Decio (3 de 6)
Lidia
lo quería todo, ser la señora y la dueña de su casa, ser una madre y una
esposa, y a la vez ser también una mujer feliz, sin embargo, todas estas cosas
son imposibles de conseguir al mismo tiempo, tanto como lograr que las
ganancias contables sean reales.
Al
final, o al principio, o viceversa, Lidia se convirtió en un buen recipiente
para todos los que tuvieran algo que depositar en él. Su vasija acogía
cualquier ofrenda o donativo. Como el Tesoro del Emperador aceptaba todo tipo
de cánones y tributos, en monedas o en especies, su cofre era como el intestino
de un buey, adoptaba todas las formas y tamaños posibles. Recogía a pordioseros
y a muchachos perdidos en la lluvia, los bañaba y dejaba que le leyeran
historias que la hacían llorar. Su matrimonio con Juliano, y la maternidad
consiguiente, le dieron, sin embargo, un papel más digno de interpretar a los
ojos de los demás que las fantasías que llenaban su melancolía.
Contaba
que había perdido a un hijo y que buscaba, entre sus asiduos, un hermano gemelo
desaparecido en alguna de aquellas interminables guerras, pero yo sabía que
siendo eso verdad nada llegaba a ser del todo cierto porque la razón de su vida
era sencilla y simple: le gustaba lo que hacía, ser señora y no serlo, ser
bella siempre, de día y de noche, la depositaria de algo especial que, la
verdad, no lo era ni lo ha sido nunca, la tesorera de un bien vulgar y común
porque cualquiera lo puede conseguir. Explicaba también que la educó un esclavo
cristiano, que se enamoró de otro, y que un soldado galo, enfermo y tullido, la
preñó. En sueños deliraba y decía cosas que no revelaré, se creía una loba
valiente y osada y apenas llegaba a ser una piedra roma, una pobre coneja de
corral asustada.
Yo
le hablaba de mis cuentas, de mis números y de mi familia muerta, de las batallas
ganadas por la caballería de mi hermano Galieno, de listas y de censos, del
futuro que desconocía, de mis años en Grecia, de mi juventud y del pasado que
había vivido como un hombre libre, sin
nada que perder, ni bienes ni esposa, ni padres ni mujer, sólo un hermano y una
sobrina goda. Pero Lidia no me escuchaba, me miraba y no me veía, sólo percibía
algo que no advertía yo, quién sabe si era su hijo perdido o su hermano no
nacido, o tal vez su soldado tullido, muerto en otra batalla o en otra cama,
lejos, más allá del Rin o del Danubio, defendiendo el patrimonio de otro o a un
emperador fracasado, codicioso y loco.
Lidia
ordeñaba a sus hombres como si fueran toros y a sus toros como si fueran
hombres, yo hacía lo mismo con mis inventarios y cuentas, pero ella era más
eficaz y querida, deseada tanto por los primeros como por los segundos, todos
cornudos.
Después,
en las fiestas de su casa, era la matrona, la que mandaba con voz potente y
segura a los esclavos, la que educaba a sus hijos con el acierto y la rigidez
de una vieja romana, la esposa de Juliano, el patrón, su dueño, el Viceprefecto
del Pretorio. Los conejos al horno con cebollas y lenguas de codorniz de sus
cocineros eran los más apreciados de la Narbonensis , los sacrificaba jóvenes y se
derretían en la boca.
Le
gustaba ser igual que el oro con el que se acuñan los solidus del Emperador, tan fáciles de limar y lijar que se
desgastan con más rapidez que el adobe viejo secado al sol.
El
oro es pesado y blando, moldeable y anónimo como esos banquetes en los que los
invitados usan máscaras como ciegos a medias. Es un falso anonimato,
naturalmente, porque todos, Juliano también, conocíamos perfectamente las
aficiones de su esposa así como las del resto de los habitantes de la ciudad,
nada consigue ser invisible en un mundo que no sabe más que mirarse a sí mismo.
Mis listas dejaban constancia fiel de ello, anotaba de manera minuciosa las
entradas y las salidas, las entrañas, lo que se tiene y lo que falta, como el
mejor contable inflexible y puntilloso que quiere tener al día el estado de sus
cuentas.
La
locura no nos hace terribles, es al revés, perdemos la razón y nuestro gobierno
porque somos terribles.
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