Trent Parke
Mañana (y 3)
El sargento de la Confederación
llamado Ethan, dice:
“El indio, tanto cuando ataca como cuando huye, es
inconstante, abandona pronto, no puede imaginar que alguien persiga algo sin
descanso”.
La cuestión es, y no es un dilema baladí, que a estas
alturas de mi vida todavía no sé si soy el comanche que huye o el rostro pálido
que lo persigue, de verdad que no lo sé.
Y mucho menos en estos días que me llaman desde América
unas voces educadas que me reclaman una deuda.
Las deudas hay que pagarlas y mi vida de estos últimos
años demuestra que así lo creo y así lo he hecho. Da igual si es mucha o poca,
si es con un amigo o con una de las poderosas multinacionales que rigen medio
mundo y que me dicen, con su salmodia medio caribeña y medio andina, que he de
pagar mañana sin falta. Pero mañana es imposible y además no puede ser.
Los comanches fueron los primeros caballistas de las
grandes llanuras de Norteamérica, ellos, junto con los pueblos campesinos del Missouri, dieron lugar al
nacimiento de lo que se ha conocido más tarde como “Cultura de las llanuras”.
Los comanches, al igual que los utes y los descamisados
shoshones, hablan, y casi podemos afirmar que hablaban, una lengua del tronco
llamado “uto azteca”, la misma que usaban aquellos que, recién llegados,
esclavizaron como lo hacen los bárbaros, los ladrones y los salvajes, a todo
México central. Pero Cortés los redimió y los elevó al altar del mito al
convertirlos en víctimas cuando no lo eran.
Cortés llegó con dos compañeros, cuatro armaduras, media
docena de caballos, una amante nativa que le servía de traductora e intérprete
y unos cuantos miles de esclavos que tenían
unas ganas enormes de cortarles la cabeza a sus dueños hasta aquel momento, los
afamados aztecas. Esa, como muchas otras, es también una historia de venganzas.
Pero pagar una deuda es todo lo contrario, no tiene nada
que ver con una venganza y sí con la justicia y la rectitud. Y nunca, nunca con
el resentimiento.
Esas son cuestiones muy difíciles de discernir. En
México, precisamente, a The Searchers,
se la tituló Más corazón que odio,
dando a entender que la persistencia en perseguir a aquellos comanches
secuestradores nacía de un concepto profundo de justicia y restitución, no de
odio, inquina o triste y mezquino rencor. Pero no solamente eso.
Cuando Ethan por fin, después de muchos años, encuentra y
libera a su sobrina Deborah, simbólicamente halla también a su propia familia, aquella
que él perdió del mismo modo cuando era un niño. Al rescatarla de los comanches
salva igualmente a los suyos, masacrados en otro tiempo y de un modo muy
parecido por otros indios. Así pues no puede olvidar a esa niña, Debbie, la
hija reconocida de su hermano asesinado, no puede dejar que se la lleve el
tiempo y seguir viviendo sin pasado.
Ethan tiene que ser fiel a su infancia y dedicar toda su
vida a salvaguardarla y a reconstruirla, y, si es necesario, descender a los
infiernos. Debe hacerlo si cree que allí se encuentra o piensa que la perdió
tras alguna loma, después de una curva o en el fondo de alguna cañada seca.
Pero Ethan tiene un secreto que no forma parte de esa
infancia que quiere recuperar a través de una niña secuestrada, Debbie es en
realidad su hija y Marta, su cuñada, el amor de su vida a la que mataron los
comanches junto a su esposo y hermano de Ethan que no sabía nada de esa relación,
o si la conocía callaba.
Una vez la encuentre y la restituya se irá. Será entonces
un hombre triste, profundamente inmerso en una pena que no tiene nombre, pero
será una tristeza gloriosa y alegre.
¿Qué significa una tristeza gloriosa y alegre?
No
estoy muy seguro, sospecho qué es, pero sé también que es algo
que no se puede nombrar, no hay boca que sea capaz ni tampoco ningún cerebro
competente que la pueda imaginar, edificar y erigir. Nadie puede decir tal
palabra en voz alta para que todos la oigan, no es posible, no puede ser, hay
que morir ocho veces y media, creo, para tener tal potestad, y ni siquiera Dios
ha muerto tantas.
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