Día seis. ¿Su joven amante la reconocerá de entre los
muertos?
Aunque terminamos siendo
amantes de nuevo, como en otras muchas ocasiones, la conversación anterior no
existió ni tuvo nunca lugar, es un puro invento mío para imaginar que ella me
amaba y fantasear con su deseo de mí. Quería pensar que seguía buscando la rosa
que un día le entregué cuando se acostó en mi cama por primera vez. Y que ya se
había olvidado de aquellos muchachos desamparados que consolaba tan
gratuitamente.
En cambio, el final sí
fue el que mordazmente anticipó mi joven amiga, y que describo a mi manera en
ese diálogo tan teatral y melodramático.
Me quedaba ya poco tiempo
de vida, mi rosa había muerto.
También era cierto que
nos llevábamos veinticinco años, que ella todavía no había cumplido los treinta
y tres y que yo me acercaba peligrosamente a los sesenta.
Estaba casada y a su
marido le contaba pocas cosas de su vida.
Otro hecho verdadero es
que me pidió prestado el libro de la
Duras y que nos habíamos conocido quince años atrás, en
Grecia, cuando ella solamente tenía dieciocho, en uno de mis viajes y en una
cama estrecha.
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- ¿Qué no entiendes del
poema de Yeats?- me preguntó un día.
- No comprendo qué
pretende decir la mujer cuando exclama que: “Mas cuando esta alma del cuerpo se despoje, y
desnuda vaya a lo desnudo, aquél a quien halló encontrará allí dentro lo que
ningún otro conoce, y dará lo suyo y tomará lo suyo y regirá por derecho
propio; y aunque amó en el dolor, tanto se aferra y se cierra, que ningún ave
diurna osará extinguir tal deleite”. ¿Qué entiendes tú?
-
Que su joven amante la reconocerá de entre los muertos, y que esta vez no la
dejará partir ni nadie se atreverá a interrumpir la unión.
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No es excusa para ninguno
de los dos afirmar que parecía mayor de lo que era y que a mí todos me hacían
más joven, quince días más joven para ser exactos. De todas maneras tampoco hay
que pedir disculpas, nadie cometió ningún crimen, los dos nos comportamos como
las personas adultas que en realidad éramos aunque ella tuviera dieciocho años
y yo solamente cuarenta y tres.
Que ambos nos cayéramos
de la cama en repetidas ocasiones fue debido solamente a su estrechez y a eso
que llaman pasión erótica, fogosidad que no presta la atención debida al tamaño
de los lechos y que rebosa como un vaso cuando se agita.
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