Día once. Mi enfermera.
Hoy la enfermera me ha
lavado como si fuera un bebé.
Mientras me enjabonaba le
he hablado de las mentiras que contaba Stendhal y que tan dulcemente nos narró
Stefan Zweig en la biografía que escribió de él.
Me ha sorprendido
alegremente descubrir que había leído el libro y que sabía de memoria la obra
de ambos.
Hemos tenido una ligera
aunque muy interesante conversación literaria que me ha permitido ahuyentar la
vergüenza que ya no me queda, pero que deseo pensar que aún conservo.
Le he confesado a mi
enfermera que me gustaba encontrar su sexo tan húmedo como su boca en aquella
escalera que no subía ni bajaba, y al oírme me ha sonreído.
“Estése quieto”, me ha
reñido hablándome de usted, “que se va a caer de la cama”.
Le he contado también las
mentiras de mi joven amante. Todas las que he podido inventar, incluso las
ciertas.
Se me ha quedado mirando,
escuchando atenta la narración de cada una de ellas.
- ¿Cuándo se dio cuenta
de que mentía?- me ha preguntado.
- Siempre lo supe, desde
el primer día -le he respondido con firmeza y muy seguro de mí.
- ¿Cómo se sabe cuando
alguien miente?
- La respuesta a esa
pregunta tiene un precio que tú todavía no puedes pagar -le he soltado como si
tal cosa.
Al oírme ha abierto los
ojos, sorprendida y algo ofendida.
- ¿Por qué no?
Me he callado y he
ladeado la cabeza hacia la ventana por la que entraba la luz de un día
radiante. Ha sido como una bofetada.
- Dígame- ha insistido -¿Por qué no puedo pagar ese precio?
- ¿Sabes preparar
trampas? -le he preguntado sin mirarla.
- ¿Qué?, ¿trampas?, ¿de
qué me está hablando?
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