Día doce. He vuelto a mentir.
He de confesar que ella
no era ninguna muchacha, no era esa mujer que he descrito mucho más joven que
yo, casi una niña.
He mentido.
Veinticinco años son
muchos, demasiados, he exagerado, nunca sé contar el tiempo que pasa y me
confundo, tal vez nos separaban solamente quince semanas.
Quizás fueron quince días,
todos los que no compartimos.
Es posible que fuera ella
la mayor y yo el alumno adolescente que asustado aprendió en su cuerpo un par
de cosas.
Dos nada más.
Una es que no hay nada
que aprender y la otra que no hay que revelar ese conocimiento jamás.
- Respóndame, ¿a qué se refiere cuando habla de trampas?- me ha pedido de
nuevo mi enfermera con tono autoritario.
Entonces me he puesto a
llorar.
Al verme, la pobre
muchacha se ha turbado y no ha sabido qué debía hacer ni cómo comportarse.
Después de un buen rato
sollozando se ha sentado a mi lado, en el borde de la cama, y me ha tomado una
mano. “¿Por qué llora?”, me ha preguntado.
- Creo que Vincent murió
hace tiempo -le he respondido -y la habitación de Arlés debe de estar vacía y
abandonada, ya nadie pinta girasoles ni sillas de madera clara en ella.
Cuentan que todo aquello
que no se puede pintar de memoria no se puede pintar y yo dudo entre recuerdo y
reconocimiento, no consigo saber si de verdad logro pasar del segundo al primero,
del recuerdo al reconocimiento.
“¿Se puede vivir sin pintar?”,
le pregunté un día a Van Gogh. “Por supuesto que no”, me respondió, “al menos
no con dignidad. Hablamos de vivir, no de sobrevivir, ¿verdad?”, me preguntó a
su vez.
- ¿En qué consiste la
pintura?, Vincent.
- En elegir.
- ¿El qué?
- El color.
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