"WHAT YOU SEE IS WHAT YOU GET"

dissabte, 31 de desembre del 2016

Marco (2 de 8)


Marco. (2 de 8)

En casa de Lucio amé a Esther, una hebrea pálida de cabellos y cejas negras, esclava como yo, una de las cocineras de aquél taller que nos sustentaba con sus guisos y sonrisas, una niña casi y toda una mujer después cuando murió de lepra, amputada de todo su color, borrada. De sus muñones nacieron otros, tan blancos, que parecían la luna llena.

Lucio lloró mucho su muerte y sus lágrimas me hicieron sospechar que Esther pudiera ser mi hermanastra. Pero esa es una historia que no debe ser contada aquí ni en este momento.

Hay noches en las que creo que todavía me acompaña, pienso que no ha pasado tanto desde que falleció en mi propia cama, pero en realidad hace más de media vida como si mi primera mitad hubiera sido mi vida entera junto a ella.

Después de obtener nuestra libertad, los esclavos manumitidos quedamos sin protección y no logramos mantener abierto el taller de Lucio, nos peleamos y nuestras discrepancias y envidias nos llevaron a la pugna estéril, a perder la clientela y a sufrir, por primera vez, hambre y frío.

De igual forma que su muerte nos había dado la libertad, ahora, la independencia nos regalaba una soledad no esperada ni deseada. La soledad y la libertad siempre van unidas y si queríamos la segunda teníamos que tomar la primera, no hay la una sin la otra como no hay derecha sin izquierda ni arriba sin abajo. Con este regalo añadido no tuve más remedio que elegir entre dos alternativas verdaderamente contrapuestas, venderme de nuevo como esclavo o establecerme por mi cuenta y buscar mi propia clientela. Elegí la segunda y abrí, no sé cómo todavía, un pequeño taller en el centro de la misma Suburra.

Desde entonces vivo solo, prefiero que sea así, no depender de nadie aunque no tenga qué comer; el recuerdo de Esther me continúa acompañando y con él poseo más que suficiente para seguir hablando conmigo mismo. Con todo, y de manera sorprendente, he conseguido, más bien que mal, mantenerme junto a un par de esclavos que limpian mi propia casa, cocinan y elaboran los pigmentos y los aglutinantes que utilizo para pintar y satisfacer a mis clientes que quieren ver pintados, en las paredes de sus mansiones austeras de patricios sobrios y justos, los palacios que tendrían si fueran reyes etruscos o sátrapas babilonios.

Mi reputación es buena, si bien me conocen pocos, no soy un pintor popular, solamente un mero artesano que ha de usar sus manos para trabajar. Procuro ser honrado en lo que ofrezco por las monedas que pido; vivo de una manera aceptable en mi pequeña y barata casa que poseo, pero no habría podido comprármela en las subastas públicas de deudores si no hubiera tenido algo parecido a una actividad paralela, medio secreta, y discreta, que me proporciona un suplemento económico, regular y muy importante; realizo pequeñas tablas eróticas y pornográficas para disfrute de aquellos que necesitan ver a otros fornicar para levantar su propio ánimo y miembro como si al mirarlas les proveyeran de las alas que ya no tienen y que seguramente nunca tendrán.

Reparto mis tabletas obscenas por los burdeles y prostíbulos de la Suburra, al lado de casa; son las mismas putas las que me las venden a cambio de una pequeña comisión y alguna que otra historia que me cuentan de voluptuosidades inconfesables, orgasmos desorbitados y posturas imposibles. Sus relatos, verdaderos o falsos, están llenos de mujeres perdidas y de hombres depravados, o bien de todo lo contrario, de honestas matronas y honrados varones que necesitan dejar de serlo para encontrarse a sí mismos transitando por calzadas peligrosas y desconocidas para ellos. La muerte siempre acecha y en la lascivia queremos creer que hallamos una manera de engañarla, ese juego bien explicado de entradas y salidas da lugar a mil anécdotas y enredos entre listos y tontos y en los que nadie, ni los unos ni los otros, consigue sobrevivir indemne y sin heridas.

divendres, 30 de desembre del 2016

Marco. (1 de 8)


Marco. (1 de 8)

Dicen los maestros que sólo se puede dibujar a los muertos o a los no vivos, quizá por ello nosotros tenemos dioses y los cristianos santos y ángeles que no son otra cosa que seres que jamás viven ni fallecen.

Me llamo Marco y vivo de pintar escenografías arquitectónicas en las paredes de las casas patricias, sin embargo, mi verdadera vocación ha sido siempre el retrato fúnebre.

A simple vista las dos actividades parecen contrapuestas, la primera meramente representativa y la segunda básicamente retrospectiva, pero la verdad es que son lo uno y lo otro al mismo tiempo, toda descripción también representa un retroceso, un examen que nos obliga a prestar atención, girar la cabeza y mirar atrás.

Pintar estancias en las paredes y rostros de fallecidos en pequeñas tablas de madera requiere precisión, destreza y mucha perseverancia, su ejecución ha de ser lenta y tranquila, parsimoniosa, y no debería durar menos de un año para que el sol efectuara todo su recorrido en el cielo subiendo y bajando del horizonte. Pero los gusanos tienen prisa y un hambre voraz.

El hieratismo de los objetos y de los muertos, su inmovilidad forzosa, podría parecer una ventaja, una facilidad añadida para pintarlos, la mejor ocasión. También una comodidad por mi parte y una buena predisposición por la suya ya que las columnas y los cadáveres ni respiran ni pestañean, ni piden agua ni dan pan, ni tampoco nos ofrecen una vulgar y aburrida conversación.

Esa clase de modelos carecen de movimiento aparente al estar tan fuera del tiempo como dentro del espacio. Pero no es así exactamente si queremos mostrar el verdadero significado de algo que no forma parte ya de nuestro mundo aunque todavía permanece en él. El movimiento confunde y enmascara la vida de igual manera que la propia vida se desfigura a sí misma al vivirla, al cubrir y ocultar aquello que hay al fondo, allí, en esa sima oceánica, en ese punto en el que las líneas se pierden mientras el sol, al iluminar los membrillos, juguetea con las cosas, estén quietas o móviles o luzcan marchitas como unas agotadas y quebradizas rosas secas.

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Nací esclavo y aprendí de pequeño las habilidades de mi oficio en los talleres de Publio Cornelio Lucio, un liberto que heredó el nombre de su amo, una importante y antigua familia romana que cuentan que luchó contra los púnicos hace ya más de cuatrocientos años y que dicen derrotó al terrible Aníbal y a sus elefantes.

Lucio, al ver cercana su muerte, liberó también a buena parte de sus esclavos pintores como gratitud por el dinero que le habíamos hecho ganar y por la fama que obtuvo a nuestra costa. Así pues, ahora me llamo casi como él, Publio Cornelio Marco, un nombre que no es cabalmente el mío ni me da derecho tampoco, al no formar parte de ninguna tribu, a votar en los comicios, soy romano, pero no un ciudadano romano.

No conocí a mi madre y sospecho que mi padre fue el mismo Lucio que me enseñó a pintar y que preñaba a sus esclavas. No tengo conciencia de haber tenido una y sí la de haber estado en brazos de muchas y de haberme alimentado de todos sus pechos. En ese extraño ambiente de harén me crié, viendo dibujar cielos, ojos y soles, carnes amarillentas, estancias vacías y ventanas estrechas que daban a jardines inexistentes y solitarios.

Lucio siempre me dio un trato especial y, creo, los mejores consejos para pintar bien.

Usa los dedos más que las manos, no los apoyes, deja que vuelen.

Y los ojos más que los dedos.

No pintes aquello que no puedas mirar ni sepas ver, ni hayas visto jamás.

divendres, 16 de desembre del 2016

Areté (y 3)


Areté (y 3)


Todos los humanos que me han tratado estaban solos, abandonados aunque poseyeran familia y creyeran en los dioses o en la justicia, Claudio también, rodeado de paisajes, de recuerdos y de nada.

Igual que yo, que confundo las personas con los árboles y esa nada con las sombras, unas presencias imaginadas; cuando fallezca no notaré la diferencia entre esta vida y la otra.

En su casa hay dos habitaciones pintadas con escenas arquitectónicas vacías de personas, en una aparece una puerta al fondo y tras ella un jardín, en la pared de la derecha han dibujado una ventana que deja ver el tronco de un ciprés en un cielo claro. La habitación no contiene muebles y sólo se oye el agua de la fuente que hay en el patio, la playa de Claudio, dice él, una que baña un solitario palacio blanco.

En otra habitación hay escenas eróticas, parejas, orgías, hombres y mujeres mezclados, es difícil distinguir a los unos y a las otras, todos parecen buscarse y todos piensan haberse encontrado. Dice que son la gloria y la tierra a la vez, ambos en un solo lugar y sucediendo todo en el mismo momento.

Claudio me pide que le hable de Siracusa y de cuando era una niña, pero si le contara la verdad me vendería de nuevo, en realidad quiere encontrar en mis ojos oscuros y rasgados a una que conoció no sé dónde o que todavía no ha visto, pero yo no soy la mujer que busca ni nunca lo seré, no he cabalgado por las praderas de Tracia aunque mis fantasmas me monten desbocados asidos con fuerza a mi cabello negro. Sus ondas son las del trigo carbonizado por el fuego, las de las malas hierbas altas de las salvajes y solitarias llanuras de Asia que desembocan al este en un mar y en otro mundo.

Hace escasos meses a Claudio, un rival y conocido suyo, Marco Cornelio Emiliano, tan anciano como él, le ha robado una de sus haciendas y le ha matado los esclavos que la cuidaban. Ha tenido que pedir ayuda a un antiguo amigo y soldado para atrapar al ladrón y llevarlo a juicio. En la disputa han muerto más hombres y mujeres y Emiliano, el ladrón, ha perdido su patrimonio que se ha subastado públicamente, a su esposa enferma y a su esclava preferida que hacía como yo, ahuyentar el miedo de su amo bebiendo la leche de su falo.

Vi a Emiliano encadenado en el sótano de la casa de Claudio esperando el juicio, un hombre ruin y sórdido, una bola de sebo sucia llena de huesos mal colocados, me pidió que matara a mi dueño a cambio de oro y de mi libertad. Era una promesa que, sin duda, no pensaba cumplir y que solamente me habría transportado al Hades antes de hora si la hubiera llevado a cabo, aunque a la muerte iré, más pronto que tarde, si Claudio no lo mata primero porque tratará de vengarse en mí por su fracaso.

Eso hicieron todos, eso hace cualquiera, incluso Alejandro, mi amado pirata, vengarse en mí y venderme después. Al final sólo posees lo que es únicamente tuyo, el dolor y el placer. En ellos me he refugiado siempre para huir del miedo y del mundo, y en ambos cree ver Claudio algo que no tengo ni tendré, una niñez jugando en las playas de Siracusa.

¡Mata a Emiliano! -le he dicho y casi le he ordenado-, y ése ha sido el único consejo que he dado a alguien en toda mi vida, para mí y para Claudio es conveniente que lo haga, que le corte el cuello y que deje manar su sangre si no quiere ver la nuestra manchar el suelo que pisamos.

Ambos ya somos viejos y en su casa he aprendido, y he empezado, a mentir, una gran enseñanza nueva, todo un arte que mantiene a Claudio en vida y a mí a su lado.

Un día vi a unos jóvenes saltar al mar desde un acantilado, se lanzaban de cabeza jugando, clavando su cuerpo en el agua sorteaban las rocas como si fueran un alfiler, la luz de un diamante. Llovía, el cielo estaba oscuro, la espuma y las gaviotas florecían a su alrededor y unos pájaros de picos de colores peinaban mis cabellos ensortijados. Mientras los muchachos jugaban las nubes se acercaban, amenazaba tormenta y yo esperaba ansiosa ver de vuelta la vela de Alejandro en el horizonte.


Mis pezones son oscuros como los labios de mi sexo y mis ojos están pintados con ámbar y fango. No quiero recordar ninguna playa porque la lluvia cae sin cesar anegando el camino de regreso a casa, el vientre de donde salí.

Areté (2 de 3)


Areté (2 de 3)


En ocasiones me confundo y no distingo las quimeras de la realidad, quiero soñar y poner rostro a esas imágenes ilusorias que espigo entre el miedo y la necesidad. Creo que en algún momento enloquecí aunque no lo parezca ni nadie piense tampoco que me ha poseído ninguna diosa.

He tenido muchos dueños como se tienen las horas o los días, agua entre los dedos, pero con uno viví un tiempo no demasiado largo que llegó a ser toda una vida. Fue mi segundo señor, un bárbaro que se llamaba Alejandro, un pirata ilirio que me raptó de Sicilia siendo apenas una muchacha, matando a mis primeros amos, a la gente y a los esclavos de la granja en la que nací.

Parecía su esposa, o pensé que lo era porque esperaba anhelante su vuelta cuando se marchaba. Con su nave venía, se iba y regresaba, meses más tarde, como Odiseo, limpiando la casa de pesadillas, malos olores y derramando su sed en mí. Lágrimas y risas, todas juntas, sangre y mar al mismo tiempo, mezclado y sin separar. Trofeos y botín, tesoros malgastados como las canciones que se cantan al amanecer. Su pene parecía una faca más que una espada, un cuchillo curvo, una sonrisa. Pero todo termina y las naves acaban, quieras que no, hundidas y desarboladas.

Como un naufrago serví después en las legiones e incluso llegué a ser una de las esclavas de los generales de Pompeyo que hundieron la galera de Alejandro. Al romano, el varón más poderoso de Roma, le vi un día mirarme con su expresión de niño travieso que escondía a un hombre asustado. Su cabeza ya se había separado de su cuerpo aunque todavía permanecida unida él.

Mucho tiempo más tarde, Claudio me compró a su tío Tulio que me había adquirido a su vez en un mercado de esclavos. Ese tío creyó, el muy estúpido, que por el hecho de hablar el griego podía enseñarlo a sus hijos, tan lerdos como él. Cansado de mi poca capacidad pedagógica me revendió a su sobrino por cuatro miserables sestercios. En realidad no podía soportar mi desprecio altanero que su látigo tampoco conseguía domesticar. Soy ya demasiado vieja para que un pedazo de cuero pueda sujetarme.

Para sobrevivir he tenido que alejarme, convertirme en ese φντασμα del que hablaba, recluirme, ni siquiera he engañado, disimulado o mentido, no ha sido necesario. Nunca he intrigado ni urdido una trama fuera de la ropa que he tejido para mí. Más parece que haya sido Penélope, esperando algo que no sucederá o que lo hará demasiado tarde, a destiempo y fuera de lugar, que su esposo Odiseo, que tuvo que construir un caballo de madera y engañar a los troyanos para vencerlos.

Claudio me mira intrigado porque mi altivez borra las señales de mi pasado, mi insolencia lo oculta entre las arrugas que ya empiezan a aparecer en mi rostro, ese tiempo inasible ya, remoto, una especie de Arcadia que Claudio cree que alberga alguna rara certeza y que, deseoso, busca constantemente en mí y en mis ojos en lugar de mirarse a sí mismo en los suyos.

La verdad de la existencia, a la que algunos llaman vida, es la capacidad de soportar el dolor que causa la experiencia del tiempo.


En la experiencia del tiempo está la muerte y la muerte es la frontera del mundo y el mundo es lo que hace al caso. Todo lo que hay más allá es todo aquello sobre lo que es mejor guardar silencio. Yo no soy nada ni hago al caso excepto en los ojos de Claudio que, tozudos, me retienen en su mirada cada vez que iluminan la oscuridad.

Areté (1 de 3)



Areté (1 de 3)


Me llaman Areté y mis ojos parecen haberlo visto todo.

Pero no es así, aunque en mi memoria haya incluso cosas que no han ocurrido apenas he podido distinguir nada en toda mi vida.

Soy una esclava, nací en Siracusa y desconozco quién soy.

Alguna mujer debió de parirme y perderme nada más salir al mundo, desde entonces no hago más que intentar regresar a casa de nuevo, al vientre de donde salí.

Mi piel ya no es la de una joven, mis pechos han caído y mi aliento no huele igual. He logrado, sin embargo, mantener la palma de mis manos lisa, sin grietas, como si fuera el agua helada de los charcos en invierno.

Ahora vivo con Cayo Mario Claudio, un patricio anciano que fue rico y que me pide lo mismo que todos los otros amos me han pedido antes, que lo bañe y lo unte en aceite con mis dedos suaves y mis ojos fríos.

También quiere que le hable en griego, en un mal griego de Siracusa y que le lea los discursos de un tartamudo ateniense.

Dice que parezco una reina, que soy altiva y arrogante y que mi porte transluce el orgullo antiguo de Antígona o de Medea. Eso dice y al decirlo se lo cree porque cuando lo baño lo miro sin sonreír y cuando mi índice penetra en su ano mi otra mano vacía de semen su miembro.

No soy nadie ni nada poseo, casi ni nombre ni pasado tampoco, así que mi dueño, ese Claudio viejo, es lo único que he de esperar y es lo mejor que puedo tener.

Lo que no logro comprender es cómo consigo poseerlo más allá del placer que le entrego, en mis brazos se pierde, se diluye como el hielo entre las manos.

¿Me da él algo parecido?

Necesito creer que nunca me lo ha dado y que me lo doy yo a mi misma estando como estaría con cualquiera, siempre he pensado que los cuerpos son intercambiables y que los nombres no tienen importancia porque se pueden olvidar o confundir. Todo es carne de la misma forma que los hijos que parí fallecieron.

Carne viva y carne muerta, da igual la una como la otra, carne era la que tocaba cuando en habitaciones oscuras recibía a hombres a los que no veía. Para sobrevivir logré que me gustara lo que hacía y ser tratada como a un espíritu, un φντασμα, un ser inexistente que vive fuera de nuestra memoria, la libertad del que no tiene nombre, del que no ha nacido todavía y piensa que aún puede elegir.


Por ello busco en mis fantasías a mis padres y a mis hermanos que no he tenido, a reyes y a esposos que únicamente me visitan en mis sueños, por ello también creo encontrar en los humildes conejos de corral a los hijos que he perdido sin apenas haberme dado cuenta que los he parido.

dilluns, 5 de desembre del 2016

Claudio (y 3)


Claudio (y 3)

Tiempo después ese niño me ayudó a huir a Cilicia junto a la parentela de César cuando Sila desató en los partidarios de Mario su sed de venganza. Él es ahora un general veterano de las legiones galas de Julio, y a él he pedido ayuda de nuevo.

Me la ha prestado enviándome a veinte hombres de su legión que han matado a todos los esclavos de Emiliano, lo han apresado y lo han retenido encadenado en los sótanos de mi villa hasta el día del juicio. Solamente así he podido presentar una demanda oficial contra él y que el magistrado la haya aceptado al tener enfrente al acusado.

La sentencia ha sido la que corresponde en estos casos, me ha permitido subastar públicamente la hacienda y todos los bienes de Marco Cornelio Emiliano, cobrarme mi parte, incluido el precio de mis dos esclavos muertos y el cuantioso regalo que he hecho a los soldados de Lucio que me han servido, y devolverle el resto sobrante que no ha llegado ni siquiera a poco.

El juicio ha sido público y muy concurrido, la gente se ha divertido mucho a nuestra costa y se ha burlado de forma muy cruel de nosotros dos aunque siempre se lleva la peor parte el que va a ser condenado. Todos han hecho mención sarcástica de nuestras esclavas insatisfechas y escarnio de nuestros miembros que ya no son el mango de ninguna espada.

Ambos somos unos ancianos, pero yo todavía me mantengo delgado, algo ligero y vaporoso y en mi túnica sencilla no había ninguna mancha de grasa, estaba limpia a los ojos de cualquiera, me presenté afeitado y con los cabellos cortados.

Él, en cambio, aunque hice que mis esclavos lo lavaran, llevaba sus propias ropas no muy elegantes, sucias y raídas, su cuerpo mostraba una obesidad mórbida de años y su semblante no escondía el miedo que la gente ahuyenta de mala manera riéndose del prójimo, del débil y de sus visibles flaquezas.

Al juicio no ha sobrevivido su esposa que ha terminado su larga enfermedad de tantos años, ni tampoco su liberta griega Calipso, el origen de todo el altercado y que murió en la refriega a manos de los mercenarios que liberaron mi casa. 

De todo ello hace sólo cuatro meses.

Areté me sigue lavando, untando en aceite, y continúa perdiendo en ello su porte de aristócrata para convertirse en una simple mujer fascinada en una cama, sin nombre ni pasado. Tengo miedo, sé que Emiliano se vengará y que lo hará en ella.

Para evitarlo quizá lo más conveniente sea terminar bien el trabajo, no dejarlo a medias, matar a Emiliano y robarle lo poco que conserva, así aseguraría mejor mi hacienda y a mi esclava. A mi rival no le quedan clientes ni familia que quiera lavar su ropa ni defenderlo de sus enemigos, pero todavía es capaz de vengarse en una simple mujer, y a mi, la verdad, me gustaría que mi griega continuara bañándome y que en ello ambos lográramos seguir perdiendo el miedo y ahuyentar el futuro.

Pero... también he pensado liberarla y darle una parte de mi hacienda para que se marche lejos, para que huya. Mis primos protestarán la donación y denunciarán ante los tribunales los derechos que creen les corresponde por herencia, pero eso ya no me preocupa, se acercan tiempos difíciles de nuevo, Pompeyo y Cesar no caben juntos en Roma y uno de los dos terminará en una pira funeraria a manos del otro que portará la tea incendiándolo todo de nuevo.

De niño tuve un hermano que falleció de fiebres al beber agua sucia, era un poco mayor y siempre me protegía y me defendía en las peleas y me aconsejaba en mis inseguridades y dudas. No sabía él mucho más que yo, pero su sola presencia y permanente ayuda, su constante fraternidad superaban de largo la mejor y más perfecta sabiduría y la fuerza de todos los ejércitos de Roma.

Siempre he creído que el daño del mundo es consecuencia de alguna clase de traición y de promesa no cumplida, en los tratos y en las fidelidades y lealtades rotas nace el rencor y la venganza. No ha pasado un solo día, desde su muerte, que mi hermano no haya estado a mi lado, fiel y leal, igual que lo estaba en vida.

Ahora, que mi piel se apergamina, el mundo parece traicionarme a mí en aquel pacto de inmortalidad que creí sellar al nacer, ya sólo me queda una esclava que parece una reina y esa presencia fraterna y tranquila que sé que me espera.


El río es ancho, pero el cauce no es hondo, todo él es un vado, atravesarlo será como si caminara por encima de sus aguas, chapoteando igual que niños en los charcos.

Claudio (2 de 3)


Claudio (2 de 3)


Lo cierto es que, gracias o a pesar de su nombre que rememora a la aristocracia, Areté no sabe hacer gran cosa excepto llevar ese porte distinguido que aparentemente no sirve para nada, esa presencia que la envuelve como una aureola y que pierde, como si tirara al suelo un fastidioso y pesado hoplón, cuando me baña.

Es extraño, de estatua se convierte en una mujer fascinada, no debería hacerlo, nunca se lo he pedido, al menos no he pretendido ni esperado que sus manos se conviertan también en su corazón, una concubina es sólo una concubina y como tal debería comportarse. Pero lo hace o sucede, sus ojos agonizantes refulgen como una luz en la superficie temblorosa de las aguas.

Después la observo avergonzada aunque sospecho que la impele el horror a ser vendida de nuevo, a continuar viviendo como una esclava que pasa de mano en mano, y aunque en mi casa lo es, una simple esclava, debe querer pensar que ha terminado ya su largo viaje. Yo supongo también que en ese final imaginado desata todo su furor y voluptuosidad, que no aparta la mirada de la mía para atrapar conmigo su propio espanto y liberarse así del miedo.

Ella y yo hablamos a veces en griego, o le pido que me lea en esa lengua poesía, teatro, o me recite alguna filípica del tartamudo Demóstenes. Lo hace muy mal, con su fatuo acento siciliano interpreta hoscamente los personajes simulando fatal su voz, el carácter de cada uno y desvirtuando la escena; es una mala actriz aunque no sea ninguna analfabeta. A mí me cuesta leer y a pesar de lo anterior me gusta oírla leer, mis ojos están cansados y los lentes que fabricó para mí un óptico más viejo que yo, son, a día de hoy, un cuchillo romo que ya no es capaz de cortar ni la niebla que los nubla.

Un día le pregunté por Siracusa, me respondió que cuando los piratas la raptaron, siendo una adolescente, mataron también a sus dueños, unos campesinos griegos ricos y algo instruidos y a casi toda la familia, a los esclavos los revendieron, y que más tarde tuvo un hijo de aquellos bárbaros que murió al poco de nacer. Dice que al no quedar preñada de nuevo la traspasaron como saldo pues vale más una madre que una simple mujer. Así fue pasando de unos a otros y de dueño en dueño.

El porte aristocrático, sin duda, la ha mantenido en vida como si fuera ese pesado escudo que usan los infantes en la guerra para protegerse. Su aire frío y distante la esconde y la oculta. Ella afirma lacónicamente, como correspondería a una buena espartana, que en realidad nadie la ha llegado a tocar nunca aunque hayan caminado legiones enteras de soldados por encima de su cuerpo.

Pero tiene miedo, lo tiene como lo ha tenido siempre y lo pierde cuando se desnuda, cuando se despoja de túnicas y corazas y aparece, tras ellas, la niña que jugaba en las playas de Siracusa, en mi pobre bañera cree encontrarlas de nuevo. Pero a veces dudo, no sé si es la niña la que realmente aparece o si es la mujer la que simplemente me engaña.

Mi clientela es escasa, casi inexistente, mi soltería me impidió heredar toda la que poseía mi padre que se desvaneció en el aire y en las guerras, y porque en mis tiempos, durante los consulados de Mario, no aproveché la oportunidad de ejercer de tribuno como él me ofreció y me aconsejó, hubiera podido enriquecerme siendo magistrado y defensor de las causas plebeyas. Como hizo el famoso Marco Livio Druso habría vendido bien mi voto y mi palabra en los tribunales y en la Asamblea de Ciudadanos, pero nunca me ha gustado la política excepto para hablar de ella en los banquetes y entre amigos, es un raro escrúpulo que pocos siguen y que tal vez sea la verdadera causa de mi soltería, la política es un trato permanente y yo no quiero compromisos ni componendas.

Sin embargo, mis recelos políticos no me libraron de su funesta influencia. Tuve que ir a la guerra y defender en ella los intereses de mi familia que desde tiempos no tan lejanos había respaldado siempre la causa popular, a los Gracos y a sus reformas agrícolas que los llevaron a la muerte.

No es bueno que alardee de mi valentía militar, pero la centuria que mandé realizó algunas buenas hazañas gracias al orden y a la disciplina que logré imponerles. La plebe es lerda y aunque el ejército es ya casi todo mercenario, su condición es todavía peor que la de los antiguos campesinos que, años atrás, defendían con la espada y con orgullo a Roma y a su República. Los soldados de ahora, esos proletari, sólo defienden a sus jefes y a su paga.

En una ocasión salvé a un joven soldado, Lucio, casi un niño, un velites que disparaba flechas y lanzaba piedras por entre las filas de las legiones en formación. Lo saqué a rastras de la primera línea tirando de sus cabellos, si lo hubiesen atrapado no lo habrían matado enseguida, se hubiera antes convertido en un juguete, en uno de esas andróminas de burdel.

Mi esgrima era buena y mi baja estatura los desconcertaba si lograba pelear a corta distancia, la espada apuntaba a su vientre, era sólo un amago porque golpeaba de abajo arriba rebanándoles el cuello, los soldados temen perder más sus partes que sus cabezas.

Claudio (1 de 3)


Claudio (1 de 3)

Todo empezó cuando hace unos meses Marco Cornelio Emiliano asaltó con una de sus cuadrillas mi pequeña propiedad de la Liguria que cuidaban dos de mis esclavos. Los mató, se apropió de la casa, de las tierras colindantes y se la ofreció en usufructo a su liberta Calipso, una griega de sólo 16 años que, según cuentan, lo bañaba y lo untaba con aceite cada día.

Emiliano, pariente lejano mío y del cónsul Cinna, es un anciano avieso, amargado por la enfermedad de su esposa y por la muerte de sus dos únicos hijos en los campos de batalla que enfrentaron a Sila y a Mario. Partidario fanático del primero luchó a sus órdenes en aquellas guerras civiles, y luego, cuando impuso su dictadura el “Afortunado”, desempeñó algunas magistraturas que facilitaron al tirano el cumplimiento de sus leyes patricias, la ejecución indiscriminada de sus crímenes y proscripciones y la instauración soberana del terror.

Hasta la usurpación de mi hacienda, Emiliano, había vivido retirado cerca de Nápoles con su esposa enferma postrada en la cama y con sus jóvenes esclavas que le adornaban la casa. Sólo sabía de él por el hijo de Cinna y por algún conocido común que me contaba su deterioro.

Ahora, sorprendentemente, ha querido apropiarse de mi pequeña villa para su liberada Calipso y lo ha hecho sin pagar ningún precio, robándomela con descaro y sin miramientos. En ella la ha instalado para visitarla como si la muchacha fuera su verdadera matrona y no la concubina que es.

Ni la sangre derramada ni el robo le devolverán su juventud, la salud de su esposa, la energía de su miembro ni con ellas a sus hijos muertos.

Yo, sin embargo, Cayo Mario Claudio, sobrino del gran Mario, no perdí ningún hijo en aquellas terribles disputas civiles porque nunca lo tuve, fui siempre soltero y oficialmente célibe a pesar de las presiones constantes que mi gente ejerció para que fundara mi propia casa. Tenían razón, no se posee un verdadero patrimonio si no se es padre. Sufrí, eso sí, el exilio y el despojo de buena parte de los bienes familiares por la mano de esos patricios que creían, y creen todavía, que Roma es solamente suya.

Pero las vidas son a veces extrañamente paralelas, patricio como ellos mi edad es similar a la de Emiliano, soy un anciano y mi existencia solitaria en el campo está tan rodeada como la suya de nada, de paisaje, de recuerdos y de alguna que otra esclava que también me baña y me unta con aceite la piel y el intestino.

A mis años no pido mucho a mis lares, sólo que de vez en cuando permitan a mi falo depositar su leche en la vaina de alguna joven, esa medusa que nos petrifica impidiéndonos pestañear. Les ruego igualmente, y con todo mi fervor, que sigan manteniendo la paz, la claridad de mente y de corazón que creo disfrutar y que el muy estúpido Emiliano acaba de romper.

Yo también tengo, entre mis esclavas, a mi griega preferida, Areté, una mujer nacida cautiva y originaria de Siracusa. La raptaron los piratas que emponzoñaban las costas y que ahora acaba de derrotar Pompeyo enviándolos a todos al fondo del mar.

Antes de llegar a mí, Areté, pasó por varios dueños que sólo la compraban como concubina para revenderla cansados al poco tiempo, terminando, tras muchos intercambios y transacciones, en casa de mi tío Tulio que le dio otra utilidad. Pensó que podía enseñarles el habla de los griegos a mis primos, sus hijos y mis únicos herederos.

Ese hermano de mi madre, Tulio, aunque piadoso, puritano y de moral estricta es un necio y un avaro codicioso que no quiso pagar el precio que vale un verdadero pedagogo, un preceptor formado en alguna Academia helena, cree, el muy simple, que el mero hecho de hablar una lengua te permite enseñarla.

Las lenguas, como las ciudades, poseen sus cloacas y sus acueductos, en ellas hay puentes y muros, cimientos y torres altas como faros, no puedes abandonar nunca la que te vio nacer.

La poca habilidad pedagógica de Areté se añadió también a la escasa inteligencia de mis primos y a su nula predisposición por la cultura, el saber y el buen hablar, esos chicos son unos pobres memos que no piensan más que en gastar sus días en los baños y sus noches en los burdeles.

Pensando que no servía para nada, Tulio me la revendió por poco dinero cuando envió a sus hijos a la milicia, creyó que entre los soldados serían más útiles que en los brazos de las rameras. En eso acertó.

Sea como sea, en casa de mi tío nadie ha necesitado hablar nunca el griego ni el buen latín de nuestros abuelos, y Areté no era tampoco una hembra para mis primos, demasiado altiva, “no queremos reinas en casa, en nuestra familia todos somos republicanos”, señalaban con sarcasmo.