Marco.
(y 8)
Mi
curtidor, al que compro las pieles que pinto, asegura que morimos igual que
fornicamos, como conejos asustados, tiene razón, mis clientes me lo demuestran
cada día al querer parar el tiempo. Los más ancianos cuentan que la vida
transcurre demasiado rápida, aciertan también en ello, pero ignoran que los
acontecimientos ocurren deprisa porque todo ha sucedido ya y no volverá a
repetirse, el azar es fugaz y escurridizo, no es jamás un cuento vuelto a
contar. Solamente podemos pintar el pasado, el presente es invisible y el
fututo no se puede recordar. Gala y yo, al hablar, lo hemos convocado y en
nuestras palabras se ha encarnado como si hubiéramos construido un ídolo, una
casa común, un abrazo.
Gala
está enferma, se muere, y quizás por ello me ha pedido, por primera vez, que decore
sus habitaciones en las que nunca he estado, que dibuje en ellas alguna
escenografía arquitectónica que ensanche su casa ya que no puede ampliar el
tiempo que le queda.
Las
simulaciones arquitectónicas pintadas decoran un espacio vacío como si fueran
el escenario de un teatro griego, como él, ellas también, están elevadas por
encima de la línea del suelo y del horizonte gracias a un zócalo que nos hace
levantar la mirada. El entablado es una cama y un altar en el que ocurren los
acontecimientos y por ello el poder es esencialmente teatro, un drama, trágico
o cómico, que representa una recreación en la que no siempre están claras las
reglas del juego porque la casualidad, como en la arena del circo, mata a quien
le parece y no solamente al que nos disgusta. En el circo y en el anfiteatro la
vida transcurre por encima de ese zócalo, más allá de nuestros ojos.
Gala
venia y se iba de mi estudio como una ola, pero se marchaba con una tableta
pintada debajo del brazo que yo le pintaba y en la que dos parecían fornicar
sin demasiados miramientos, es decir, ciegos, aturdidos, que es cómo se debe de
yacer si se quiere copular bien y de la forma correcta, mirando sin ver si la
que está contigo es una desconocida o tu madre, un pasavolante o tu hijo.
El
retrato es silencio y ausencia, es un umbral y como toda pintura una frontera.
Los retratos visten a sus fantasmas igual que los sudarios a los muertos, pero
ellos no son, como en la vida que llamamos real, ninguna máscara. Todos, tarde
o temprano, deberemos atravesar un valle silencioso acompañados de una mujer
predispuesta a cortar “lo que salga”, y saber, como dijo Anaxágoras, que los
fenómenos son lo visible de las cosas desconocidas.
Algunos
han pintado en mansiones secretas los Misterios, esos derechos de paso, esas
guías para no perderse y encontrar las estrellas que nos señalan la otra
orilla. Mis arquitecturas, en cambio, no llevan a ninguna parte, ni al otro
lado ni a nuestra casa, ni son reales ni mentirosas tampoco, en ellas no hay
nadie, ni figuras ni animales, ni plantas ni flores, aunque algunas veces
pinto, medio escondido al fondo del jardín, algún ciprés.
¿Por
qué cerramos los ojos a los cadáveres?, porque la luz proviene de ellos, de los
ojos y no del sol ni del fuego, sus rayos son unos puentes entre islas que nos
permiten viajar de la misma manera que lo hacen los pájaros y las palabras, las
mías y las de Gala que me dice que su esposo la gira de espaldas desnuda y le
besa la nuca al levantarle sus cabellos oscuros mientras sus manos le acarician
los senos, ella siente su falo clavarse en su espalda, allí donde empiezan las
nalgas y buscar ansioso su ano estrecho y angosto, Gala pretende girarse y
besarlo, me cuenta que quiere hundir su lengua en su boca, apresar la de él y
asirle el miembro con sus manos untadas en aceite, pero su esposo no la deja
para que así aumente, y crezca sin fin, su celo de él, ese ardor que quema y no
consume. Eso me dice que hace para que yo lo imagine, lo vea y lo pueda pintar
para ella.
¿Y
qué le hacéis vos a él, le pregunto a mi vez sin pestañear?
Con
parsimonia y sin apartar la vista de la mía me lo cuenta también, pero yo,
aquí, no lo revelaré pues para ello, quién quisiera saberlo, habría de pagarme
lo que le pidiera que es mucho, pero que no es ni menos ni más que lo que me
merezco por pintar, con tantos pelos como señales, lo que hay dentro de mí, en
la luz de mis ojos y de mi cráneo hueco, y eso, la verdad, no hay rico ni
mendigo que lo pueda pagar.
Su
encargo de pintura arquitectónica para su casa es una especie de invitación,
cuando me presente, con mis bártulos de pintor, encontraré y descubriré lo que
ya sé, su soledad irreparable, que es igual que la mía, por eso le regalaré el
retrato que le he pintado durante todos estos largos años en una fina y pequeña
tabla de madera envuelta en un paño blanco y limpio de lino, así sabrá que ni
ella ni yo hemos estado solos desde el día en que nos vimos por primera vez.
Nos observarán celosos, desde el Hades, su esposo y mi Esther, y nos pedirán,
una vez más, que no los olvidemos.
No
lo haremos, pintaré una barca y traspasaremos las columnas de Hércules, nos
acompañarán los delfines y, al igual que hacen los guerreros celtas,
perseguiremos al sol en busca de unos ojos negros que siempre nos mirarán.
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