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dimarts, 24 de gener del 2017

Decio (2 de 6)



Decio (2 de 6)

Mientras mi hermano Galieno prosperaba en la milicia yo lo hice en la administración del Imperio. Estudié en Grecia y de mi padre heredé el cargo al que estoy atado por ley y de por vida, llegando a ser edil de Aix, nuestra pequeña ciudad de la diócesis de la Galia en la Narbonensis, durante el mandato de Lucio Domicio Aureliano. He trabajado durante muchos años en las oficinas censales, elaborando inventarios y listas, y en la actualidad, que en Roma impera Diocleciano, el ilirio, estoy a las órdenes de Tito Petronio Juliano, un Vice Prefecto del Pretorio civitatis, un vicario, uno de esos que llaman “caballero perfectísimo”.

Él usó, para su propio beneficio, para su César y para los altos funcionarios del Palacio, mis estudios sobre aritmética y la diferencia contable y moral entre lo que se tiene y lo que no. Ambas son cuentas que siempre suman cero en un círculo permanentemente cerrado aunque aumente su perímetro, lo importante no es el radio ni el número pi, ni tampoco el cociente entre ambos, lo fundamental es que su circunferencia es un laberinto del que no hay escapatoria. Como mi amor por Lidia, la esposa de Juliano, de ese caballero tan perfecto al que debo obedecer; una mujer que siendo muy joven inundó mi vida como la lluvia llena los pozos secos y los campos yermos, anegándolos. La conocí antes de casarse, en un lugar y en una situación muy poco respetables para una muchacha que pertenecía a una familia rica de viejos caballeros romanos.

Hoy en día todavía no se admite, aunque sin duda se acepta, que cualquiera llene su cama con quién desee, casi todos lo hacen y casi todos saben que casi todos lo hacen, sólo se les pide que lo que ocurra en ella no trascienda, que conserve la discreción y la compostura, que mantenga las apariencias de la moral pública, sus leyes y sus costumbres, el decoro y la hipocresía de la estirpe en la que se ha nacido y que no está obligado a mantener con los que no son de su casta. Se le exige de esta manera que respete las convenciones y la tradición, que no confunda nunca a sus amantes entre sí ni mucho menos con la familia, ni que caiga tampoco en la debilidad del amor con ellos como me ocurrió a mí, que no pude dejar de mirarla desde el día en que la vi por primera vez.

Sin embargo, los nuestros también son tiempos ascéticos en los que impera la necesidad del pobre, la hipocresía del débil y del aprendiz, la escasez y la penuria se han convertido en virtudes, la miseria revaloriza lo que nunca antes había tenido valía, por ello los matrimonios cristianos ofrecen un raro ejemplo que desazona a muchos viejos romanos que no son capaces de comprender en qué consiste la nueva dignidad ni los nuevos pesos, esas cuentas diferentes que miden ahora a los hombres y a las mujeres.

El Imperio es dirigido como si fuera una academia o un gimnasio, todo pretende estar centralizado, controlado igual que el ejército desde las oficinas del gobierno imperial. Roma se asemeja a una especie de convento con su claustro y sus normas estrictas, a una comuna o a un rebaño, todos aparentemente iguales como si fuéramos ganado. Las leyes nos atan a nuestro oficio, a nosotros y a nuestros descendientes. Sin embargo, los privilegios, como siempre, mandan, los derechos adquiridos han sido la eterna ley en Roma, las castas prevalecen igual que las exenciones, las dispensas y las prerrogativas. Por eso, muchos campesinos libres atados a la tierra como yo lo estoy a mi escritorio, y contraviniendo las leyes del Imperio, abandonan sus pequeñas propiedades al no poder pagar los impuestos y se venden como siervos a los grandes terratenientes.

Pero Lidia era voraz, ávida y ansiosa, como los bárbaros era su manera de ser libre; no podía dejar de bailar mientras la música sonará, y la música sonaba casi siempre excepto en sus extraños y largos momentos de silencio. Muda, aletargada, parecía ivernar o purgar alguna clase de mal extraño. En esos instantes de retiro se quedaba quieta como si hiciera ayuno, dormida como si no quisiera levantarse del lecho y ver la luz que entraba por la ventana, aplastada por su propio peso. Después, cuando el sol aparecía de nuevo en su horizonte, regresaba igual que un escrupuloso y avaricioso recaudador de impuestos o una hueste de mercenarios reclamando furiosos su paga.

A ella le sucedía igual que a los ciudadanos y a los esclavos del Imperio, sus funcionarios y burócratas también, el mismo ejército y sus soldados, todos ellos no pueden ni deben permanecer inactivos mucho tiempo, la paz y la indolencia los seca de la misma manera que se agostan las tierras que de trigales se convierten en cañaverales si no tienen esclavos que las cuiden.


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