El peletero enano
El peletero enano aprendió el oficio de cortar y coser en la
guerra como ayudante del sastre militar recortando las mangas y las perneras de
los mutilados. Acabada la contienda, la habilidad que pronto demostró en vestir
las malformaciones y en conseguir que los trajes y las pieles cayeran impecables
a pesar de las jorobas, le convirtieron en un maestro cotizado. Especialista en
vestir enanos como él, deformes, tullidos y minusválidos en general, era un
artesano apreciado entre toda su clientela de freaks, pero también lo alejaba
definitivamente del supremo ideal que para él representaba Balenciaga, la cima
definitiva en el arte del vestir.
El enano estaba enamorado de Marita Antonescu, rumana y enana
también como él. Ambos se habían conocido en París, donde ella regentaba un prostíbulo. Y hasta este mismísimo burdel
había ido él a entregarle su vestido de novia el día de su boda. Ella se había
empeñado en que la cola estuviera toda ella ribeteada de visón blanco. El enano
no estaba muy conforme. Querida Marita, le decía, la piel es ostentosa y tú
eres pequeña y tan escueta que se te puede ver con un solo ojo, hazme caso, el
barroco no te sienta bien. Querido, le respondía ella, tienes alma de
sacerdote, tú ponme el visón, el resto es asunto mío.
No sabemos cual de los dos fue primero cliente de quién, pero
fuera como fuese su amistad permaneció fiel y sólida el resto de sus vidas a
pesar del amor no correspondido que él sentía por ella.
Marita, de quien estaba enamorada era de Rafael Santa María,
gitano de tan larga cabellera negra que aparte de convertirle en un guerrero
apache también hacía de él el gitano más elegante de todo París. Rafael,
apodado “El Virgencita”, era un gitano originario de la calle de la Cera de Barcelona.
El guapo Virgencita no era enano, pero su pierna izquierda medía cinco
centímetros menos que la derecha, obstáculo definitivo que le impidió
convertirse siquiera en un mal bailaor, relegándole a su pesar al difícil
aunque menos valorado arte de palmero. Alto,
guapo y hermoso, vestido siempre de
negro, con armilla y camisa blanca desabrochada, nunca usaba corbata,
en su lugar, pañuelos de seda de colores chillones anudados siempre con un descuido
perfectamente cuidado. En invierno, sus abrigos negros de cachemir todos con cuellos de piel que el enano le confeccionaba, astracanes varoniles, rusos o afganos, visones americanos, negros o
pasteles. Su estampa era magnífica siempre y cuando no miraras su pie
izquierdo, pero aun así, su ligero andar cojo le confería un atractivo especial
de héroe herido. Naturalmente las mujeres nunca le dijeron que no a nada.
Los niños se extrañan que una persona mayor no sea más alta que
ellos. Para los niños los enanos son seres fantásticos, y tal vez para los
adultos también. El peletero enano siempre ponía nerviosos a los demás, incluso
sus amigos le miraban con precaución y a
veces con excesivo respeto. Excepto Marita, que lo veía exclusivamente
como a un igual.
Ser una prostituta enana, guapa, relativamente bien proporcionada
y con unos pechos generosos incluso para una mujer de estatura normal, era
alguien que debía despertar los resortes más profundos de muchísimos hombres.
Al menos así lo confirmaba el éxito de Marita y la magnífica situación
económica que disfrutaba. Experta en hombres y también en mujeres, conocía la
gran diferencia que existe entre lo que la gente cree, lo que la gente sabe, lo
que la gente dice y lo que la gente hace, y lo sabía porque ella formaba parte
de lo que la gente quiere, estaba en el centro, encima o debajo, pero en el
centro.
Desde este privilegiado lugar miraba el mundo y aunque era muy
bajita también era muy orgullosa, nunca levantaba la vista, su horizonte eran
más las entrepiernas que las caras.
Y eso fue así hasta que conoció a Rafael Santa María, a él sí le
miró a los ojos y casi se desnuca al levantar la cabeza. Así se pasó el resto
de su vida, mirando el cielo y a su oscuro y tullido arcángel Rafael.
Se casaron en la
Catedral de Notre-Damme, más como homenaje al jorobado Quasimodo
que por el bello templo. Ella, con su cola ribeteada de visón blanco. Él, con
un traje de seda negro y un pañuelo
color sangre al cuello.
Desde la última fila el enano peletero les miraba con lágrimas en
los ojos.
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