Pasado mañana (y 3)
Se considera que es
positivo y beneficioso planificar y objetivar nuestros deseos, colocarlos
encima de la mesa, uno al lado del otro para evaluarlos, descartar las quimeras
y centrarse en aquellos objetivos que nuestras capacidades puedan conseguir,
dicen y cuenta de nuevo. Eso debería enseñarse en las escuelas, dicen y cuentan
que se cuenta en esas escuelas modernas del saber mandar. En ellas nos explican
que todos deberíamos conocer, ya a los seis años, aquello que estaremos
haciendo a los treinta. Qué y con quién. Y a los veinte ya debería de estar
todo escrito en nuestra agenda y libro de notas, en nuestro diario, en nuestra
bitácora o blog particular, hasta el día de nuestra muerte, señalada en rojo.
Pero las cosas pueden
fallar, claro. Todos sabemos que eso ocurre, y esos que dicen y cuentan esas
cosas también lo saben. Entonces hemos de ser flexibles, resilientes y
resistentes, abnegados y persistentes. Obstinados en nuestro afán de ser los
dueños de nuestro tiempo, aunque eso signifique dañar a alguien. Nuestro
bienestar es la garantía más alta que podemos ofrecer a los que nos aman,
cuentan que se dice. Hemos de ser aptos y capaces, estar listos y preparados
para ayudarles y servirles, no por nosotros, sino por ellos, cuentan todos esos
que dicen eso que se cuenta.
Normalmente los
escritores y los poetas hablan del pasado, de la memoria, de las cosas que nos
evocan a otras, a otros tiempos y personas, pero aunque al mañana podamos
burlarlo, el pasado mañana nos caerá encima como una losa o se elevará como un
avión que perderemos inexorablemente. No hay una segunda oportunidad, el tiempo
no regresa. No hay que permitirlo, nos aconsejan. Nos persuaden que no debemos
dejar de decirnos a nosotros mismos qué es lo que queremos y necesitamos,
mirándonos en un espejo, escribiéndolo en un papel y además, eso es lo más importante,
declamándolo en público, frente a nuestros compañeros de aula, amigos y
familiares, como los alcohólicos que al saludarte y presentarse con su nombre y
apellidos añaden también su condición de dependencia alcohólica y su voluntad
de derrotarla. Como aquellos viejos comités de los partidos comunistas y sus
confesiones públicas, delante de todos se aliviaban de sus errores y faltas, y
manifestaban también su deseo explícito de enmienda.
“Hola, me llamo José, tengo 40 años, trabajo en el
departamento de olvidos y pérdidas de un empresa de transporte. Estoy
divorciado y tengo dos hijos, Luis y Luisa, gemelos de ocho años que viven con
su madre. Yo vivo solo y soy idiota, pero según parece todavía nadie se ha dado
cuenta de ello”.
Al menos la Iglesia Católica
siempre supo que las culpas hay que confesarlas en privado y en secreto, pero
aquello eran otros tiempos.
“…me parece que no me estás
escuchando, mírame, te estoy hablando, recuerda que nunca te he faltado al
respeto, ¿por qué miras esa ventana?, ¿qué sucede ahí fuera que te interesa
tanto?
¿Ahí fuera?
Ahí fuera estoy yo,” bailando solo una música que no suena. Unas
ancianas me miran, dos sorprendidas, otras tres asustadas y cuatro más
sonrientes al oír esa música silenciosa y acompañar mis pasos de baile
estrafalario con un leve movimiento de pies. Pronto lloverá, agua que no maná,
y yo seguiré con mi danza sorda y saltarina para ir lentamente quedándome
parado, inmóvil mientras sigo bailando quieto. Pasmarote, tente tieso, bibelot parado,
títere mustio y santo meditador. Seré tu
manto, seré tu piedra, seré tu palo y tu dulce flor.”
Pasado mañana me diré a mí
mismo que ayer, incluso que anteayer, ya estaba tomada mi decisión de no ir, de
no acompañarla a tomar ese avión. Le diré que se las arregle como pueda y que
le cuente al taxista, al aviador, al piloto, al compañero de sillón o al
taxidermista, sus cuentos y sus cuentas que nunca suman dos y que nunca llegan
a diez.
No debe sorprenderse,
ella ya sabe que siempre bordeamos el milagro al igual que la tragedia. Eso
siempre es un misterio que está escondido dentro del tiempo.
Yo no sé que puede ser, no estoy muy seguro qué significa
exactamente, sospecho qué es, pero sé también que es algo que no se puede nombrar, no
hay boca que sea capaz ni tampoco ningún cerebro competente que lo pueda
imaginar, edificar y erigir. Nadie puede decir tal palabra en voz alta para que
todos la oigan, no es posible, no puede ser, hay que morir ocho veces y media,
creo, para tener tal potestad, y ni siquiera Dios ha muerto tantas.
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