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dimarts, 7 de febrer del 2017

Sufrimiento fetal (1 de 9)

Philip Lorca di Corcia


Sufrimiento fetal (1 de 9).

9 de noviembre

Hoy es el aniversario de Isabel, mi hija. Cumple 12 años.

Recuerdo que los dolores del parto empezaron a media tarde, cerca de las seis o algo así. Yo me encontraba en la redacción del periódico, casi no podía ver los papeles que tenía encima de la mesa y debajo de mi enorme barriga. Era la semana exacta, Isabel llegaba puntual, mi primer hijo, una hembra. Rompí aguas allí en medio, temblando y asustada, sin poder controlarme. Dos compañeras se apresuraron a llevarme al hospital. El mismo director de la sección de economía en la que trabajaba, y todavía trabajo, se encargó de llamar a Luis, mi marido. Tenía prisa por que saliera de la oficina, no fuera que la llenara de sangre y líquido fetal.

Me puse de parto nada más llegar. Fue difícil y trabajado, la niña pesaba más de cuatro kilos, parecía tener 12 en lugar de los 9 meses. El médico no quiso hacerme cesárea, decía que yo podía sacar aquella cosa de mi vientre por mí misma. Me gritaba con malos modos que empujara, irritado por tener que decírmelo y enfadado con alguien que sin duda no era yo. Yo lo intentaba, de verdad que lo intentaba, pero me desgarraba entera. El dolor era fiero, insoportable, casi tanto como mi miedo de madre primeriza, como mi angustia ante todo lo que ignoraba, ante ese futuro que también pariría junto con mi hija. El médico insistía con el mismo tono brusco, maleducado e impaciente. “Empuja, empuja”. ¿Empujar?, ¿empujar qué? Hubo sufrimiento fetal y la niña estuvo a punto de ahogarse en sus primeras heces, en eso que se llama “meconio”. Cuando se dieron cuenta me abrieron aprisa y corriendo, casi sin contemplaciones, para sacarla de aquel pozo negro que era mi vientre.

A Luis no lo localizaron hasta pasadas las dos de la madrugada, no estaba en la oficina ni en ningún lugar conocido. Llegó cuando todo había finalizado, tenía mala cara. Él fue quien se encargó de llamar a mis padres, que llegaron también en plena noche. Mi madre estuvo tan ocupada riñéndome por no haberla avisado antes que ni siquiera miró a la niña. A todos les importaba más la abuela que la madre o la nieta. Parte del personal del hospital la conocía, había trabajado allí, y no quería parecer una abuela despreocupada llegando tan tarde. Me hizo quitar la calefacción, dijo que se ahogaba, no preguntó si yo tenía frío.

Mi boca estaba reseca, los labios agrietados y los dientes doloridos de no poder morder nada. Toda yo lo estaba, reseca, agrietada y dolorida. Y preferí callar.

Por la mañana se hallaban todos muy cansados, así que se fueron a dormir y yo me quedé durante horas sola con Isabel. A ratos la miraba acostada en su cuna, junto a mi cama, y no sabía cuál de las dos estaba más indefensa, si ella o yo. No regresaron hasta muy tarde. Se pelearon por quedarse conmigo aquella segunda noche, mi padre me miraba en silencio. Los eché a todos de allí.

La niña parecía un cerdito, la verdad es que lo pensé, me dije “mira, has parido un gorrino”.

A la niña no la podía echar. Lástima, pensé.

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Amor mío, sabes muy bien que hasta ahora nadie me ha impedido nunca nada. He sido siempre aquello que he querido ser, una mujer libre y comprometida. Y pienso seguir siéndolo. Una mujer cabal y responsable, fiel y leal a los míos, no los decepcionaré nunca, no podría, aunque, la verdad, no sé exactamente quiénes son los míos, ¿mi marido, mis hijos, mi familia?, ¿tú?

Estoy cansada de que la realidad me doblegue; si me obliga seré yo ahora quien la someta a ella cuando me apetezca, quien la tuerza, quien la manipule, haré lo que me plazca. Soy un ser libre, por eso mis ojos prestan atención a mi alma, sea eso lo qué demonios sea. Por eso miro y observo el horizonte, por eso me enamoro de los árboles. Por eso me he enamorado de ti y por eso te veo cuando te miro, cuando te modulo como si fueras una pieza de alfarería.

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