Decio (2 de 6)
Mientras
mi hermano Galieno prosperaba en la milicia yo lo hice en la administración del
Imperio. Estudié en Grecia y de mi padre heredé el cargo al que estoy atado por
ley y de por vida, llegando a ser edil de Aix, nuestra pequeña ciudad de la
diócesis de la Galia
en la Narbonensis ,
durante el mandato de Lucio Domicio Aureliano. He trabajado durante muchos años
en las oficinas censales, elaborando inventarios y listas, y en la actualidad,
que en Roma impera Diocleciano, el ilirio, estoy a las órdenes de Tito Petronio
Juliano, un Vice Prefecto del Pretorio civitatis, un vicario, uno de esos que
llaman “caballero perfectísimo”.
Él
usó, para su propio beneficio, para su César y para los altos funcionarios del
Palacio, mis estudios sobre aritmética y la diferencia contable y moral entre
lo que se tiene y lo que no. Ambas son cuentas que siempre suman cero en un
círculo permanentemente cerrado aunque aumente su perímetro, lo importante no
es el radio ni el número pi, ni tampoco el cociente entre ambos, lo fundamental
es que su circunferencia es un laberinto del que no hay escapatoria. Como mi
amor por Lidia, la esposa de Juliano, de ese caballero tan perfecto al que debo
obedecer; una mujer que siendo muy joven inundó mi vida como la lluvia llena
los pozos secos y los campos yermos, anegándolos. La conocí antes de casarse,
en un lugar y en una situación muy poco respetables para una muchacha que
pertenecía a una familia rica de viejos caballeros romanos.
Hoy
en día todavía no se admite, aunque sin duda se acepta, que cualquiera llene su
cama con quién desee, casi todos lo hacen y casi todos saben que casi todos lo
hacen, sólo se les pide que lo que ocurra en ella no trascienda, que conserve
la discreción y la compostura, que mantenga las apariencias de la moral
pública, sus leyes y sus costumbres, el decoro y la hipocresía de la estirpe en
la que se ha nacido y que no está obligado a mantener con los que no son de su
casta. Se le exige de esta manera que respete las convenciones y la tradición,
que no confunda nunca a sus amantes entre sí ni mucho menos con la familia, ni
que caiga tampoco en la debilidad del amor con ellos como me ocurrió a mí, que
no pude dejar de mirarla desde el día en que la vi por primera vez.
Sin
embargo, los nuestros también son tiempos ascéticos en los que impera la
necesidad del pobre, la hipocresía del débil y del aprendiz, la escasez y la
penuria se han convertido en virtudes, la miseria revaloriza lo que nunca antes
había tenido valía, por ello los matrimonios cristianos ofrecen un raro ejemplo
que desazona a muchos viejos romanos que no son capaces de comprender en qué
consiste la nueva dignidad ni los nuevos pesos, esas cuentas diferentes que
miden ahora a los hombres y a las mujeres.
El
Imperio es dirigido como si fuera una academia o un gimnasio, todo pretende
estar centralizado, controlado igual que el ejército desde las oficinas del
gobierno imperial. Roma se asemeja a una especie de convento con su claustro y
sus normas estrictas, a una comuna o a un rebaño, todos aparentemente iguales
como si fuéramos ganado. Las leyes nos atan a nuestro oficio, a nosotros y a
nuestros descendientes. Sin embargo, los privilegios, como siempre, mandan, los
derechos adquiridos han sido la eterna ley en Roma, las castas prevalecen igual
que las exenciones, las dispensas y las prerrogativas. Por eso, muchos
campesinos libres atados a la tierra como yo lo estoy a mi escritorio, y contraviniendo
las leyes del Imperio, abandonan sus pequeñas propiedades al no poder pagar los
impuestos y se venden como siervos a los grandes terratenientes.
Pero
Lidia era voraz, ávida y ansiosa, como los bárbaros era su manera de ser libre;
no podía dejar de bailar mientras la música sonará, y la música sonaba casi
siempre excepto en sus extraños y largos momentos de silencio. Muda,
aletargada, parecía ivernar o purgar alguna clase de mal extraño. En esos
instantes de retiro se quedaba quieta como si hiciera ayuno, dormida como si no
quisiera levantarse del lecho y ver la luz que entraba por la ventana, aplastada
por su propio peso. Después, cuando el sol aparecía de nuevo en su horizonte,
regresaba igual que un escrupuloso y avaricioso recaudador de impuestos o una
hueste de mercenarios reclamando furiosos su paga.
A
ella le sucedía igual que a los ciudadanos y a los esclavos del Imperio, sus funcionarios
y burócratas también, el mismo ejército y sus soldados, todos ellos no pueden
ni deben permanecer inactivos mucho tiempo, la paz y la indolencia los seca de
la misma manera que se agostan las tierras que de trigales se convierten en
cañaverales si no tienen esclavos que las cuiden.
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