nadie puede
decir tal palabra en voz alta para que todos la oigan, no es posible, no puede
ser, hay que morir ocho veces y media, creo, para tener tal potestad, y ni
siquiera Dios ha muerto tantas.