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dilluns, 23 de gener del 2017

Decio (1 de 6)




Decio (1 de 6)

Morimos igual que fornicamos, como conejos asustados.

Nací hace poco más de cincuenta años, durante el mandato de Decio como Emperador, mis padres me pusieron su nombre para protegernos de la peste que asolaba el Imperio, pensaron que una palabra podría servir de escudo frente a la enfermedad, que sería un conjuro mágico que nos protegería del mal. No iban desencaminados, la fiebre los mató a todos ellos menos a mí y a mi hermano mayor, Galieno, que se llamaba igual que otro que también llegó a ser Augusto. En estos tiempos de ahora hay tantos aspirantes a la púrpura que cualquiera que tenga una espada, o suficiente dinero, puede soñar en ser descendiente del gran Julio y vestir su toga.

Está terminando una era y empezando otra de desconocida, es un parto difícil y muy doloroso, el feto viene de nalgas, quizás nazca muerto o sea un monstruo lo que echen al mundo las entrañas de la loba, un demín, un ser deforme y quizás alado, un heraldo de pico curvo que coma carne muerta y que no traiga otra paz que la de los cementerios. El último medio siglo lo ha sido de guerras permanentes y continuas, de peste, de miseria y desesperanza, de persecuciones, robos y pillajes.

Aunque nuestra familia quedó diezmada, mi hermano, diez años mayor que yo, supo conservar buena parte de nuestro patrimonio familiar de caballeros servidores de Palacio. Galieno comandó unidades de climbanarii en el ejército, su fortaleza, su destreza militar y su perspicacia por estar siempre en el lado vencedor nos salvó la vida, a mí y a algunos esclavos que todavía pudimos mantener, más asustados que nosotros.

Ni él ni yo hemos tomado nunca esposa aunque Galieno robó a una niña goda de pocos meses de edad después de matar a sus padres en alguna escaramuza; se apiadó de ella y, en lugar de acabar también con su vida, se la llevó para sí. Todavía recuerdo el día en que la trajo a casa envuelta en su capa de general, parecía un lechón llorón y hambriento, listo para hornear; de eso hace ya dieciséis años. La llamamos Cornelia en recuerdo de nuestra madre, pero yo, en secreto y sólo para mí, la llamo Bienvenida. Ahora es la heredera, la que llevará el nombre de la familia y la columna que sostendrá el techo de nuestra casa. También es la brisa y la alegría que limpia las estancias aireándolas cuando corre por ellas, y la que quizá algún día deba convertirse en la borrasca que barre lo poco que quede.

Estos soldados de caballería, los climbanarii, son huestes acorazadas de pies a cabeza, los jinetes y sus monturas, y se han convertido en una curiosa metáfora de la nueva Roma, igual que ellos las ciudades y las haciendas del Imperio viven amuralladas, aterrorizadas y recogidas tras sus protecciones pétreas. La polis y su ágora han desaparecido, ahora son comunidades que deben defenderse por sí mismas y ser autónomas también en su economía aunque el Emperador quiera controlarlo todo al creer que su mundo no es un simple castillo de arena.

Las rutas comerciales están en buena parte rotas, los caminos son intransitables y peligrosos, el transporte de mercancías es difícil y de costes desorbitados; es más alto el porte que el oro que se traslada. Y los bárbaros que arriban lo hacen hambrientos, miserables, son bárbaros huyendo de otros bárbaros, llegan como la tormenta y se van como las crecidas de los ríos al final del verano, arrastrándolo todo y dejando en su lugar la ruina y la desolación, de ellos, sin embargo, es el futuro.


Pero la burocracia del Imperio se ha mantenido firme y unida como los dedos lo están a una mano que todavía puede cerrarse y golpear, escribir y dictar leyes. Ella y el ejército han conservado, como si fueran un dique, la casa común, sus esfuerzos siempre tratan que el mar no termine con la playa, pero Neptuno no es el mar, sólo es un dios moribundo disfrazado de pez. Ningún hombre puede vivir sin una morada, aunque incluso sea una cárcel no hay nada fuera de ella que no sea nada, oscuridad y silencio. En la casa se halla nuestro origen y en él la dignidad de los bien nacidos, de aquellos que tienen un nombre que transmitir a los demás y por el cuál somos reconocidos y aceptados en las asambleas de ciudadanos donde podemos votar, incluso los cristianos saben reconocer eso y por ello el descendiente de Pedro dicen que vive en Roma y no en Jerusalén. 

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