"WHAT YOU SEE IS WHAT YOU GET"

dissabte, 31 de desembre del 2016

Marco (2 de 8)


Marco. (2 de 8)

En casa de Lucio amé a Esther, una hebrea pálida de cabellos y cejas negras, esclava como yo, una de las cocineras de aquél taller que nos sustentaba con sus guisos y sonrisas, una niña casi y toda una mujer después cuando murió de lepra, amputada de todo su color, borrada. De sus muñones nacieron otros, tan blancos, que parecían la luna llena.

Lucio lloró mucho su muerte y sus lágrimas me hicieron sospechar que Esther pudiera ser mi hermanastra. Pero esa es una historia que no debe ser contada aquí ni en este momento.

Hay noches en las que creo que todavía me acompaña, pienso que no ha pasado tanto desde que falleció en mi propia cama, pero en realidad hace más de media vida como si mi primera mitad hubiera sido mi vida entera junto a ella.

Después de obtener nuestra libertad, los esclavos manumitidos quedamos sin protección y no logramos mantener abierto el taller de Lucio, nos peleamos y nuestras discrepancias y envidias nos llevaron a la pugna estéril, a perder la clientela y a sufrir, por primera vez, hambre y frío.

De igual forma que su muerte nos había dado la libertad, ahora, la independencia nos regalaba una soledad no esperada ni deseada. La soledad y la libertad siempre van unidas y si queríamos la segunda teníamos que tomar la primera, no hay la una sin la otra como no hay derecha sin izquierda ni arriba sin abajo. Con este regalo añadido no tuve más remedio que elegir entre dos alternativas verdaderamente contrapuestas, venderme de nuevo como esclavo o establecerme por mi cuenta y buscar mi propia clientela. Elegí la segunda y abrí, no sé cómo todavía, un pequeño taller en el centro de la misma Suburra.

Desde entonces vivo solo, prefiero que sea así, no depender de nadie aunque no tenga qué comer; el recuerdo de Esther me continúa acompañando y con él poseo más que suficiente para seguir hablando conmigo mismo. Con todo, y de manera sorprendente, he conseguido, más bien que mal, mantenerme junto a un par de esclavos que limpian mi propia casa, cocinan y elaboran los pigmentos y los aglutinantes que utilizo para pintar y satisfacer a mis clientes que quieren ver pintados, en las paredes de sus mansiones austeras de patricios sobrios y justos, los palacios que tendrían si fueran reyes etruscos o sátrapas babilonios.

Mi reputación es buena, si bien me conocen pocos, no soy un pintor popular, solamente un mero artesano que ha de usar sus manos para trabajar. Procuro ser honrado en lo que ofrezco por las monedas que pido; vivo de una manera aceptable en mi pequeña y barata casa que poseo, pero no habría podido comprármela en las subastas públicas de deudores si no hubiera tenido algo parecido a una actividad paralela, medio secreta, y discreta, que me proporciona un suplemento económico, regular y muy importante; realizo pequeñas tablas eróticas y pornográficas para disfrute de aquellos que necesitan ver a otros fornicar para levantar su propio ánimo y miembro como si al mirarlas les proveyeran de las alas que ya no tienen y que seguramente nunca tendrán.

Reparto mis tabletas obscenas por los burdeles y prostíbulos de la Suburra, al lado de casa; son las mismas putas las que me las venden a cambio de una pequeña comisión y alguna que otra historia que me cuentan de voluptuosidades inconfesables, orgasmos desorbitados y posturas imposibles. Sus relatos, verdaderos o falsos, están llenos de mujeres perdidas y de hombres depravados, o bien de todo lo contrario, de honestas matronas y honrados varones que necesitan dejar de serlo para encontrarse a sí mismos transitando por calzadas peligrosas y desconocidas para ellos. La muerte siempre acecha y en la lascivia queremos creer que hallamos una manera de engañarla, ese juego bien explicado de entradas y salidas da lugar a mil anécdotas y enredos entre listos y tontos y en los que nadie, ni los unos ni los otros, consigue sobrevivir indemne y sin heridas.

divendres, 30 de desembre del 2016

Marco. (1 de 8)


Marco. (1 de 8)

Dicen los maestros que sólo se puede dibujar a los muertos o a los no vivos, quizá por ello nosotros tenemos dioses y los cristianos santos y ángeles que no son otra cosa que seres que jamás viven ni fallecen.

Me llamo Marco y vivo de pintar escenografías arquitectónicas en las paredes de las casas patricias, sin embargo, mi verdadera vocación ha sido siempre el retrato fúnebre.

A simple vista las dos actividades parecen contrapuestas, la primera meramente representativa y la segunda básicamente retrospectiva, pero la verdad es que son lo uno y lo otro al mismo tiempo, toda descripción también representa un retroceso, un examen que nos obliga a prestar atención, girar la cabeza y mirar atrás.

Pintar estancias en las paredes y rostros de fallecidos en pequeñas tablas de madera requiere precisión, destreza y mucha perseverancia, su ejecución ha de ser lenta y tranquila, parsimoniosa, y no debería durar menos de un año para que el sol efectuara todo su recorrido en el cielo subiendo y bajando del horizonte. Pero los gusanos tienen prisa y un hambre voraz.

El hieratismo de los objetos y de los muertos, su inmovilidad forzosa, podría parecer una ventaja, una facilidad añadida para pintarlos, la mejor ocasión. También una comodidad por mi parte y una buena predisposición por la suya ya que las columnas y los cadáveres ni respiran ni pestañean, ni piden agua ni dan pan, ni tampoco nos ofrecen una vulgar y aburrida conversación.

Esa clase de modelos carecen de movimiento aparente al estar tan fuera del tiempo como dentro del espacio. Pero no es así exactamente si queremos mostrar el verdadero significado de algo que no forma parte ya de nuestro mundo aunque todavía permanece en él. El movimiento confunde y enmascara la vida de igual manera que la propia vida se desfigura a sí misma al vivirla, al cubrir y ocultar aquello que hay al fondo, allí, en esa sima oceánica, en ese punto en el que las líneas se pierden mientras el sol, al iluminar los membrillos, juguetea con las cosas, estén quietas o móviles o luzcan marchitas como unas agotadas y quebradizas rosas secas.

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Nací esclavo y aprendí de pequeño las habilidades de mi oficio en los talleres de Publio Cornelio Lucio, un liberto que heredó el nombre de su amo, una importante y antigua familia romana que cuentan que luchó contra los púnicos hace ya más de cuatrocientos años y que dicen derrotó al terrible Aníbal y a sus elefantes.

Lucio, al ver cercana su muerte, liberó también a buena parte de sus esclavos pintores como gratitud por el dinero que le habíamos hecho ganar y por la fama que obtuvo a nuestra costa. Así pues, ahora me llamo casi como él, Publio Cornelio Marco, un nombre que no es cabalmente el mío ni me da derecho tampoco, al no formar parte de ninguna tribu, a votar en los comicios, soy romano, pero no un ciudadano romano.

No conocí a mi madre y sospecho que mi padre fue el mismo Lucio que me enseñó a pintar y que preñaba a sus esclavas. No tengo conciencia de haber tenido una y sí la de haber estado en brazos de muchas y de haberme alimentado de todos sus pechos. En ese extraño ambiente de harén me crié, viendo dibujar cielos, ojos y soles, carnes amarillentas, estancias vacías y ventanas estrechas que daban a jardines inexistentes y solitarios.

Lucio siempre me dio un trato especial y, creo, los mejores consejos para pintar bien.

Usa los dedos más que las manos, no los apoyes, deja que vuelen.

Y los ojos más que los dedos.

No pintes aquello que no puedas mirar ni sepas ver, ni hayas visto jamás.

divendres, 16 de desembre del 2016

Areté (y 3)


Areté (y 3)


Todos los humanos que me han tratado estaban solos, abandonados aunque poseyeran familia y creyeran en los dioses o en la justicia, Claudio también, rodeado de paisajes, de recuerdos y de nada.

Igual que yo, que confundo las personas con los árboles y esa nada con las sombras, unas presencias imaginadas; cuando fallezca no notaré la diferencia entre esta vida y la otra.

En su casa hay dos habitaciones pintadas con escenas arquitectónicas vacías de personas, en una aparece una puerta al fondo y tras ella un jardín, en la pared de la derecha han dibujado una ventana que deja ver el tronco de un ciprés en un cielo claro. La habitación no contiene muebles y sólo se oye el agua de la fuente que hay en el patio, la playa de Claudio, dice él, una que baña un solitario palacio blanco.

En otra habitación hay escenas eróticas, parejas, orgías, hombres y mujeres mezclados, es difícil distinguir a los unos y a las otras, todos parecen buscarse y todos piensan haberse encontrado. Dice que son la gloria y la tierra a la vez, ambos en un solo lugar y sucediendo todo en el mismo momento.

Claudio me pide que le hable de Siracusa y de cuando era una niña, pero si le contara la verdad me vendería de nuevo, en realidad quiere encontrar en mis ojos oscuros y rasgados a una que conoció no sé dónde o que todavía no ha visto, pero yo no soy la mujer que busca ni nunca lo seré, no he cabalgado por las praderas de Tracia aunque mis fantasmas me monten desbocados asidos con fuerza a mi cabello negro. Sus ondas son las del trigo carbonizado por el fuego, las de las malas hierbas altas de las salvajes y solitarias llanuras de Asia que desembocan al este en un mar y en otro mundo.

Hace escasos meses a Claudio, un rival y conocido suyo, Marco Cornelio Emiliano, tan anciano como él, le ha robado una de sus haciendas y le ha matado los esclavos que la cuidaban. Ha tenido que pedir ayuda a un antiguo amigo y soldado para atrapar al ladrón y llevarlo a juicio. En la disputa han muerto más hombres y mujeres y Emiliano, el ladrón, ha perdido su patrimonio que se ha subastado públicamente, a su esposa enferma y a su esclava preferida que hacía como yo, ahuyentar el miedo de su amo bebiendo la leche de su falo.

Vi a Emiliano encadenado en el sótano de la casa de Claudio esperando el juicio, un hombre ruin y sórdido, una bola de sebo sucia llena de huesos mal colocados, me pidió que matara a mi dueño a cambio de oro y de mi libertad. Era una promesa que, sin duda, no pensaba cumplir y que solamente me habría transportado al Hades antes de hora si la hubiera llevado a cabo, aunque a la muerte iré, más pronto que tarde, si Claudio no lo mata primero porque tratará de vengarse en mí por su fracaso.

Eso hicieron todos, eso hace cualquiera, incluso Alejandro, mi amado pirata, vengarse en mí y venderme después. Al final sólo posees lo que es únicamente tuyo, el dolor y el placer. En ellos me he refugiado siempre para huir del miedo y del mundo, y en ambos cree ver Claudio algo que no tengo ni tendré, una niñez jugando en las playas de Siracusa.

¡Mata a Emiliano! -le he dicho y casi le he ordenado-, y ése ha sido el único consejo que he dado a alguien en toda mi vida, para mí y para Claudio es conveniente que lo haga, que le corte el cuello y que deje manar su sangre si no quiere ver la nuestra manchar el suelo que pisamos.

Ambos ya somos viejos y en su casa he aprendido, y he empezado, a mentir, una gran enseñanza nueva, todo un arte que mantiene a Claudio en vida y a mí a su lado.

Un día vi a unos jóvenes saltar al mar desde un acantilado, se lanzaban de cabeza jugando, clavando su cuerpo en el agua sorteaban las rocas como si fueran un alfiler, la luz de un diamante. Llovía, el cielo estaba oscuro, la espuma y las gaviotas florecían a su alrededor y unos pájaros de picos de colores peinaban mis cabellos ensortijados. Mientras los muchachos jugaban las nubes se acercaban, amenazaba tormenta y yo esperaba ansiosa ver de vuelta la vela de Alejandro en el horizonte.


Mis pezones son oscuros como los labios de mi sexo y mis ojos están pintados con ámbar y fango. No quiero recordar ninguna playa porque la lluvia cae sin cesar anegando el camino de regreso a casa, el vientre de donde salí.

Areté (2 de 3)


Areté (2 de 3)


En ocasiones me confundo y no distingo las quimeras de la realidad, quiero soñar y poner rostro a esas imágenes ilusorias que espigo entre el miedo y la necesidad. Creo que en algún momento enloquecí aunque no lo parezca ni nadie piense tampoco que me ha poseído ninguna diosa.

He tenido muchos dueños como se tienen las horas o los días, agua entre los dedos, pero con uno viví un tiempo no demasiado largo que llegó a ser toda una vida. Fue mi segundo señor, un bárbaro que se llamaba Alejandro, un pirata ilirio que me raptó de Sicilia siendo apenas una muchacha, matando a mis primeros amos, a la gente y a los esclavos de la granja en la que nací.

Parecía su esposa, o pensé que lo era porque esperaba anhelante su vuelta cuando se marchaba. Con su nave venía, se iba y regresaba, meses más tarde, como Odiseo, limpiando la casa de pesadillas, malos olores y derramando su sed en mí. Lágrimas y risas, todas juntas, sangre y mar al mismo tiempo, mezclado y sin separar. Trofeos y botín, tesoros malgastados como las canciones que se cantan al amanecer. Su pene parecía una faca más que una espada, un cuchillo curvo, una sonrisa. Pero todo termina y las naves acaban, quieras que no, hundidas y desarboladas.

Como un naufrago serví después en las legiones e incluso llegué a ser una de las esclavas de los generales de Pompeyo que hundieron la galera de Alejandro. Al romano, el varón más poderoso de Roma, le vi un día mirarme con su expresión de niño travieso que escondía a un hombre asustado. Su cabeza ya se había separado de su cuerpo aunque todavía permanecida unida él.

Mucho tiempo más tarde, Claudio me compró a su tío Tulio que me había adquirido a su vez en un mercado de esclavos. Ese tío creyó, el muy estúpido, que por el hecho de hablar el griego podía enseñarlo a sus hijos, tan lerdos como él. Cansado de mi poca capacidad pedagógica me revendió a su sobrino por cuatro miserables sestercios. En realidad no podía soportar mi desprecio altanero que su látigo tampoco conseguía domesticar. Soy ya demasiado vieja para que un pedazo de cuero pueda sujetarme.

Para sobrevivir he tenido que alejarme, convertirme en ese φντασμα del que hablaba, recluirme, ni siquiera he engañado, disimulado o mentido, no ha sido necesario. Nunca he intrigado ni urdido una trama fuera de la ropa que he tejido para mí. Más parece que haya sido Penélope, esperando algo que no sucederá o que lo hará demasiado tarde, a destiempo y fuera de lugar, que su esposo Odiseo, que tuvo que construir un caballo de madera y engañar a los troyanos para vencerlos.

Claudio me mira intrigado porque mi altivez borra las señales de mi pasado, mi insolencia lo oculta entre las arrugas que ya empiezan a aparecer en mi rostro, ese tiempo inasible ya, remoto, una especie de Arcadia que Claudio cree que alberga alguna rara certeza y que, deseoso, busca constantemente en mí y en mis ojos en lugar de mirarse a sí mismo en los suyos.

La verdad de la existencia, a la que algunos llaman vida, es la capacidad de soportar el dolor que causa la experiencia del tiempo.


En la experiencia del tiempo está la muerte y la muerte es la frontera del mundo y el mundo es lo que hace al caso. Todo lo que hay más allá es todo aquello sobre lo que es mejor guardar silencio. Yo no soy nada ni hago al caso excepto en los ojos de Claudio que, tozudos, me retienen en su mirada cada vez que iluminan la oscuridad.

Areté (1 de 3)



Areté (1 de 3)


Me llaman Areté y mis ojos parecen haberlo visto todo.

Pero no es así, aunque en mi memoria haya incluso cosas que no han ocurrido apenas he podido distinguir nada en toda mi vida.

Soy una esclava, nací en Siracusa y desconozco quién soy.

Alguna mujer debió de parirme y perderme nada más salir al mundo, desde entonces no hago más que intentar regresar a casa de nuevo, al vientre de donde salí.

Mi piel ya no es la de una joven, mis pechos han caído y mi aliento no huele igual. He logrado, sin embargo, mantener la palma de mis manos lisa, sin grietas, como si fuera el agua helada de los charcos en invierno.

Ahora vivo con Cayo Mario Claudio, un patricio anciano que fue rico y que me pide lo mismo que todos los otros amos me han pedido antes, que lo bañe y lo unte en aceite con mis dedos suaves y mis ojos fríos.

También quiere que le hable en griego, en un mal griego de Siracusa y que le lea los discursos de un tartamudo ateniense.

Dice que parezco una reina, que soy altiva y arrogante y que mi porte transluce el orgullo antiguo de Antígona o de Medea. Eso dice y al decirlo se lo cree porque cuando lo baño lo miro sin sonreír y cuando mi índice penetra en su ano mi otra mano vacía de semen su miembro.

No soy nadie ni nada poseo, casi ni nombre ni pasado tampoco, así que mi dueño, ese Claudio viejo, es lo único que he de esperar y es lo mejor que puedo tener.

Lo que no logro comprender es cómo consigo poseerlo más allá del placer que le entrego, en mis brazos se pierde, se diluye como el hielo entre las manos.

¿Me da él algo parecido?

Necesito creer que nunca me lo ha dado y que me lo doy yo a mi misma estando como estaría con cualquiera, siempre he pensado que los cuerpos son intercambiables y que los nombres no tienen importancia porque se pueden olvidar o confundir. Todo es carne de la misma forma que los hijos que parí fallecieron.

Carne viva y carne muerta, da igual la una como la otra, carne era la que tocaba cuando en habitaciones oscuras recibía a hombres a los que no veía. Para sobrevivir logré que me gustara lo que hacía y ser tratada como a un espíritu, un φντασμα, un ser inexistente que vive fuera de nuestra memoria, la libertad del que no tiene nombre, del que no ha nacido todavía y piensa que aún puede elegir.


Por ello busco en mis fantasías a mis padres y a mis hermanos que no he tenido, a reyes y a esposos que únicamente me visitan en mis sueños, por ello también creo encontrar en los humildes conejos de corral a los hijos que he perdido sin apenas haberme dado cuenta que los he parido.

dilluns, 5 de desembre del 2016

Claudio (y 3)


Claudio (y 3)

Tiempo después ese niño me ayudó a huir a Cilicia junto a la parentela de César cuando Sila desató en los partidarios de Mario su sed de venganza. Él es ahora un general veterano de las legiones galas de Julio, y a él he pedido ayuda de nuevo.

Me la ha prestado enviándome a veinte hombres de su legión que han matado a todos los esclavos de Emiliano, lo han apresado y lo han retenido encadenado en los sótanos de mi villa hasta el día del juicio. Solamente así he podido presentar una demanda oficial contra él y que el magistrado la haya aceptado al tener enfrente al acusado.

La sentencia ha sido la que corresponde en estos casos, me ha permitido subastar públicamente la hacienda y todos los bienes de Marco Cornelio Emiliano, cobrarme mi parte, incluido el precio de mis dos esclavos muertos y el cuantioso regalo que he hecho a los soldados de Lucio que me han servido, y devolverle el resto sobrante que no ha llegado ni siquiera a poco.

El juicio ha sido público y muy concurrido, la gente se ha divertido mucho a nuestra costa y se ha burlado de forma muy cruel de nosotros dos aunque siempre se lleva la peor parte el que va a ser condenado. Todos han hecho mención sarcástica de nuestras esclavas insatisfechas y escarnio de nuestros miembros que ya no son el mango de ninguna espada.

Ambos somos unos ancianos, pero yo todavía me mantengo delgado, algo ligero y vaporoso y en mi túnica sencilla no había ninguna mancha de grasa, estaba limpia a los ojos de cualquiera, me presenté afeitado y con los cabellos cortados.

Él, en cambio, aunque hice que mis esclavos lo lavaran, llevaba sus propias ropas no muy elegantes, sucias y raídas, su cuerpo mostraba una obesidad mórbida de años y su semblante no escondía el miedo que la gente ahuyenta de mala manera riéndose del prójimo, del débil y de sus visibles flaquezas.

Al juicio no ha sobrevivido su esposa que ha terminado su larga enfermedad de tantos años, ni tampoco su liberta griega Calipso, el origen de todo el altercado y que murió en la refriega a manos de los mercenarios que liberaron mi casa. 

De todo ello hace sólo cuatro meses.

Areté me sigue lavando, untando en aceite, y continúa perdiendo en ello su porte de aristócrata para convertirse en una simple mujer fascinada en una cama, sin nombre ni pasado. Tengo miedo, sé que Emiliano se vengará y que lo hará en ella.

Para evitarlo quizá lo más conveniente sea terminar bien el trabajo, no dejarlo a medias, matar a Emiliano y robarle lo poco que conserva, así aseguraría mejor mi hacienda y a mi esclava. A mi rival no le quedan clientes ni familia que quiera lavar su ropa ni defenderlo de sus enemigos, pero todavía es capaz de vengarse en una simple mujer, y a mi, la verdad, me gustaría que mi griega continuara bañándome y que en ello ambos lográramos seguir perdiendo el miedo y ahuyentar el futuro.

Pero... también he pensado liberarla y darle una parte de mi hacienda para que se marche lejos, para que huya. Mis primos protestarán la donación y denunciarán ante los tribunales los derechos que creen les corresponde por herencia, pero eso ya no me preocupa, se acercan tiempos difíciles de nuevo, Pompeyo y Cesar no caben juntos en Roma y uno de los dos terminará en una pira funeraria a manos del otro que portará la tea incendiándolo todo de nuevo.

De niño tuve un hermano que falleció de fiebres al beber agua sucia, era un poco mayor y siempre me protegía y me defendía en las peleas y me aconsejaba en mis inseguridades y dudas. No sabía él mucho más que yo, pero su sola presencia y permanente ayuda, su constante fraternidad superaban de largo la mejor y más perfecta sabiduría y la fuerza de todos los ejércitos de Roma.

Siempre he creído que el daño del mundo es consecuencia de alguna clase de traición y de promesa no cumplida, en los tratos y en las fidelidades y lealtades rotas nace el rencor y la venganza. No ha pasado un solo día, desde su muerte, que mi hermano no haya estado a mi lado, fiel y leal, igual que lo estaba en vida.

Ahora, que mi piel se apergamina, el mundo parece traicionarme a mí en aquel pacto de inmortalidad que creí sellar al nacer, ya sólo me queda una esclava que parece una reina y esa presencia fraterna y tranquila que sé que me espera.


El río es ancho, pero el cauce no es hondo, todo él es un vado, atravesarlo será como si caminara por encima de sus aguas, chapoteando igual que niños en los charcos.

Claudio (2 de 3)


Claudio (2 de 3)


Lo cierto es que, gracias o a pesar de su nombre que rememora a la aristocracia, Areté no sabe hacer gran cosa excepto llevar ese porte distinguido que aparentemente no sirve para nada, esa presencia que la envuelve como una aureola y que pierde, como si tirara al suelo un fastidioso y pesado hoplón, cuando me baña.

Es extraño, de estatua se convierte en una mujer fascinada, no debería hacerlo, nunca se lo he pedido, al menos no he pretendido ni esperado que sus manos se conviertan también en su corazón, una concubina es sólo una concubina y como tal debería comportarse. Pero lo hace o sucede, sus ojos agonizantes refulgen como una luz en la superficie temblorosa de las aguas.

Después la observo avergonzada aunque sospecho que la impele el horror a ser vendida de nuevo, a continuar viviendo como una esclava que pasa de mano en mano, y aunque en mi casa lo es, una simple esclava, debe querer pensar que ha terminado ya su largo viaje. Yo supongo también que en ese final imaginado desata todo su furor y voluptuosidad, que no aparta la mirada de la mía para atrapar conmigo su propio espanto y liberarse así del miedo.

Ella y yo hablamos a veces en griego, o le pido que me lea en esa lengua poesía, teatro, o me recite alguna filípica del tartamudo Demóstenes. Lo hace muy mal, con su fatuo acento siciliano interpreta hoscamente los personajes simulando fatal su voz, el carácter de cada uno y desvirtuando la escena; es una mala actriz aunque no sea ninguna analfabeta. A mí me cuesta leer y a pesar de lo anterior me gusta oírla leer, mis ojos están cansados y los lentes que fabricó para mí un óptico más viejo que yo, son, a día de hoy, un cuchillo romo que ya no es capaz de cortar ni la niebla que los nubla.

Un día le pregunté por Siracusa, me respondió que cuando los piratas la raptaron, siendo una adolescente, mataron también a sus dueños, unos campesinos griegos ricos y algo instruidos y a casi toda la familia, a los esclavos los revendieron, y que más tarde tuvo un hijo de aquellos bárbaros que murió al poco de nacer. Dice que al no quedar preñada de nuevo la traspasaron como saldo pues vale más una madre que una simple mujer. Así fue pasando de unos a otros y de dueño en dueño.

El porte aristocrático, sin duda, la ha mantenido en vida como si fuera ese pesado escudo que usan los infantes en la guerra para protegerse. Su aire frío y distante la esconde y la oculta. Ella afirma lacónicamente, como correspondería a una buena espartana, que en realidad nadie la ha llegado a tocar nunca aunque hayan caminado legiones enteras de soldados por encima de su cuerpo.

Pero tiene miedo, lo tiene como lo ha tenido siempre y lo pierde cuando se desnuda, cuando se despoja de túnicas y corazas y aparece, tras ellas, la niña que jugaba en las playas de Siracusa, en mi pobre bañera cree encontrarlas de nuevo. Pero a veces dudo, no sé si es la niña la que realmente aparece o si es la mujer la que simplemente me engaña.

Mi clientela es escasa, casi inexistente, mi soltería me impidió heredar toda la que poseía mi padre que se desvaneció en el aire y en las guerras, y porque en mis tiempos, durante los consulados de Mario, no aproveché la oportunidad de ejercer de tribuno como él me ofreció y me aconsejó, hubiera podido enriquecerme siendo magistrado y defensor de las causas plebeyas. Como hizo el famoso Marco Livio Druso habría vendido bien mi voto y mi palabra en los tribunales y en la Asamblea de Ciudadanos, pero nunca me ha gustado la política excepto para hablar de ella en los banquetes y entre amigos, es un raro escrúpulo que pocos siguen y que tal vez sea la verdadera causa de mi soltería, la política es un trato permanente y yo no quiero compromisos ni componendas.

Sin embargo, mis recelos políticos no me libraron de su funesta influencia. Tuve que ir a la guerra y defender en ella los intereses de mi familia que desde tiempos no tan lejanos había respaldado siempre la causa popular, a los Gracos y a sus reformas agrícolas que los llevaron a la muerte.

No es bueno que alardee de mi valentía militar, pero la centuria que mandé realizó algunas buenas hazañas gracias al orden y a la disciplina que logré imponerles. La plebe es lerda y aunque el ejército es ya casi todo mercenario, su condición es todavía peor que la de los antiguos campesinos que, años atrás, defendían con la espada y con orgullo a Roma y a su República. Los soldados de ahora, esos proletari, sólo defienden a sus jefes y a su paga.

En una ocasión salvé a un joven soldado, Lucio, casi un niño, un velites que disparaba flechas y lanzaba piedras por entre las filas de las legiones en formación. Lo saqué a rastras de la primera línea tirando de sus cabellos, si lo hubiesen atrapado no lo habrían matado enseguida, se hubiera antes convertido en un juguete, en uno de esas andróminas de burdel.

Mi esgrima era buena y mi baja estatura los desconcertaba si lograba pelear a corta distancia, la espada apuntaba a su vientre, era sólo un amago porque golpeaba de abajo arriba rebanándoles el cuello, los soldados temen perder más sus partes que sus cabezas.

Claudio (1 de 3)


Claudio (1 de 3)

Todo empezó cuando hace unos meses Marco Cornelio Emiliano asaltó con una de sus cuadrillas mi pequeña propiedad de la Liguria que cuidaban dos de mis esclavos. Los mató, se apropió de la casa, de las tierras colindantes y se la ofreció en usufructo a su liberta Calipso, una griega de sólo 16 años que, según cuentan, lo bañaba y lo untaba con aceite cada día.

Emiliano, pariente lejano mío y del cónsul Cinna, es un anciano avieso, amargado por la enfermedad de su esposa y por la muerte de sus dos únicos hijos en los campos de batalla que enfrentaron a Sila y a Mario. Partidario fanático del primero luchó a sus órdenes en aquellas guerras civiles, y luego, cuando impuso su dictadura el “Afortunado”, desempeñó algunas magistraturas que facilitaron al tirano el cumplimiento de sus leyes patricias, la ejecución indiscriminada de sus crímenes y proscripciones y la instauración soberana del terror.

Hasta la usurpación de mi hacienda, Emiliano, había vivido retirado cerca de Nápoles con su esposa enferma postrada en la cama y con sus jóvenes esclavas que le adornaban la casa. Sólo sabía de él por el hijo de Cinna y por algún conocido común que me contaba su deterioro.

Ahora, sorprendentemente, ha querido apropiarse de mi pequeña villa para su liberada Calipso y lo ha hecho sin pagar ningún precio, robándomela con descaro y sin miramientos. En ella la ha instalado para visitarla como si la muchacha fuera su verdadera matrona y no la concubina que es.

Ni la sangre derramada ni el robo le devolverán su juventud, la salud de su esposa, la energía de su miembro ni con ellas a sus hijos muertos.

Yo, sin embargo, Cayo Mario Claudio, sobrino del gran Mario, no perdí ningún hijo en aquellas terribles disputas civiles porque nunca lo tuve, fui siempre soltero y oficialmente célibe a pesar de las presiones constantes que mi gente ejerció para que fundara mi propia casa. Tenían razón, no se posee un verdadero patrimonio si no se es padre. Sufrí, eso sí, el exilio y el despojo de buena parte de los bienes familiares por la mano de esos patricios que creían, y creen todavía, que Roma es solamente suya.

Pero las vidas son a veces extrañamente paralelas, patricio como ellos mi edad es similar a la de Emiliano, soy un anciano y mi existencia solitaria en el campo está tan rodeada como la suya de nada, de paisaje, de recuerdos y de alguna que otra esclava que también me baña y me unta con aceite la piel y el intestino.

A mis años no pido mucho a mis lares, sólo que de vez en cuando permitan a mi falo depositar su leche en la vaina de alguna joven, esa medusa que nos petrifica impidiéndonos pestañear. Les ruego igualmente, y con todo mi fervor, que sigan manteniendo la paz, la claridad de mente y de corazón que creo disfrutar y que el muy estúpido Emiliano acaba de romper.

Yo también tengo, entre mis esclavas, a mi griega preferida, Areté, una mujer nacida cautiva y originaria de Siracusa. La raptaron los piratas que emponzoñaban las costas y que ahora acaba de derrotar Pompeyo enviándolos a todos al fondo del mar.

Antes de llegar a mí, Areté, pasó por varios dueños que sólo la compraban como concubina para revenderla cansados al poco tiempo, terminando, tras muchos intercambios y transacciones, en casa de mi tío Tulio que le dio otra utilidad. Pensó que podía enseñarles el habla de los griegos a mis primos, sus hijos y mis únicos herederos.

Ese hermano de mi madre, Tulio, aunque piadoso, puritano y de moral estricta es un necio y un avaro codicioso que no quiso pagar el precio que vale un verdadero pedagogo, un preceptor formado en alguna Academia helena, cree, el muy simple, que el mero hecho de hablar una lengua te permite enseñarla.

Las lenguas, como las ciudades, poseen sus cloacas y sus acueductos, en ellas hay puentes y muros, cimientos y torres altas como faros, no puedes abandonar nunca la que te vio nacer.

La poca habilidad pedagógica de Areté se añadió también a la escasa inteligencia de mis primos y a su nula predisposición por la cultura, el saber y el buen hablar, esos chicos son unos pobres memos que no piensan más que en gastar sus días en los baños y sus noches en los burdeles.

Pensando que no servía para nada, Tulio me la revendió por poco dinero cuando envió a sus hijos a la milicia, creyó que entre los soldados serían más útiles que en los brazos de las rameras. En eso acertó.

Sea como sea, en casa de mi tío nadie ha necesitado hablar nunca el griego ni el buen latín de nuestros abuelos, y Areté no era tampoco una hembra para mis primos, demasiado altiva, “no queremos reinas en casa, en nuestra familia todos somos republicanos”, señalaban con sarcasmo.

dimecres, 30 de novembre del 2016

Julia (y 2)


Julia (y 2)

Cuenta que ha caminando todo el tiempo y que en un tramo pequeño del trayecto ha contemplado buena parte del mundo, montañas y mares, valles y desiertos, caminos llenos de gente y casas vacías, legiones enteras de reyes y de siervos, benditos, locos y mentirosos, todos en una larga y abigarrada procesión persiguiendo un pesado y cargado carro de heno.

Me ha contado también que, junto con el sol y la luna, las estrellas se han derrumbado y que sacos llenos de diamantes han llovido del cielo dejando el firmamento oscuro y frío. Que en el sueño regresaba a casa con una bolsa llena de monedas de oro, y que allí estábamos esperándolo, los de una orilla y los de la otra, felices y alegres por su retorno, que se casaba conmigo y que todas las mujeres nos llamábamos Julia.

Estaba contento y, al mismo tiempo, triste de vernos porque sabía que su viaje era un pobre y simple sueño.

Sólo me quedan vivos tres hermanos, Severo, el mayor, tullido y loco, Cayo, el mediano, el que ahora ha regresado gracias al viaje en sueños de Vero. Y este último, el pequeño, el que ve los pliegues del tiempo y sus tramas, esa urdimbre que solamente atraviesan sus ojos como si fueran unas agujas, augurios y vestigios de cosas que han ocurrido o que nunca sucederán. Yo vivo en un mundo parecido que tampoco ha llegado a nacer, parece que escriba con un estilete en una tabla de cera caliente y que las letras desaparezcan después de trazarlas, es tierra de muertos y de silencios, de nubes que solamente truenan con las palabras de los que hablan a sus hermanos. Vero lo es, una voz y un ojo, una compañía, un estrépito que persigue la luz.

Me dice que ya sabe lo que debe de saber que no es nada más que lo que de él depende, y me habla de tratos, de promesas y de compromisos, del mal del mundo y de los árboles asesinos, de las ramas que huyen encaramándose hacia el cielo, de las vigas podridas de las casas y de los patios que hay en los palacios blancos, en aquellas playas del Egeo que conoció el Gran Alejandro.

Cuando eran pequeños mis hermanos jugaban con las plumas de los pollos desplumados, las aventaban con las manos y las perseguían soplando, con ellas revoloteaban, saltaban y corrían y jugaban a ser soldados de grandes penachos, todos querían mandar, unos eran centuriones y los otros piratas y las niñas unas diosas que había que robar. Yo soy la reina de Vero y si hubiera nacido me habría parecido a mi padre, a mi abuela o quizás a un esclavo que ya nadie recuerda. En otoño las hojas y el fango llenaban los caminos y en verano el polvo cubría las casas, en invierno se calentaban juntos al lado del fuego y al llegar el calor se bañaban desnudos en la alberca de casa.

La noche es una cueva demasiado grande, no hay ecos ni sombras y está escasamente poblada aunque seamos millones los que deambulemos por ella. No tiene horizonte ni suelo ni su bóveda la aguantan columnas o contrafuertes, es un saco vacío, los ojos de un topo.

Las entrañas de las aves han comido aire y han vomitado vientos, parecen diablos inofensivos o pequeños dioses olímpicos, traviesos y chiflados, pero tienen la sangre caliente, roja y espesa, resbaladiza. Cuando les cortas el cuello sus patas siguen pisando el camino que queda a sus espaldas mientras sus ojos ya pertenecen al mundo de los sueños. Son y no son, como yo, que sólo soy lo que las palabras de Vero me permiten ser, un recuerdo, un vestigio y en su corazón un augurio, estoy llena de aire y de humo, por más que camino no llego a ninguna parte y cada vez estoy más lejos de todo si es que en alguna ocasión estuve cerca de algo.

La verdad de la existencia es la capacidad de soportar el dolor que causa la experiencia del tiempo. En la experiencia del tiempo está la muerte y la muerte es la frontera del mundo y el mundo es lo que hace al caso. Todo lo que hay más allá es todo aquello sobre lo que es mejor guardar silencio. Yo no soy nada ni hago al caso excepto en las palabras de Vero que, tozudas, me retienen en su vida cada vez que rompen el silencio.

Julia (1 de 2)



Julia (1 de 2)

Me llamo Quinta Sempronia Julia y no llegué a salir viva del vientre de mi madre que me parió a medio cocer y a los dos escasos meses de concebirme. Pero en lugar de echarme al basurero, como hacen todos, me incineró con la debida ceremonia igual que si fuera un miembro de pleno derecho de la familia.

En el camino que lleva a casa están depositas mis cenizas, al lado ya de las de ella y de las de mi padre y del resto de mi estirpe muerta. Cada día mi hermano Vero se detiene ante ellas y me susurra unas palabras que son más confidencias que oraciones, conversaciones que rezos.

Cuando está alegre y hablador me cuenta los avatares de la jornada, si el día es apacible o ventoso, si el sol brilla o se esconde detrás de los cirros, si el rayo continúa anticipándose en las tormentas al trueno o si la nieve es tan blanca como las mañanas de invierno.

Hay días, sin embargo, que, nervioso, dibuja pájaros en el suelo con sus dedos, al lado de mi lápida, como si la tierra fuera el cielo y los árboles las nubes que van y vienen.

A veces me canta o sólo me sonríe y en otras, en cambio, ensimismado, me mira y calla.

El mundo es estanco como un río que no para de fluir y que desemboca en sí mismo, pero ocasionalmente se detiene, se hiela y se paraliza, el sol no viaja, la luna desaparece y nada acontece ni yo todavía he muerto ni tampoco he nacido, es entonces cuando Vero escucha callado a los árboles caer y a las rocas estallar. En ese momento nada es lo que es y todo es otra cosa que nadie conoce ni sabe dibujar.

Es el futuro, me dice Vero, es el tiempo, es la muerte y es la vida, son las rosas que no son ninguna rosa, es el miedo al silencio.

Un árbol mató a nuestra madre el día antes de caerle encima y romperle el cuello. Vero, con sólo seis años, lo vio en las entrañas de un ave muerta que no era tampoco ningún ave.

Y nuestro padre murió al poco de nacer Vero, el corazón se le detuvo igual que al abuelo al conocer la noticia de unos hijos muertos en alguna batalla lejana. La abuela sigue viva y cuida de todos nosotros, de los vivos y de los mudos, y le ha pedido a su nieto que haga volver a Cayo, el hermano que nos falta, se fue a la guerra y todavía no ha regresado.

Para ello ha tenido que guisar un águila de acero, cocer en ella una paloma y comerse sus entrañas. La sopa ha sido una fragua y él un pequeño anillo de hierro en el que ha grabado el nombre de Cayo. Habría podido esculpir el mío, si así lo hubiera hecho yo habría nacido y sería ahora su esposa y su madre, su hija y su hermana, todo al mismo tiempo y a la vez, su reina y su amante fiel, esa rosa que no es ninguna rosa, un ser bello, vanidoso y cojo, lisiado y desigual, una piedra preciosa, un nombre de mujer. Ha tenido que elegir entre yo y Cayo y lo ha elegido a él.

Como consecuencia de ello ha estado una semana enfermo y ha tenido un sueño, era también un regreso, una vuelta a casa después de un largo viaje.


Vero (y 2)




Vero (y 2)

Soñé que regresaba a casa después de muchos años, que entregaba a mi familia una bolsa llena de monedas de oro, que vivía con nosotros aquella hermana que nuestra madre abortó, Julia, y que mi padre comandaba, con su característica autoridad y ternura, nuestra pequeña familia.

En el sueño mi madre se llamaba asimismo Julia, igual que la mujer con la que me casé y la hija que me dio. Allí estábamos todos y también mis hermanos, Severo, el mayor, entero y fuerte, y Cayo, el mediano, pródigo y valiente. Y entre todos ellos yo, Quinto Sempronio Vero, el pequeño, feliz y cansado, triste por lo visto en mi largo viaje, apenado y afligido porque sabía que lo que vivía era un simple sueño.

¿Cayo, dónde estás?, ¿Julia, eres mi rosa? Nadie respondía porque sólo podía elegir a uno de ellos. Así lo hice, elegí.

Cuando desperté la fiebre había desaparecido. Con unas cuantas sopas de coles y caldos de pollo me recuperé. Diez días después vimos venir a Cayo caminando por el sendero en el que están enterrados nuestros padres y Julia, esa hermana no nacida, la vía de los cipreses.

El augurio es el indicio de aquello que ocurrirá, en cambio, el vestigio, siendo la señal de algo que ha sucedido, es también el testimonio, el resto a través del cual obtendremos la verdad.

La verdad está siempre abierta a nuestros ojos, no se encuentra oculta en ningún escondrijo como si fuera un simple misterio.

El buche es la bolsa membranosa que comunica la boca con el esófago de las aves, en él se reblandece el alimento gracias a unas piedras tragadas por el animal para tal fin. Se dice también que es el lugar en el que se finge que se guardan los secretos.

Así pues, al abrir el pecho y el buche de las aves, habremos de separar, enumerar y clasificar con minuciosidad las piedras que hallemos en él. Su color, su forma, su peso y su tamaño serán los indicios que nos servirán de puentes para traspasar el río y la niebla que oculta su otra orilla.  

Las piedras, y también todas las demás cosas y seres que encontremos en ese saco, serán un vestigio y un augurio al mismo tiempo, y lo serán porque la verdad no es sólo aquello que ha ocurrido, es también todo lo que tiene que suceder.

Como augur debía de ser fiel a los gestos, memorizarlos para repetirlos con precisión y exactitud. En esa repetición absurda está el secreto, es el ritmo del tambor que, más que la rueca, marca el tiempo. La gente los conocía mejor que yo y me los demandaba como si fueran unos niños que siempre piden que se les cuente igual la misma historia.

Mis padres llevan muertos unos cuantos años, fallecieron hace tiempo, pero todavía conservo a mis hermanos aunque a uno le falte medio cuerpo, al otro medio espíritu y a los tres nos falte Julia.

Sé lo que debo de saber que no es más que aquello que de mí depende pues siempre he creído que el daño del mundo es consecuencia de alguna clase de traición y de promesa no cumplida. En los tratos y en las fidelidades y lealtades rotas nace el rencor y la venganza. Algún día llegará Julia, y si no llega iré yo a buscarla aunque para ello deba de morirme.

Esta mañana he abierto una paloma, blanca y gris, estaba limpia y no opuso resistencia, el hígado era claro y en el cielo no volaban los halcones. Hace calor, se acerca el verano y los niños ya corren desnudos hacia la alberca para bañarse.

Vero (1 de 2)



Vero (1 de 2)

De niño, con apenas seis años, observé a mi madre matar a un pollo, sacarle las entrañas y desplumarlo. Al verlas echadas en el suelo para que se las comieran los perros supe que ella moriría mañana. Mamá, le dije, vas a morir mañana, un árbol te matará. Así fue, al día siguiente una viga podrida de la despensa se le cayó encima y le rompió el cuello.

La incineramos y depositamos en la vía que salía de nuestra hacienda sus cenizas, al lado de las de mi padre y de las de Julia, una hermana que no llegó a nacer. Después, mi abuela Livia me lavó, me untó en aceite y me mantuvo cuatro días con sus cuatro noches sin comer ni beber. Una vez repuesto me entregó al santuario de Júpiter más cercano para mi aprendizaje. Estaba lejos, a varias jornadas de viaje, era un caserón vetusto y ruinoso con un pequeño templo adosado dedicado al dios del Universo, allí me quedé dos años, solo.

Un viejo sacerdote me dijo al llegar: recuerda que la rosa es únicamente la rosa, y que la rosa que conocerás un día te matará en vida sólo si eres digno de morir de tal manera, ¿lo eres?

No supe qué responder, no sabía de qué me estaba hablando.

¡Toma!, el sacerdote me dio una paloma y un cuchillo, ábrela y dime cuándo moriré, me ordenó.

Tenía el hígado muy oscuro y grande y el buche tan lleno que estaba a punto de reventar. Te estás muriendo ya, le respondí, no tardarás y no será por causa de ninguna rosa, añadí desconcertado al ver aquellas vísceras y mis manos ensangrentadas. Al oírme me abofeteó con tanta violencia que me tiró al suelo, me levantó arrepentido, se arrodilló ante mí y me abrazó llorando, desconsolado como si él fuera el niño y yo el sacerdote.

Al cumplir los ocho años me escapé y regresé andando. Al cabo de seis semanas, sucio, cansado y hambriento, llegaba a casa. Durante el viaje unos soldados quisieron tomarme, pero logré esconderme y escapar. Mi abuela me contó que mis dos hermanos se habían alistado en las legiones de Mario y que ahora era yo el padre, el hombre de la casa.

La gente venía y me pedía una adivinación, yo les escuchaba pero no se la daba a cualquiera, por eso tal vez Sila nos perdonó la vida cuando me preguntó por su joven esposa. Sólo responderé por ti, no por ella, le dije, has de saber, añadí, que todavía no es mi hora ni tampoco la tuya, no puedes tocarme. Y no me tocó.

Pasaron los años y vinieron otros generales, murieron más hombres en las guerras y las mujeres siguieron pariendo hijos que me traían para saber, algunas, quién era el padre.

Mi hermano mayor, Severo, sobrevivió a la guerra, pero volvió loco, con a penas medio cuerpo, tullido y roto.

Mi hermano menor, Cayo, no regresó, no supimos nada de él, aunque todas las palomas que sacrifiqué señalaban que estaba vivo y sano.

Vivimos entre muertos, decía la abuela, y tenía razón, ellos no apartan la mirada, su falta de pestañeo es un dedo que señala, tal vez, el origen de todo. Los pichones aunque ven son ciegos como los amantes al final de la cópula. Deberás atrapar un águila para encontrar a tu hermano y traerlo a casa, me dijo. Así lo hice, robé el estandarte de una legión, fundí el metal y con él hirviendo en la olla eché a una perdiz viva dentro. Sus entrañas se cocieron y me las comí. A la noche siguiente la fiebre me postergó en cama una semana entera.

divendres, 18 de novembre del 2016

Pasado mañana (y 3)


Pasado mañana (y 3)

Se considera que es positivo y beneficioso planificar y objetivar nuestros deseos, colocarlos encima de la mesa, uno al lado del otro para evaluarlos, descartar las quimeras y centrarse en aquellos objetivos que nuestras capacidades puedan conseguir, dicen y cuenta de nuevo. Eso debería enseñarse en las escuelas, dicen y cuentan que se cuenta en esas escuelas modernas del saber mandar. En ellas nos explican que todos deberíamos conocer, ya a los seis años, aquello que estaremos haciendo a los treinta. Qué y con quién. Y a los veinte ya debería de estar todo escrito en nuestra agenda y libro de notas, en nuestro diario, en nuestra bitácora o blog particular, hasta el día de nuestra muerte, señalada en rojo.

Pero las cosas pueden fallar, claro. Todos sabemos que eso ocurre, y esos que dicen y cuentan esas cosas también lo saben. Entonces hemos de ser flexibles, resilientes y resistentes, abnegados y persistentes. Obstinados en nuestro afán de ser los dueños de nuestro tiempo, aunque eso signifique dañar a alguien. Nuestro bienestar es la garantía más alta que podemos ofrecer a los que nos aman, cuentan que se dice. Hemos de ser aptos y capaces, estar listos y preparados para ayudarles y servirles, no por nosotros, sino por ellos, cuentan todos esos que dicen eso que se cuenta.

Normalmente los escritores y los poetas hablan del pasado, de la memoria, de las cosas que nos evocan a otras, a otros tiempos y personas, pero aunque al mañana podamos burlarlo, el pasado mañana nos caerá encima como una losa o se elevará como un avión que perderemos inexorablemente. No hay una segunda oportunidad, el tiempo no regresa. No hay que permitirlo, nos aconsejan. Nos persuaden que no debemos dejar de decirnos a nosotros mismos qué es lo que queremos y necesitamos, mirándonos en un espejo, escribiéndolo en un papel y además, eso es lo más importante, declamándolo en público, frente a nuestros compañeros de aula, amigos y familiares, como los alcohólicos que al saludarte y presentarse con su nombre y apellidos añaden también su condición de dependencia alcohólica y su voluntad de derrotarla. Como aquellos viejos comités de los partidos comunistas y sus confesiones públicas, delante de todos se aliviaban de sus errores y faltas, y manifestaban también su deseo explícito de enmienda.

“Hola, me llamo José, tengo 40 años, trabajo en el departamento de olvidos y pérdidas de un empresa de transporte. Estoy divorciado y tengo dos hijos, Luis y Luisa, gemelos de ocho años que viven con su madre. Yo vivo solo y soy idiota, pero según parece todavía nadie se ha dado cuenta de ello”.

Al menos la Iglesia Católica siempre supo que las culpas hay que confesarlas en privado y en secreto, pero aquello eran otros tiempos.

“…me parece que no me estás escuchando, mírame, te estoy hablando, recuerda que nunca te he faltado al respeto, ¿por qué miras esa ventana?, ¿qué sucede ahí fuera que te interesa tanto?

¿Ahí fuera?

Ahí fuera estoy yo,” bailando solo una música que no suena. Unas ancianas me miran, dos sorprendidas, otras tres asustadas y cuatro más sonrientes al oír esa música silenciosa y acompañar mis pasos de baile estrafalario con un leve movimiento de pies. Pronto lloverá, agua que no maná, y yo seguiré con mi danza sorda y saltarina para ir lentamente quedándome parado, inmóvil mientras sigo bailando quieto. Pasmarote, tente tieso, bibelot parado, títere  mustio y santo meditador. Seré tu manto, seré tu piedra, seré tu palo y tu dulce flor.”

Pasado mañana me diré a mí mismo que ayer, incluso que anteayer, ya estaba tomada mi decisión de no ir, de no acompañarla a tomar ese avión. Le diré que se las arregle como pueda y que le cuente al taxista, al aviador, al piloto, al compañero de sillón o al taxidermista, sus cuentos y sus cuentas que nunca suman dos y que nunca llegan a diez.

No debe sorprenderse, ella ya sabe que siempre bordeamos el milagro al igual que la tragedia. Eso siempre es un misterio que está escondido dentro del tiempo.

Yo no sé que puede ser, no estoy muy seguro qué significa exactamente, sospecho qué es, pero sé también que es algo que no se puede nombrar, no hay boca que sea capaz ni tampoco ningún cerebro competente que lo pueda imaginar, edificar y erigir. Nadie puede decir tal palabra en voz alta para que todos la oigan, no es posible, no puede ser, hay que morir ocho veces y media, creo, para tener tal potestad, y ni siquiera Dios ha muerto tantas.


Pasado mañana (2 de 3)



Pasado mañana (2 de 3)

Tampoco nos miraremos. En cambio observaremos, sin prestarles atención, a los demás pasajeros, su ir y venir, los grandes ventanales del aeropuerto y sus puertas de cristal, las muchachas que limpian arrastrando sus cubos y palos. Media hora escasa y después me acompañarás hasta el control de policía, esperarás conmigo en la fila, cuando llegue mi turno nos daremos un seco beso en los labios, pasaré por el detector de metales y mi portafolio, que ya me habrás devuelto, y mis cosas de metal se introducirán en el tubo ése de rayos. Las recogeré, tú todavía permanecerás allí, observando los trámites desde el otro lado, recuperaré mis cosas depositadas en esa bandeja, mi reloj, mi móvil, las llaves de mi nueva casa y una policía me registrará haciéndome levantar los brazos. Al terminar, recolocaré y alisaré mi blusa y mi falda y su cinturón ancho de cuero marrón, y me giraré hacía ti para dedicarte mi última sonrisa y decirte de nuevo adiós, esta vez con mi mano derecha, o la izquierda, no sé, aquella en la que llevaba los anillos y las pulseras que me regalaste y que ya hace tiempo me quité. Serán dos escasos segundos, encararé el pasillo dándote la espalda y me iré. Tú me verás marchar hasta perderme del todo de vista detrás de alguna columna, o medio tapada y desaparecida entre un grupo de turistas desorientados. Eso será lo último que verás de mí, unas manchas de color, la de mi vestido rojo y la de mi cabello negro a lo lejos. A partir de ese momento estarás completamente solo contigo mismo y deberás enfrentarte a tu voluntad y a tu deseo. Te aconsejo que mates al segundo, te lo digo por tu bien. Debes construirte un nuevo futuro sin mí y también un nuevo pasado sin mí. No debes romper ninguna foto, ni olvidar nada, no es necesario, solamente has de… me parece que no me estás escuchando, mírame, te estoy hablando, recuerda que nunca te he faltado al respeto, ¿qué miras por esa ventana?, ¿qué sucede ahí fuera que te interesa tanto?

¿Ahí fuera?

Ahí fuera estoy yo, desnudo, bañándome con la luz de poniente y la de levante. Con el mar bajo mis pies y la tierra después. Luego el fondo, el suelo, y tras la nubes, el cielo.


Pasado mañana se irá. Quiere que la acompañe al aeropuerto, pretende con ello elaborar alguna clase de terapia, una de esas dramatizaciones que intentan ser mágicas y con eso efectivas. Ella le llama a eso la liturgia del adiós, no para de hablar de lo mismo. Parece uno de esos deportistas de élite repitiéndose sin cesar que va a ganar el próximo partido. Ella dice que lo hace por mí, yo soy el referente y el objetivo y ella la doctora. Algunos lo llaman “visualizar” el devenir, dicen que eso hacen los grandes líderes y parece ser que es eso lo que se enseña en esas disciplinas modernas de jefatura y liderazgo. Los profesores les preguntan a bocajarro a los alumnos que les cuenten qué estarán haciendo de aquí a diez años y ellos, sin tiempo de pensarlo, les responden lo primero que les sale de la cabeza. Deben contar algo positivo, claro, demostrar que dominan sus sueños, que son sus propios dueños. Que el futuro está para servirles. No importa que luego nada de eso se cumpla, de lo que se trata es de mostrar seguridad, decisión, coraje, valentía y capacidad para planificar el tiempo que se aproxima y desdeñar el que se aleja. Aprovechar las experiencias para seguir adelante, dicen y cuentan. 

dijous, 17 de novembre del 2016

Pasado mañana (1 de 3)



Pasado Mañana (1 de 3)


Pasado mañana se va y me ha pedido que la acompañe al aeropuerto, que la lleve en mi automóvil y que la ayude con las maletas.

Le he dicho que sí, naturalmente. Pero todavía queda mucho tiempo hasta pasado mañana. Todo lo que resta de hoy, mañana entero, con sus veinticuatro horas incluidas y sus más de mil minutos, y cerca de diez horas más de pasado mañana hasta que la vea desaparecer por la puerta de embarque. Su avión sale cinco minutos después del mediodía. A esta ahora, en el preciso momento en que el aparato se eleve, yo ya estaré de regreso, instalado de nuevo en mi despacho con mis cosas y mis próximos mañanas y pasado mañanas. Pero aún faltan muchas horas para eso y es posible que me desdiga de mi compromiso y ella deba irse sola, en un taxi y cargar con sus flacos brazos esos fardos de maletas que parecen estar llenas de oro, pero que no transportan nada más que chismes, ropa, cremas y algún que otro triste y apolillado recuerdo, fotografías, joyas, libros y cosas así. Medio regalos, obsequios, objetos sin más, obtenidos en momentos llenos de alegría, tristeza y emoción, y que uno desea perpetuar y que se conviertan en símbolos, que alberguen y conserven instantes que solamente vivirán hasta que otros ocupen su lugar.

Han sido cuatro años conviviendo juntos y ella afirma convencida que el último ha sobrado, que nos lo hubiéramos podido ahorrar. Seguramente tiene razón, las cosas son así, pero yo daría cuatro años más de mi vida por volver a vivir cuatro años más con ella. Se lo he dicho, tal cual, usando esa hipérbole olímpica del cuatrienio. Me ha mirado y ha sonreído condescendiente. Sí, lo sé, me ha respondido, sé que todavía me quieres y me duele. Pero tus sentimientos ya no son asunto mío, no dependen de mí, ha continuado. Ahora debes enfrentarte a tu recta, y ya sé que escasa, voluntad. Amarme o no, depende de ti, es tu responsabilidad. No me mires así, ¿por qué crees que te pido que me acompañes?, me ha preguntado al final.


Debes venir, ha dicho señalándome con el dedo, cargar con las maletas, conducir tu automóvil hasta el aeropuerto, dejarme en la puerta más cercana a los mostradores de mi compañía aérea. Luego deberás ir a estacionar el coche en uno de esos miles de cubículos que hay para aparcar. Regresar después andando a por mí, aprovechando las cintas transportadoras. Buscar una carretilla, cargar en ellas las maletas, pero sin soltar de tu mano mi portafolio donde tengo mis cosas más importantes. Ir hasta el mostrador adecuado, hacer para mí el correspondiente embarque, y toda la facturación, pagar el sobrante de peso y cuando ya estemos listos y sin bártulos encima, me invitarás a un café. Lo tomaremos sin decir nada pues ya nada tenemos que decirnos. La conversación que liquidó nuestro compromiso fue rápida, casi telegráfica, apenas cuatro escasas palabras y un adiós seguido de nuestros nombres. Somos personas civilizadas, dijo.

dissabte, 12 de novembre del 2016

Mañana (y 3)

Trent Parke


Mañana (y 3)

El sargento de la Confederación llamado Ethan, dice:

“El indio, tanto cuando ataca como cuando huye, es inconstante, abandona pronto, no puede imaginar que alguien persiga algo sin descanso”.

La cuestión es, y no es un dilema baladí, que a estas alturas de mi vida todavía no sé si soy el comanche que huye o el rostro pálido que lo persigue, de verdad que no lo sé.

Y mucho menos en estos días que me llaman desde América unas voces educadas que me reclaman una deuda.

Las deudas hay que pagarlas y mi vida de estos últimos años demuestra que así lo creo y así lo he hecho. Da igual si es mucha o poca, si es con un amigo o con una de las poderosas multinacionales que rigen medio mundo y que me dicen, con su salmodia medio caribeña y medio andina, que he de pagar mañana sin falta. Pero mañana es imposible y además no puede ser.

Los comanches fueron los primeros caballistas de las grandes llanuras de Norteamérica, ellos, junto con los pueblos  campesinos del Missouri, dieron lugar al nacimiento de lo que se ha conocido más tarde como “Cultura de las llanuras”.

Los comanches, al igual que los utes y los descamisados shoshones, hablan, y casi podemos afirmar que hablaban, una lengua del tronco llamado “uto azteca”, la misma que usaban aquellos que, recién llegados, esclavizaron como lo hacen los bárbaros, los ladrones y los salvajes, a todo México central. Pero Cortés los redimió y los elevó al altar del mito al convertirlos en víctimas cuando no lo eran.

Cortés llegó con dos compañeros, cuatro armaduras, media docena de caballos, una amante nativa que le servía de traductora e intérprete y unos cuantos miles de esclavos que  tenían unas ganas enormes de cortarles la cabeza a sus dueños hasta aquel momento, los afamados aztecas. Esa, como muchas otras, es también una historia de venganzas.

Pero pagar una deuda es todo lo contrario, no tiene nada que ver con una venganza y sí con la justicia y la rectitud. Y nunca, nunca con el resentimiento.

Esas son cuestiones muy difíciles de discernir. En México, precisamente, a The Searchers, se la tituló Más corazón que odio, dando a entender que la persistencia en perseguir a aquellos comanches secuestradores nacía de un concepto profundo de justicia y restitución, no de odio, inquina o triste y mezquino rencor. Pero no solamente eso.

Cuando Ethan por fin, después de muchos años, encuentra y libera a su sobrina Deborah, simbólicamente halla también a su propia familia, aquella que él perdió del mismo modo cuando era un niño. Al rescatarla de los comanches salva igualmente a los suyos, masacrados en otro tiempo y de un modo muy parecido por otros indios. Así pues no puede olvidar a esa niña, Debbie, la hija reconocida de su hermano asesinado, no puede dejar que se la lleve el tiempo y seguir viviendo sin pasado.

Ethan tiene que ser fiel a su infancia y dedicar toda su vida a salvaguardarla y a reconstruirla, y, si es necesario, descender a los infiernos. Debe hacerlo si cree que allí se encuentra o piensa que la perdió tras alguna loma, después de una curva o en el fondo de alguna cañada seca.

Pero Ethan tiene un secreto que no forma parte de esa infancia que quiere recuperar a través de una niña secuestrada, Debbie es en realidad su hija y Marta, su cuñada, el amor de su vida a la que mataron los comanches junto a su esposo y hermano de Ethan que no sabía nada de esa relación, o si la conocía callaba.

Una vez la encuentre y la restituya se irá. Será entonces un hombre triste, profundamente inmerso en una pena que no tiene nombre, pero será una tristeza gloriosa y alegre.

¿Qué significa una tristeza gloriosa y alegre?


No estoy muy seguro, sospecho qué es, pero sé también que es algo que no se puede nombrar, no hay boca que sea capaz ni tampoco ningún cerebro competente que la pueda imaginar, edificar y erigir. Nadie puede decir tal palabra en voz alta para que todos la oigan, no es posible, no puede ser, hay que morir ocho veces y media, creo, para tener tal potestad, y ni siquiera Dios ha muerto tantas.