"WHAT YOU SEE IS WHAT YOU GET"

dimecres, 30 de novembre del 2016

Julia (y 2)


Julia (y 2)

Cuenta que ha caminando todo el tiempo y que en un tramo pequeño del trayecto ha contemplado buena parte del mundo, montañas y mares, valles y desiertos, caminos llenos de gente y casas vacías, legiones enteras de reyes y de siervos, benditos, locos y mentirosos, todos en una larga y abigarrada procesión persiguiendo un pesado y cargado carro de heno.

Me ha contado también que, junto con el sol y la luna, las estrellas se han derrumbado y que sacos llenos de diamantes han llovido del cielo dejando el firmamento oscuro y frío. Que en el sueño regresaba a casa con una bolsa llena de monedas de oro, y que allí estábamos esperándolo, los de una orilla y los de la otra, felices y alegres por su retorno, que se casaba conmigo y que todas las mujeres nos llamábamos Julia.

Estaba contento y, al mismo tiempo, triste de vernos porque sabía que su viaje era un pobre y simple sueño.

Sólo me quedan vivos tres hermanos, Severo, el mayor, tullido y loco, Cayo, el mediano, el que ahora ha regresado gracias al viaje en sueños de Vero. Y este último, el pequeño, el que ve los pliegues del tiempo y sus tramas, esa urdimbre que solamente atraviesan sus ojos como si fueran unas agujas, augurios y vestigios de cosas que han ocurrido o que nunca sucederán. Yo vivo en un mundo parecido que tampoco ha llegado a nacer, parece que escriba con un estilete en una tabla de cera caliente y que las letras desaparezcan después de trazarlas, es tierra de muertos y de silencios, de nubes que solamente truenan con las palabras de los que hablan a sus hermanos. Vero lo es, una voz y un ojo, una compañía, un estrépito que persigue la luz.

Me dice que ya sabe lo que debe de saber que no es nada más que lo que de él depende, y me habla de tratos, de promesas y de compromisos, del mal del mundo y de los árboles asesinos, de las ramas que huyen encaramándose hacia el cielo, de las vigas podridas de las casas y de los patios que hay en los palacios blancos, en aquellas playas del Egeo que conoció el Gran Alejandro.

Cuando eran pequeños mis hermanos jugaban con las plumas de los pollos desplumados, las aventaban con las manos y las perseguían soplando, con ellas revoloteaban, saltaban y corrían y jugaban a ser soldados de grandes penachos, todos querían mandar, unos eran centuriones y los otros piratas y las niñas unas diosas que había que robar. Yo soy la reina de Vero y si hubiera nacido me habría parecido a mi padre, a mi abuela o quizás a un esclavo que ya nadie recuerda. En otoño las hojas y el fango llenaban los caminos y en verano el polvo cubría las casas, en invierno se calentaban juntos al lado del fuego y al llegar el calor se bañaban desnudos en la alberca de casa.

La noche es una cueva demasiado grande, no hay ecos ni sombras y está escasamente poblada aunque seamos millones los que deambulemos por ella. No tiene horizonte ni suelo ni su bóveda la aguantan columnas o contrafuertes, es un saco vacío, los ojos de un topo.

Las entrañas de las aves han comido aire y han vomitado vientos, parecen diablos inofensivos o pequeños dioses olímpicos, traviesos y chiflados, pero tienen la sangre caliente, roja y espesa, resbaladiza. Cuando les cortas el cuello sus patas siguen pisando el camino que queda a sus espaldas mientras sus ojos ya pertenecen al mundo de los sueños. Son y no son, como yo, que sólo soy lo que las palabras de Vero me permiten ser, un recuerdo, un vestigio y en su corazón un augurio, estoy llena de aire y de humo, por más que camino no llego a ninguna parte y cada vez estoy más lejos de todo si es que en alguna ocasión estuve cerca de algo.

La verdad de la existencia es la capacidad de soportar el dolor que causa la experiencia del tiempo. En la experiencia del tiempo está la muerte y la muerte es la frontera del mundo y el mundo es lo que hace al caso. Todo lo que hay más allá es todo aquello sobre lo que es mejor guardar silencio. Yo no soy nada ni hago al caso excepto en las palabras de Vero que, tozudas, me retienen en su vida cada vez que rompen el silencio.

Julia (1 de 2)



Julia (1 de 2)

Me llamo Quinta Sempronia Julia y no llegué a salir viva del vientre de mi madre que me parió a medio cocer y a los dos escasos meses de concebirme. Pero en lugar de echarme al basurero, como hacen todos, me incineró con la debida ceremonia igual que si fuera un miembro de pleno derecho de la familia.

En el camino que lleva a casa están depositas mis cenizas, al lado ya de las de ella y de las de mi padre y del resto de mi estirpe muerta. Cada día mi hermano Vero se detiene ante ellas y me susurra unas palabras que son más confidencias que oraciones, conversaciones que rezos.

Cuando está alegre y hablador me cuenta los avatares de la jornada, si el día es apacible o ventoso, si el sol brilla o se esconde detrás de los cirros, si el rayo continúa anticipándose en las tormentas al trueno o si la nieve es tan blanca como las mañanas de invierno.

Hay días, sin embargo, que, nervioso, dibuja pájaros en el suelo con sus dedos, al lado de mi lápida, como si la tierra fuera el cielo y los árboles las nubes que van y vienen.

A veces me canta o sólo me sonríe y en otras, en cambio, ensimismado, me mira y calla.

El mundo es estanco como un río que no para de fluir y que desemboca en sí mismo, pero ocasionalmente se detiene, se hiela y se paraliza, el sol no viaja, la luna desaparece y nada acontece ni yo todavía he muerto ni tampoco he nacido, es entonces cuando Vero escucha callado a los árboles caer y a las rocas estallar. En ese momento nada es lo que es y todo es otra cosa que nadie conoce ni sabe dibujar.

Es el futuro, me dice Vero, es el tiempo, es la muerte y es la vida, son las rosas que no son ninguna rosa, es el miedo al silencio.

Un árbol mató a nuestra madre el día antes de caerle encima y romperle el cuello. Vero, con sólo seis años, lo vio en las entrañas de un ave muerta que no era tampoco ningún ave.

Y nuestro padre murió al poco de nacer Vero, el corazón se le detuvo igual que al abuelo al conocer la noticia de unos hijos muertos en alguna batalla lejana. La abuela sigue viva y cuida de todos nosotros, de los vivos y de los mudos, y le ha pedido a su nieto que haga volver a Cayo, el hermano que nos falta, se fue a la guerra y todavía no ha regresado.

Para ello ha tenido que guisar un águila de acero, cocer en ella una paloma y comerse sus entrañas. La sopa ha sido una fragua y él un pequeño anillo de hierro en el que ha grabado el nombre de Cayo. Habría podido esculpir el mío, si así lo hubiera hecho yo habría nacido y sería ahora su esposa y su madre, su hija y su hermana, todo al mismo tiempo y a la vez, su reina y su amante fiel, esa rosa que no es ninguna rosa, un ser bello, vanidoso y cojo, lisiado y desigual, una piedra preciosa, un nombre de mujer. Ha tenido que elegir entre yo y Cayo y lo ha elegido a él.

Como consecuencia de ello ha estado una semana enfermo y ha tenido un sueño, era también un regreso, una vuelta a casa después de un largo viaje.


Vero (y 2)




Vero (y 2)

Soñé que regresaba a casa después de muchos años, que entregaba a mi familia una bolsa llena de monedas de oro, que vivía con nosotros aquella hermana que nuestra madre abortó, Julia, y que mi padre comandaba, con su característica autoridad y ternura, nuestra pequeña familia.

En el sueño mi madre se llamaba asimismo Julia, igual que la mujer con la que me casé y la hija que me dio. Allí estábamos todos y también mis hermanos, Severo, el mayor, entero y fuerte, y Cayo, el mediano, pródigo y valiente. Y entre todos ellos yo, Quinto Sempronio Vero, el pequeño, feliz y cansado, triste por lo visto en mi largo viaje, apenado y afligido porque sabía que lo que vivía era un simple sueño.

¿Cayo, dónde estás?, ¿Julia, eres mi rosa? Nadie respondía porque sólo podía elegir a uno de ellos. Así lo hice, elegí.

Cuando desperté la fiebre había desaparecido. Con unas cuantas sopas de coles y caldos de pollo me recuperé. Diez días después vimos venir a Cayo caminando por el sendero en el que están enterrados nuestros padres y Julia, esa hermana no nacida, la vía de los cipreses.

El augurio es el indicio de aquello que ocurrirá, en cambio, el vestigio, siendo la señal de algo que ha sucedido, es también el testimonio, el resto a través del cual obtendremos la verdad.

La verdad está siempre abierta a nuestros ojos, no se encuentra oculta en ningún escondrijo como si fuera un simple misterio.

El buche es la bolsa membranosa que comunica la boca con el esófago de las aves, en él se reblandece el alimento gracias a unas piedras tragadas por el animal para tal fin. Se dice también que es el lugar en el que se finge que se guardan los secretos.

Así pues, al abrir el pecho y el buche de las aves, habremos de separar, enumerar y clasificar con minuciosidad las piedras que hallemos en él. Su color, su forma, su peso y su tamaño serán los indicios que nos servirán de puentes para traspasar el río y la niebla que oculta su otra orilla.  

Las piedras, y también todas las demás cosas y seres que encontremos en ese saco, serán un vestigio y un augurio al mismo tiempo, y lo serán porque la verdad no es sólo aquello que ha ocurrido, es también todo lo que tiene que suceder.

Como augur debía de ser fiel a los gestos, memorizarlos para repetirlos con precisión y exactitud. En esa repetición absurda está el secreto, es el ritmo del tambor que, más que la rueca, marca el tiempo. La gente los conocía mejor que yo y me los demandaba como si fueran unos niños que siempre piden que se les cuente igual la misma historia.

Mis padres llevan muertos unos cuantos años, fallecieron hace tiempo, pero todavía conservo a mis hermanos aunque a uno le falte medio cuerpo, al otro medio espíritu y a los tres nos falte Julia.

Sé lo que debo de saber que no es más que aquello que de mí depende pues siempre he creído que el daño del mundo es consecuencia de alguna clase de traición y de promesa no cumplida. En los tratos y en las fidelidades y lealtades rotas nace el rencor y la venganza. Algún día llegará Julia, y si no llega iré yo a buscarla aunque para ello deba de morirme.

Esta mañana he abierto una paloma, blanca y gris, estaba limpia y no opuso resistencia, el hígado era claro y en el cielo no volaban los halcones. Hace calor, se acerca el verano y los niños ya corren desnudos hacia la alberca para bañarse.

Vero (1 de 2)



Vero (1 de 2)

De niño, con apenas seis años, observé a mi madre matar a un pollo, sacarle las entrañas y desplumarlo. Al verlas echadas en el suelo para que se las comieran los perros supe que ella moriría mañana. Mamá, le dije, vas a morir mañana, un árbol te matará. Así fue, al día siguiente una viga podrida de la despensa se le cayó encima y le rompió el cuello.

La incineramos y depositamos en la vía que salía de nuestra hacienda sus cenizas, al lado de las de mi padre y de las de Julia, una hermana que no llegó a nacer. Después, mi abuela Livia me lavó, me untó en aceite y me mantuvo cuatro días con sus cuatro noches sin comer ni beber. Una vez repuesto me entregó al santuario de Júpiter más cercano para mi aprendizaje. Estaba lejos, a varias jornadas de viaje, era un caserón vetusto y ruinoso con un pequeño templo adosado dedicado al dios del Universo, allí me quedé dos años, solo.

Un viejo sacerdote me dijo al llegar: recuerda que la rosa es únicamente la rosa, y que la rosa que conocerás un día te matará en vida sólo si eres digno de morir de tal manera, ¿lo eres?

No supe qué responder, no sabía de qué me estaba hablando.

¡Toma!, el sacerdote me dio una paloma y un cuchillo, ábrela y dime cuándo moriré, me ordenó.

Tenía el hígado muy oscuro y grande y el buche tan lleno que estaba a punto de reventar. Te estás muriendo ya, le respondí, no tardarás y no será por causa de ninguna rosa, añadí desconcertado al ver aquellas vísceras y mis manos ensangrentadas. Al oírme me abofeteó con tanta violencia que me tiró al suelo, me levantó arrepentido, se arrodilló ante mí y me abrazó llorando, desconsolado como si él fuera el niño y yo el sacerdote.

Al cumplir los ocho años me escapé y regresé andando. Al cabo de seis semanas, sucio, cansado y hambriento, llegaba a casa. Durante el viaje unos soldados quisieron tomarme, pero logré esconderme y escapar. Mi abuela me contó que mis dos hermanos se habían alistado en las legiones de Mario y que ahora era yo el padre, el hombre de la casa.

La gente venía y me pedía una adivinación, yo les escuchaba pero no se la daba a cualquiera, por eso tal vez Sila nos perdonó la vida cuando me preguntó por su joven esposa. Sólo responderé por ti, no por ella, le dije, has de saber, añadí, que todavía no es mi hora ni tampoco la tuya, no puedes tocarme. Y no me tocó.

Pasaron los años y vinieron otros generales, murieron más hombres en las guerras y las mujeres siguieron pariendo hijos que me traían para saber, algunas, quién era el padre.

Mi hermano mayor, Severo, sobrevivió a la guerra, pero volvió loco, con a penas medio cuerpo, tullido y roto.

Mi hermano menor, Cayo, no regresó, no supimos nada de él, aunque todas las palomas que sacrifiqué señalaban que estaba vivo y sano.

Vivimos entre muertos, decía la abuela, y tenía razón, ellos no apartan la mirada, su falta de pestañeo es un dedo que señala, tal vez, el origen de todo. Los pichones aunque ven son ciegos como los amantes al final de la cópula. Deberás atrapar un águila para encontrar a tu hermano y traerlo a casa, me dijo. Así lo hice, robé el estandarte de una legión, fundí el metal y con él hirviendo en la olla eché a una perdiz viva dentro. Sus entrañas se cocieron y me las comí. A la noche siguiente la fiebre me postergó en cama una semana entera.

divendres, 18 de novembre del 2016

Pasado mañana (y 3)


Pasado mañana (y 3)

Se considera que es positivo y beneficioso planificar y objetivar nuestros deseos, colocarlos encima de la mesa, uno al lado del otro para evaluarlos, descartar las quimeras y centrarse en aquellos objetivos que nuestras capacidades puedan conseguir, dicen y cuenta de nuevo. Eso debería enseñarse en las escuelas, dicen y cuentan que se cuenta en esas escuelas modernas del saber mandar. En ellas nos explican que todos deberíamos conocer, ya a los seis años, aquello que estaremos haciendo a los treinta. Qué y con quién. Y a los veinte ya debería de estar todo escrito en nuestra agenda y libro de notas, en nuestro diario, en nuestra bitácora o blog particular, hasta el día de nuestra muerte, señalada en rojo.

Pero las cosas pueden fallar, claro. Todos sabemos que eso ocurre, y esos que dicen y cuentan esas cosas también lo saben. Entonces hemos de ser flexibles, resilientes y resistentes, abnegados y persistentes. Obstinados en nuestro afán de ser los dueños de nuestro tiempo, aunque eso signifique dañar a alguien. Nuestro bienestar es la garantía más alta que podemos ofrecer a los que nos aman, cuentan que se dice. Hemos de ser aptos y capaces, estar listos y preparados para ayudarles y servirles, no por nosotros, sino por ellos, cuentan todos esos que dicen eso que se cuenta.

Normalmente los escritores y los poetas hablan del pasado, de la memoria, de las cosas que nos evocan a otras, a otros tiempos y personas, pero aunque al mañana podamos burlarlo, el pasado mañana nos caerá encima como una losa o se elevará como un avión que perderemos inexorablemente. No hay una segunda oportunidad, el tiempo no regresa. No hay que permitirlo, nos aconsejan. Nos persuaden que no debemos dejar de decirnos a nosotros mismos qué es lo que queremos y necesitamos, mirándonos en un espejo, escribiéndolo en un papel y además, eso es lo más importante, declamándolo en público, frente a nuestros compañeros de aula, amigos y familiares, como los alcohólicos que al saludarte y presentarse con su nombre y apellidos añaden también su condición de dependencia alcohólica y su voluntad de derrotarla. Como aquellos viejos comités de los partidos comunistas y sus confesiones públicas, delante de todos se aliviaban de sus errores y faltas, y manifestaban también su deseo explícito de enmienda.

“Hola, me llamo José, tengo 40 años, trabajo en el departamento de olvidos y pérdidas de un empresa de transporte. Estoy divorciado y tengo dos hijos, Luis y Luisa, gemelos de ocho años que viven con su madre. Yo vivo solo y soy idiota, pero según parece todavía nadie se ha dado cuenta de ello”.

Al menos la Iglesia Católica siempre supo que las culpas hay que confesarlas en privado y en secreto, pero aquello eran otros tiempos.

“…me parece que no me estás escuchando, mírame, te estoy hablando, recuerda que nunca te he faltado al respeto, ¿por qué miras esa ventana?, ¿qué sucede ahí fuera que te interesa tanto?

¿Ahí fuera?

Ahí fuera estoy yo,” bailando solo una música que no suena. Unas ancianas me miran, dos sorprendidas, otras tres asustadas y cuatro más sonrientes al oír esa música silenciosa y acompañar mis pasos de baile estrafalario con un leve movimiento de pies. Pronto lloverá, agua que no maná, y yo seguiré con mi danza sorda y saltarina para ir lentamente quedándome parado, inmóvil mientras sigo bailando quieto. Pasmarote, tente tieso, bibelot parado, títere  mustio y santo meditador. Seré tu manto, seré tu piedra, seré tu palo y tu dulce flor.”

Pasado mañana me diré a mí mismo que ayer, incluso que anteayer, ya estaba tomada mi decisión de no ir, de no acompañarla a tomar ese avión. Le diré que se las arregle como pueda y que le cuente al taxista, al aviador, al piloto, al compañero de sillón o al taxidermista, sus cuentos y sus cuentas que nunca suman dos y que nunca llegan a diez.

No debe sorprenderse, ella ya sabe que siempre bordeamos el milagro al igual que la tragedia. Eso siempre es un misterio que está escondido dentro del tiempo.

Yo no sé que puede ser, no estoy muy seguro qué significa exactamente, sospecho qué es, pero sé también que es algo que no se puede nombrar, no hay boca que sea capaz ni tampoco ningún cerebro competente que lo pueda imaginar, edificar y erigir. Nadie puede decir tal palabra en voz alta para que todos la oigan, no es posible, no puede ser, hay que morir ocho veces y media, creo, para tener tal potestad, y ni siquiera Dios ha muerto tantas.


Pasado mañana (2 de 3)



Pasado mañana (2 de 3)

Tampoco nos miraremos. En cambio observaremos, sin prestarles atención, a los demás pasajeros, su ir y venir, los grandes ventanales del aeropuerto y sus puertas de cristal, las muchachas que limpian arrastrando sus cubos y palos. Media hora escasa y después me acompañarás hasta el control de policía, esperarás conmigo en la fila, cuando llegue mi turno nos daremos un seco beso en los labios, pasaré por el detector de metales y mi portafolio, que ya me habrás devuelto, y mis cosas de metal se introducirán en el tubo ése de rayos. Las recogeré, tú todavía permanecerás allí, observando los trámites desde el otro lado, recuperaré mis cosas depositadas en esa bandeja, mi reloj, mi móvil, las llaves de mi nueva casa y una policía me registrará haciéndome levantar los brazos. Al terminar, recolocaré y alisaré mi blusa y mi falda y su cinturón ancho de cuero marrón, y me giraré hacía ti para dedicarte mi última sonrisa y decirte de nuevo adiós, esta vez con mi mano derecha, o la izquierda, no sé, aquella en la que llevaba los anillos y las pulseras que me regalaste y que ya hace tiempo me quité. Serán dos escasos segundos, encararé el pasillo dándote la espalda y me iré. Tú me verás marchar hasta perderme del todo de vista detrás de alguna columna, o medio tapada y desaparecida entre un grupo de turistas desorientados. Eso será lo último que verás de mí, unas manchas de color, la de mi vestido rojo y la de mi cabello negro a lo lejos. A partir de ese momento estarás completamente solo contigo mismo y deberás enfrentarte a tu voluntad y a tu deseo. Te aconsejo que mates al segundo, te lo digo por tu bien. Debes construirte un nuevo futuro sin mí y también un nuevo pasado sin mí. No debes romper ninguna foto, ni olvidar nada, no es necesario, solamente has de… me parece que no me estás escuchando, mírame, te estoy hablando, recuerda que nunca te he faltado al respeto, ¿qué miras por esa ventana?, ¿qué sucede ahí fuera que te interesa tanto?

¿Ahí fuera?

Ahí fuera estoy yo, desnudo, bañándome con la luz de poniente y la de levante. Con el mar bajo mis pies y la tierra después. Luego el fondo, el suelo, y tras la nubes, el cielo.


Pasado mañana se irá. Quiere que la acompañe al aeropuerto, pretende con ello elaborar alguna clase de terapia, una de esas dramatizaciones que intentan ser mágicas y con eso efectivas. Ella le llama a eso la liturgia del adiós, no para de hablar de lo mismo. Parece uno de esos deportistas de élite repitiéndose sin cesar que va a ganar el próximo partido. Ella dice que lo hace por mí, yo soy el referente y el objetivo y ella la doctora. Algunos lo llaman “visualizar” el devenir, dicen que eso hacen los grandes líderes y parece ser que es eso lo que se enseña en esas disciplinas modernas de jefatura y liderazgo. Los profesores les preguntan a bocajarro a los alumnos que les cuenten qué estarán haciendo de aquí a diez años y ellos, sin tiempo de pensarlo, les responden lo primero que les sale de la cabeza. Deben contar algo positivo, claro, demostrar que dominan sus sueños, que son sus propios dueños. Que el futuro está para servirles. No importa que luego nada de eso se cumpla, de lo que se trata es de mostrar seguridad, decisión, coraje, valentía y capacidad para planificar el tiempo que se aproxima y desdeñar el que se aleja. Aprovechar las experiencias para seguir adelante, dicen y cuentan. 

dijous, 17 de novembre del 2016

Pasado mañana (1 de 3)



Pasado Mañana (1 de 3)


Pasado mañana se va y me ha pedido que la acompañe al aeropuerto, que la lleve en mi automóvil y que la ayude con las maletas.

Le he dicho que sí, naturalmente. Pero todavía queda mucho tiempo hasta pasado mañana. Todo lo que resta de hoy, mañana entero, con sus veinticuatro horas incluidas y sus más de mil minutos, y cerca de diez horas más de pasado mañana hasta que la vea desaparecer por la puerta de embarque. Su avión sale cinco minutos después del mediodía. A esta ahora, en el preciso momento en que el aparato se eleve, yo ya estaré de regreso, instalado de nuevo en mi despacho con mis cosas y mis próximos mañanas y pasado mañanas. Pero aún faltan muchas horas para eso y es posible que me desdiga de mi compromiso y ella deba irse sola, en un taxi y cargar con sus flacos brazos esos fardos de maletas que parecen estar llenas de oro, pero que no transportan nada más que chismes, ropa, cremas y algún que otro triste y apolillado recuerdo, fotografías, joyas, libros y cosas así. Medio regalos, obsequios, objetos sin más, obtenidos en momentos llenos de alegría, tristeza y emoción, y que uno desea perpetuar y que se conviertan en símbolos, que alberguen y conserven instantes que solamente vivirán hasta que otros ocupen su lugar.

Han sido cuatro años conviviendo juntos y ella afirma convencida que el último ha sobrado, que nos lo hubiéramos podido ahorrar. Seguramente tiene razón, las cosas son así, pero yo daría cuatro años más de mi vida por volver a vivir cuatro años más con ella. Se lo he dicho, tal cual, usando esa hipérbole olímpica del cuatrienio. Me ha mirado y ha sonreído condescendiente. Sí, lo sé, me ha respondido, sé que todavía me quieres y me duele. Pero tus sentimientos ya no son asunto mío, no dependen de mí, ha continuado. Ahora debes enfrentarte a tu recta, y ya sé que escasa, voluntad. Amarme o no, depende de ti, es tu responsabilidad. No me mires así, ¿por qué crees que te pido que me acompañes?, me ha preguntado al final.


Debes venir, ha dicho señalándome con el dedo, cargar con las maletas, conducir tu automóvil hasta el aeropuerto, dejarme en la puerta más cercana a los mostradores de mi compañía aérea. Luego deberás ir a estacionar el coche en uno de esos miles de cubículos que hay para aparcar. Regresar después andando a por mí, aprovechando las cintas transportadoras. Buscar una carretilla, cargar en ellas las maletas, pero sin soltar de tu mano mi portafolio donde tengo mis cosas más importantes. Ir hasta el mostrador adecuado, hacer para mí el correspondiente embarque, y toda la facturación, pagar el sobrante de peso y cuando ya estemos listos y sin bártulos encima, me invitarás a un café. Lo tomaremos sin decir nada pues ya nada tenemos que decirnos. La conversación que liquidó nuestro compromiso fue rápida, casi telegráfica, apenas cuatro escasas palabras y un adiós seguido de nuestros nombres. Somos personas civilizadas, dijo.

dissabte, 12 de novembre del 2016

Mañana (y 3)

Trent Parke


Mañana (y 3)

El sargento de la Confederación llamado Ethan, dice:

“El indio, tanto cuando ataca como cuando huye, es inconstante, abandona pronto, no puede imaginar que alguien persiga algo sin descanso”.

La cuestión es, y no es un dilema baladí, que a estas alturas de mi vida todavía no sé si soy el comanche que huye o el rostro pálido que lo persigue, de verdad que no lo sé.

Y mucho menos en estos días que me llaman desde América unas voces educadas que me reclaman una deuda.

Las deudas hay que pagarlas y mi vida de estos últimos años demuestra que así lo creo y así lo he hecho. Da igual si es mucha o poca, si es con un amigo o con una de las poderosas multinacionales que rigen medio mundo y que me dicen, con su salmodia medio caribeña y medio andina, que he de pagar mañana sin falta. Pero mañana es imposible y además no puede ser.

Los comanches fueron los primeros caballistas de las grandes llanuras de Norteamérica, ellos, junto con los pueblos  campesinos del Missouri, dieron lugar al nacimiento de lo que se ha conocido más tarde como “Cultura de las llanuras”.

Los comanches, al igual que los utes y los descamisados shoshones, hablan, y casi podemos afirmar que hablaban, una lengua del tronco llamado “uto azteca”, la misma que usaban aquellos que, recién llegados, esclavizaron como lo hacen los bárbaros, los ladrones y los salvajes, a todo México central. Pero Cortés los redimió y los elevó al altar del mito al convertirlos en víctimas cuando no lo eran.

Cortés llegó con dos compañeros, cuatro armaduras, media docena de caballos, una amante nativa que le servía de traductora e intérprete y unos cuantos miles de esclavos que  tenían unas ganas enormes de cortarles la cabeza a sus dueños hasta aquel momento, los afamados aztecas. Esa, como muchas otras, es también una historia de venganzas.

Pero pagar una deuda es todo lo contrario, no tiene nada que ver con una venganza y sí con la justicia y la rectitud. Y nunca, nunca con el resentimiento.

Esas son cuestiones muy difíciles de discernir. En México, precisamente, a The Searchers, se la tituló Más corazón que odio, dando a entender que la persistencia en perseguir a aquellos comanches secuestradores nacía de un concepto profundo de justicia y restitución, no de odio, inquina o triste y mezquino rencor. Pero no solamente eso.

Cuando Ethan por fin, después de muchos años, encuentra y libera a su sobrina Deborah, simbólicamente halla también a su propia familia, aquella que él perdió del mismo modo cuando era un niño. Al rescatarla de los comanches salva igualmente a los suyos, masacrados en otro tiempo y de un modo muy parecido por otros indios. Así pues no puede olvidar a esa niña, Debbie, la hija reconocida de su hermano asesinado, no puede dejar que se la lleve el tiempo y seguir viviendo sin pasado.

Ethan tiene que ser fiel a su infancia y dedicar toda su vida a salvaguardarla y a reconstruirla, y, si es necesario, descender a los infiernos. Debe hacerlo si cree que allí se encuentra o piensa que la perdió tras alguna loma, después de una curva o en el fondo de alguna cañada seca.

Pero Ethan tiene un secreto que no forma parte de esa infancia que quiere recuperar a través de una niña secuestrada, Debbie es en realidad su hija y Marta, su cuñada, el amor de su vida a la que mataron los comanches junto a su esposo y hermano de Ethan que no sabía nada de esa relación, o si la conocía callaba.

Una vez la encuentre y la restituya se irá. Será entonces un hombre triste, profundamente inmerso en una pena que no tiene nombre, pero será una tristeza gloriosa y alegre.

¿Qué significa una tristeza gloriosa y alegre?


No estoy muy seguro, sospecho qué es, pero sé también que es algo que no se puede nombrar, no hay boca que sea capaz ni tampoco ningún cerebro competente que la pueda imaginar, edificar y erigir. Nadie puede decir tal palabra en voz alta para que todos la oigan, no es posible, no puede ser, hay que morir ocho veces y media, creo, para tener tal potestad, y ni siquiera Dios ha muerto tantas. 

Mañana (2 de 3)

Trent Parke



Mañana (2 de 3)

Hace unos años tuve que mantener en un buen estado aparente unos viejos y agujereados zapatos, los únicos que me quedaban. Ellos no impidieron ni tampoco fueron un obstáculo para que medio enamorara a una peluquera, con ellos también caminé kilómetros por la ciudad para ir a verla porque no tenía ni un céntimo para el autobús. Ella lo sabía y le hacía gracia ayudarme, darme de cenar y cortarme gratis las puntas de mi cabello largo. Mi aspecto era cuidado porque siempre he sabido sacar provecho de la ropa vieja, que consigo, al ponérmela, que no parezca estar pasada de moda.

Ahora soy alguien afortunado, tengo dos pares de zapatos sin agujeros y dos pantalones y medio, pues uno sí presenta un espléndido orificio en la parte de la rodilla, son unos jeans, y les queda bien este desgarro si cuidas el resto de la indumentaria para no presentar un aspecto desaliñado y pobre. Tengo también un reciente traje negro que compré expresamente para un viaje especial, lo he usado pocas veces y está impecable. Una buena corbata de las muchas que conservo, de seda o de cuero negro, en una simple camisa blanca dan el pego, hacen el efecto necesario para que los demás te miren con confianza y algo de respeto. Incluso, si sabes gesticular como lo hacía John Wayne, exactamente como lo hacía él, puedes sentirte más a gusto contigo mismo.

¿Cómo gesticulaba ese gran actor? Con amplitud, sus gestos llenaban toda la pantalla, de derecha a izquierda y normalmente de medio arriba a medio abajo, de las 10 hasta las 4 del reloj, mirándolo de frente. Caminaba recto, pero ladeaba algo el cuerpo. Siempre fue un hombre corpulento de una manera natural y sin esfuerzo.

Pero todo esto, ¿a qué viene?, ¿por qué cito a ese actor? Lo cito y viene a cuento de la famosa película que vi ayer por enésima vez. Ya no recuerdo todas las ocasiones en las que la he visto, que son muchas. “The Searchers”.

En ella, John Wayne, un sargento de la Confederación llamado Ethan, dice algo curioso de los indios que siempre me ha llamado la atención, y que creo cierto no solamente en ellos.

Lo dice en un momento que parece acercarle al fracaso en su intento reiterado por recuperar a su sobrina, que ha sido secuestrada por los comanches. En ese asalto criminal han muerto asesinados también el resto de la familia de su hermano. Vivían en una granja solitaria y demasiado expuesta al viento y a cualquiera que pasase por allí. Todos muertos y violentados, su hermano, su cuñada y los otros dos hijos. Solamente logra sobrevivir, el perro.


Ya llevan, él y el muchacho medio mestizo y medio sobrino suyo que lo acompaña, muchos años así, sin frutos y con escasas pistas que todavía no les han conducido por el buen sendero. Todo este tiempo deambulando sin descanso y sin ninguna clase de éxito los desgasta, no son las mismas personas que partieron; duermen al raso, viven casi al margen de la comunidad para no conseguir ningún resultado válido por el momento, persiguiendo de una manera obsesivamente enfermiza a una niña que ya será, sin duda y después de todos estos años, una mujer comanche. Un fantasma de aquella Debbie que todavía jugaba con muñecas.

Mañana (1 de 3)

Trent Parke


Mañana (1 de 3)

Debía de haber hecho el pago el pasado día 29, hoy estamos a 8, apenas han pasado 10 días. La deuda no alcanza los 250 euros, pero aunque es una pequeña cantidad me es imposible hacerla efectiva.

Desde hace cuatro días me llaman cada tarde, y me repiten las mismas palabras exigiéndome el pago inmediato. Yo les respondo que podré hacer el correspondiente ingreso o transferencia el próximo día 20, de aquí a doce días. Ellos me indican que no pueden esperar tanto, que debo regularizar la situación mañana sin falta. Me dicen también que firmé con ellos un contrato y que debo cumplirlo. Les respondo que el primer interesado en solucionar esa desagradable situación soy yo mismo, pero que antes del día 20 me será imposible. Ellos insisten en que no pueden esperar, y que esta demora en la cancelación me va a generar intereses y comisiones. Les digo que lo comprendo, pero que hasta que no llegue el día 20 no podré pagarles; añado que esa información ya se la he comunicado a los otros compañeros suyos que me han llamado los días pasados. La persona que está al otro lado del aparato me responde con el mismo tono de voz, pausado, educado, con esa dulce melodía latinoamericana, que me llamarán cada día hasta que yo realice el pago. ¿Cada día?, pregunto. Sí señor, me responde tranquilo, cada día, todos los días de la semana y del año, aunque sea bisiesto, incluso en Navidad o fin de año. Me callo, no digo nada ni nada respondo. Mi interlocutor entonces rebobina la cinta como un robot y vuelve a empezar preguntándome si será posible que yo realice ese pago mañana mismo, que es lo más conveniente para mí para no generar gastos innecesarios. Le respondo igualmente como un robot una vez más que no, que no podrá ser hasta el próximo día 20, de aquí a doce días, él me contesta que no pueden esperar, que debo conseguir el dinero como sea y pagarles mañana. Les reitero que no puedo conseguir ese dinero. Por fin me dice que entonces irán llamándome hasta que yo les pague, me desea que pase y que tenga un buen día, lo hace con esa cantinela y en esa fórmula educada que usan esos países americanos. Yo le respondo que también le deseo a él que tenga un buen día.

Y colgamos.

No son unos mafiosos. Esos con los que hablo no son nada más que una variante contemporánea del esclavo, unos empleados que por poco dinero defienden los intereses de una gran corporación bancaria mundial con sede en los Estados Unidos de Norteamérica. Que sean de allí no tiene la más mínima importancia ni revela tampoco nada especial o singular. Yo soy un ferviente admirador de los USA y de su cultura política. Ya me he visto en otras épocas en circunstancias exactas a ésa que he descrito con bancos de aquí. En este caso, como en muchos más, debemos recurrir a la teoría del bosque y no a la del árbol. Todos son iguales. Mi experiencia acumulada me sirve para enfrentar la situación con humor y filosofía británicos, saber trocear y compartir el disco duro de mi cerebro humano para saborear los momentos escasos y dulces del día, sin tener que preocuparme o afligirme por un mañana funesto e ineludible.

Durante esos próximos doce días que faltan para poder realizar ese maldito pago tengo 16 cortos euros para sobrevivir. Yo creo que serán suficientes para comer, tengo la despensa bastante surtida y creo que excepto los yogures y el pan, nada más deberé comprar. Quizás sí alguna manzana y tal vez un poco de pollo. Poco más, creo. Podré subsistir. En último término me quedan los amigos a los que puedo pedir que me inviten a cenar algún día en sus casas a cambio de no importunarles demasiado con esa manera mía de ser, seca y destemplada, ni tampoco sacando a relucir mi pobre y lamentable situación económica. Ellos no quieren oír problemas y mucho menos de personas cercanas y queridas como sus propios amigos, en este caso yo. Es curioso, puedes escuchar lamentos o descripciones difíciles de penas y tragedias mientras los protagonistas sean desconocidos, o al menos personas con las que no te sientes vinculado y por tanto obligado a nada. Un amigo es distinto, con él nunca sabes si debes ayudarle, de qué manera, con qué y hasta qué punto.


La amistad es una relación ambigua y extraña. La familia es diferente, en ella no caben dudas. Por esa razón, cuando se es adolescente, se prefieren los amigos y se dice la tontería esa de que a ellos los eliges y que, en cambio, la familia te viene impuesta por el azar y la genética.

dissabte, 5 de novembre del 2016

Hoy (y 5)



Hoy (y 5)

Al huir uno tropezó, y al caer se rompió la muñeca al poner las manos en el suelo, al levantarse le hirieron en la cara, pero logró regresar con media boca rota y los dientes colgando.

Ellos querían cortar el camino que salía del pueblo y que todavía manteníamos abierto. Por él nos llegaban los suministros. Cerca, tras una curva que protege una loma baja, nos despiojamos el otro día ella y yo. Era una manera como tantas de jugar al amor, besarnos y acariciarnos mientras nos reventábamos los piojos entre nuestras uñas sucias. Manchados el uno del otro le bañaba el cuerpo con mi semen acuoso y ella sonreía y se dejaba lavar, salpicar y manchar con eso, y mientras se dejaba y sonreía pedía más, y yo hacía lo que podía y lo que podía era todo lo que yo sabía hacer, que no sé si era mucho pero era todo lo que tenía y todo eso lo soltaba en ella como prenda de mi amor. Eso le decía que era y ella sonreía todavía más al escucharme decirlo sin dejar de mirarme y sonreír, agarrándome del pene y pidiéndome más.

Al oírla vi un mirlo quieto.

Y recordé que no recordaba pájaros volar.

Unos estábamos quietos y los demás estábamos muertos, o viceversa, en cualquier caso éramos nosotros, ese era el resultado de hoy.

Hoy nos matábamos los unos a los otros y mañana sería a la inversa. Eso fue todo y nada más. Nada más que eso que fue todo y nada.

La guerra cansa, pero más cansa la batalla. Se cansaron y empezaron a parar para descasar. Paramos todos lentamente, despacio, disparo tras disparo el cielo sucumbió como el mismo mar, para al final, ceder al silencio.

…pude ver el fogonazo con mi ojo derecho y agachar la cabeza, ella estaba de espaldas y cayó casi porque sí…

Todo eso sucedió hoy.

Como cuando tú te callaste.

Esa mudez no tiene nombre, ni una palabra que la denomine, creo que sé lo que es, pero es algo que no se puede nombrar, no hay boca que sea capaz ni tampoco ningún cerebro competente que la pueda imaginar, edificar y erigir. Nadie puede decir tal palabra en voz alta para que todos la oigan, no es posible, no puede ser, hay que morir ocho veces y media, creo, para tener tal potestad, y ni siquiera Dios ha muerto tantas.


Hoy (4 de 5)


Hoy (4 de 5)

La rosa se hundía cada vez más y yo quería robársela a la cueva y al río que ella buscaba y que nunca fui yo.

Alguien gritó algún insulto y después de él alguien se rió a lo lejos. Empezaron a gritar sin dejar de disparar y sin evitar que los troncos se partieran y las ramas emprendieran el vuelo con sus hojas verde oscuras teñidas de agua de lluvia y de un amor lejano, una ternura nebular, una añoranza infantil con el miedo de nuestra madre incrustado en sus manos que nos acariciaron cuando todavía no habíamos nacido.

Unos amenazaban con matarnos a todos después de cortarnos los pies y las manos. Otros querían arrancarnos la lengua y las orejas. Y luego había quien también quería cortarnos los párpados y dar el resto a los cerdos o a los jabalíes y a los perros salvajes que liberados había por allí. Nosotros respondíamos con otros insultos y terminábamos todos matando a la familia antes de habernos matado entre nosotros.

Yo me reía mientras lloraba al verla muerta a mis pies.

…una añoranza infantil con el miedo de nuestra madre incrustado en sus manos que nos acariciaron cuando todavía no habíamos nacido.

Aquellos ocho que quedaban de los doce de la mañana seguían inmóviles, y echados en el suelo, esperando que llegara la noche para huir. Allí estaban enfangados y sin pestañear y a diez metros de ellos su tanque agujereado. A uno de los nuestros se le ocurrió que había un ángulo ciego desde algún punto y que podía llegar hasta el tanque, parapetarse y lanzarles alguna granada a esos que estaban allí, quietos. Así lo hizo, ése y un par más que le acompañaron. Estaban locos o borrachos, no sé, ¿para qué los querían matar si se estaban quietos? Lanzaron cuatro ganadas, nada más que cuatro, las conté y no sé si consiguieron matar a alguien, pero un obús les cayó cerca y huyeron. Al huir uno tropezó, y al caer se rompió la muñeca al poner las manos en el suelo. Al levantarse le hirieron en la cara, pero logró regresar con media boca rota y los dientes colgando.


La idea era cercarnos, llevaban ocho meses así y todavía no lo habían conseguido. Los teníamos encelados dando la sensación de debilidad, evitando evacuar definitivamente el pueblo. Eso producía muchas muertes, era un desgaste atroz, pero servía de algo, creo. Podían estar dos o tres semanas sin disparar una sola bala, para luego pasarse mes y medio dándonos a entender que se había desatado el apocalipsis encima de nuestras cabezas. No sé por qué hacían eso, quizás nos querían poner nerviosos, pero yo creo que esa era la señal de que estaban más locos que nosotros. Era casi como una relación amorosa, tan cansada como ilusoria. La mejor trampa siempre es uno mismo, cuando te juegas la vida el otro cree que eres sincero. Nos querían envolver, y nosotros, en su debido momento, los cercaríamos a ellos. Debíamos llevarlo acabo antes de los próximos seis meses, no aguantaríamos mucho más de un año dando a entender que estábamos a punto de sucumbir, pero sin llegar nunca a rendirnos, cada día a punto de huir como ovejas asustadas, para continuar, en cambio, clavados impertérritos en el suelo como estacas de palo alto, lengüetas sonoras de palo santo. Casi parecía amor. Nos estábamos acostumbrando a eso, el uno al otro, buscando al mismo tiempo la manera de deshacernos el uno del otro, sin conseguir nunca del todo dejarnos sin oxígeno para respirar. Haciéndonos todo el daño posible sin matarnos nunca del todo. El amor es casi como la guerra y la guerra es casi como el amor. Eso es casi como todo.  

Hoy (3 de 5)



Hoy (3 de 5)

Uno de ellos al echarse al suelo rebotó en una piedra, debió golpearse y asomó el cuerpo con su cabeza, lo maté yo mismo desde unos sesenta metros.

Inmóvil, tenía ganas de algo que no sabía qué era pero que sabía que no era hambre. Fuera lo que fuese no me bajé los pantalones para hacer eso que me exigía el cuerpo, lo hice así, tal cual, casi porque sí, sin bajarme los pantalones ni los calzoncillos que no sé si llevaba, en ellos hice algo que quería hacer, creo que era necesario, que fue inevitable, lo hice sin dejar de disparar, también era ineludible no dejar de hacerlo, disparaba sin bajarme los pantalones. Las heces resbalaban por mis piernas y se amontonaban encima de mis zapatos con el agua y el fango, el rifle automático humeaba con el calor y la lluvia.

A mis pies empezó a formarse un río, era uno más que buscaba el mar.

El mar.

A lo lejos el mar se hundía justo en el centro de la tierra hundida en sí misma.

La rosa crecía también bajo la tierra cubierta por el manto de musgo empapado por aquella agua que no era la suya. Encima el árbol, sus ramas apuntaban al cielo, era un árbol sin ojos que no me miraba. Los árboles no miran a nadie mientras les crecen las rosas debajo ni tampoco cuando las hojas le roban la luz a Dios.

La rosa se hundía cada vez más y yo quería robársela a la cueva y al río que ella buscaba y que nunca fui yo.

La miré. Tenía los ojos cerrados como un árbol pero solamente estaba muerta de muerte, de un ansia asesina que apenas conocía todavía, era demasiado pronto para ella, aun era temprano. ¿Me amaste?, le pregunté de nuevo, y no me respondió aunque ya no esperaba ni necesitaba que lo hiciera. Al menos no en aquel momento, no cuando se mata.

Ya no podía verla. Se iba precipitadamente, sin agonía, así se murió, estupefacta por morirse y por morirse deprisa.

La rosa abre cavernas en su lecho seco.


La rosa entristece mi deriva viva mientras disparo desde lejos y no puedo ver, porque no soy capaz de mirar el rostro de los míos, ni a mis vivos ni a mis muertos pues no distingo los unos de los otros y casi tampoco distingo los míos de los ajenos excepto porque ambos me matan igual.

Hoy (2 de 5)



Hoy (2 de 5)

Lo soltaban todo, y algunas cosas más que ni ellos mismos sabían qué era.

No sé todavía si me amaste, le dije. Le dije eso o algo parecido a alguien, pero cuando quise decirle eso es cuando el más anciano de todos nosotros empezó a danzar y a tocar el violín.

Era la música de las montañas que picudas se plegaron para dejar de ser estepas y llanuras interminables y planas y que en otra época habían sido incluso viejos lechos de mares desaparecidos y que ahora solamente eran montañas y valles negros, pozos, vaguadas, desfiladeros, cañadas, montículos y gargantas estranguladas llenas de árboles necios.

La rosa estaba escondida tras aquella montaña presente, bajo un árbol que crecía encima altivo y solemne. De su lado disparaban recostados unos hombres sobre un manto de hiedra, sus ropas empapadas. Uno cayó cerca malherido, los míos lo apresaron todavía vivo y lo acuchillaron y lo tendieron desnudo en lo alto de una roca para que fuera visto como un saco vacío. Era una bandera. Me alegré. Y me gustó verlo muerto y castrado. Era incluso una escena bella y ensoñadora. La muerte propia o ajena es una manera como otra de imaginar.

…de su lado disparaban recostados unos hombres sobre un manto de hiedra…

…susurré mientras los veía, mientras los veía susurrar.


Trataron de avanzar por la derecha parapetándose en un blindado viejo que más parecía un tractor estropeado que una mole de matar. Querían asustarnos con aquella máquina que disparaba sin demasiado tino. Si eso tienen, pensé, es que les faltan cinturones para sujetarse los pantalones y lazos o cordeles para atarse los zapatos, deben ir descalzos o con alpargatas como ése que acabamos de matar y castrar. Todavía tiene los testículos en la boca, diez metros más y lo verán crucificado en la roca. En realidad vienen a por él, quieren rescatarlo de esa piedra de la que cuelga. A nosotros nos faltan tanques pero nos cubre más barro que a ellos y tenemos mejor ojo y más modernos rifles. Con sólo dos disparos matamos a dos que iban delante. El carro siguió avanzando. Otro disparo más y cayó el tercero de aquella docena que venían a rescatar a su compañero, los nueve que quedaban se pararon en seco y se echaron al suelo, la máquina seguía imperturbable y directa hacia dónde nos encontrábamos medio escondidos y hundidos en la tierra. Uno de ellos al echarse al suelo rebotó en una piedra, debió de golpearse y asomó el cuerpo con su cabeza. A ése lo maté yo desde unos sesenta metros. El blindado se paró, chirrió y sacó humo por sus juntas, se postró medio metro en un hoyo lleno de lluvia, piedras y algo de carne de un cadáver suyo o nuestro. Le disparamos una granada antitanque que le dio en plena barriga, se abrió la escotilla por la presión desde dentro, pero no salió nadie, solamente una humareda negra y algún quejido. Los ocho que quedaban no se movieron ni nosotros nos acercamos, ni siquiera cuando la lluvia arreció, no se veía nada a dos palmos, pero nadie se movió, ellos estaban en nuestra tierra de nadie y a nosotros nos seguía cayendo encima todo el granizo de la creación.

Hoy (1 de 5)



Hoy (1 de 5)


Cuando tú te callaste.

. . . . . . . .

Hoy estuvieron todo el día disparando. Lo soltaban todo. Desde fusilería y morteros hasta artillería pesada, y creo que algo más que no sé qué era.

Empezaron temprano, yo miraba al norte y pude ver el fogonazo con mi ojo derecho y agachar la cabeza, ella estaba de espaldas y cayó casi porque sí.

La bala le entró por el riñón izquierdo y le salió por el estómago, salió de ella y ella brotó de aquel agujero de bala y con ella se escapó algo más que un líquido trasparente que parecía agua.

Se dio cuenta inmediatamente que se moría rápido, casi porque sí.

Creo que porque sí empezó a llover agua y algo de fango, era agua sucia. Tronó y relampagueó de verdad mientras aquellos disparaban también de verdad. Del cielo caía de todo.

No sé todavía si me has amado, pensé, mientras la miraba morirse deprisa.

Mi mano trató de evitar la hemorragia. Dijo algo, me miró, sonrío y murió.

Lo soltaban todo, y algunas cosas más que ni ellos mismos sabían qué era.

Me arrodillé, agarré el fusil ametrallador, monté el arma, asomé la cabeza y comencé a disparar mientras ellos nos disparaban.

Mientras ellos nos disparaban…

…nosotros también les respondíamos con todo lo que teníamos que no era mucho pero era lo que había y lo que había lo lanzábamos como podíamos con todo el dolor de nuestros cuerpos abatidos y nuestros corazones abandonados en el camino que lleva al mar…

…por ese camino corríamos desesperados y huíamos y disparábamos y mientras partíamos y nos íbamos buscábamos el rumor de alguna ventana abierta una puerta erguida el olor de tu falda rota que rota aleteaba y volaba y con ella nos elevábamos y nos caíamos y mientras disparábamos llovía agua de verdad y tronaba fuerte desde aquellas nubes que llenaban todo el cielo que nunca más volvió a ser inmaculado…


…ella yacía a mi lado embarrada cuando me di cuenta que yacía a mi lado embarrada.