Día cuatro. Hablamos de la vejez y de las cosas que le ha
enseñado su marido.
- ¿Dos semanas?, ¿por qué
tan poco?, ¿son las que te quedan de vida?, ¿te lo ha dicho tu médico?, ¿te
estás muriendo?
- Sabes ser sarcástica, ¿te lo ha enseñado tu marido?
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Duras no habla de vejez y
deterioro, él es todavía un hombre joven y sano, pero Colette sí lo hace.
La protagonista femenina
de Colette, Léa, es consciente, aunque todavía no llega a los cincuenta, del
fin de su tiempo en el quebranto de su propio cuerpo.
Con descaro afirma que no
desea flores marchitas, elogiando sin pudor la juventud y la belleza de su
amante, Chérie, al que debe dejar marchar por una convención rara, el
matrimonio. Hasta donde pueda seguirá buscando esa fragancia y la vana
esperanza que la juventud proporciona.
En ella, en la juventud,
coexisten mezcladas de una manera desordenada la voluptuosidad y una sublime
sobriedad que muy pocos saben percibir, conocer y soportar, yo no lo he
conseguido jamás, el placer, como el dolor, me vence y me derrota, y aunque no
logro comprender, como hace Léa, la pasión amorosa fuera del sin sentido que
toda pasión tiene, quiero pensar de mí mismo que no temo a la exaltación, ni al
arrebato del sexo, ni tampoco a la locura del corazón. Pero ahora, ya no sé qué
pensar, incluso el sexo me interesa poco. Tal vez recele del amor que necesita
de tantos apoyos frágiles y fugaces.
Me recuerda un viejo
poema de Yeats del que no logro nunca extraer su significado más profundo, es
el poema nº IX titulado Una última
confesión de Una joven y vieja mujer (1).
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- No tienes ni idea de lo que me ha enseñado mi marido.
- Es verdad, yo no sé
nada de ti, desconozco lo que los demás te han dado y has guardado de ellos,
solamente sé lo que no has aprendido de mí, por eso te pregunto con qué pagas y
qué compras.
- ¿Qué quiero comprar con
mi cuerpo?, insistes. Tiempo, palabras que lo paren, no hay nada más en el
mundo que merezca ser comprado, así que esperaré.
- ¿Palabras?, deberías
seguir buscando afecto, cariño o compañía, como hacías entonces. Todos
necesitamos, yo también, ahuyentar la soledad, y el sexo es un buen sucedáneo
de lo contrario. Igual que el miedo, la soledad siempre regresa. ¿Por qué
llorabas después? ¿Por qué te llevabas a la cama a muchachos desamparados?
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