De niño, con apenas seis
años, observé a mi madre matar a un pollo, sacarle las entrañas y desplumarlo.
Al verlas echadas en el suelo para que se las comieran los perros supe que ella
moriría mañana. Mamá, le dije, vas a morir mañana, un árbol te matará. Así fue,
al día siguiente una viga podrida de la despensa se le cayó encima y le rompió
el cuello.
La incineramos y depositamos en
la vía que salía de nuestra hacienda sus cenizas, al lado de las de mi padre y
de las de Julia, una hermana que no llegó a nacer. Después, mi abuela Livia me
lavó, me untó en aceite y me mantuvo cuatro días con sus cuatro noches sin
comer ni beber. Una vez repuesto me entregó al santuario de Júpiter más cercano
para mi aprendizaje. Estaba lejos, a varias jornadas de viaje, era un caserón
vetusto y ruinoso con un pequeño templo adosado dedicado al dios del Universo,
allí me quedé dos años, solo.
Un viejo sacerdote me dijo al
llegar: recuerda que la rosa es únicamente la rosa, y que la rosa que conocerás
un día te matará en vida sólo si eres digno de morir de tal manera, ¿lo eres?
No supe qué responder, no
sabía de qué me estaba hablando.
¡Toma!, el sacerdote me dio
una paloma y un cuchillo, ábrela y dime cuándo moriré, me ordenó.
Tenía el hígado muy oscuro y
grande y el buche tan lleno que estaba a punto de reventar. Te estás muriendo
ya, le respondí, no tardarás y no será por causa de ninguna rosa, añadí
desconcertado al ver aquellas vísceras y mis manos ensangrentadas. Al oírme me
abofeteó con tanta violencia que me tiró al suelo, me levantó arrepentido, se
arrodilló ante mí y me abrazó llorando, desconsolado como si él fuera el niño y
yo el sacerdote.
Al cumplir los ocho años me
escapé y regresé andando. Al cabo de seis semanas, sucio, cansado y hambriento,
llegaba a casa. Durante el viaje unos soldados quisieron tomarme, pero logré
esconderme y escapar. Mi abuela me contó que mis dos hermanos se habían
alistado en las legiones de Mario y que ahora era yo el padre, el hombre de la
casa.
La gente venía y me pedía una
adivinación, yo les escuchaba pero no se la daba a cualquiera, por eso tal vez
Sila nos perdonó la vida cuando me preguntó por su joven esposa. Sólo
responderé por ti, no por ella, le dije, has de saber, añadí, que todavía no es
mi hora ni tampoco la tuya, no puedes tocarme. Y no me tocó.
Pasaron los años y vinieron
otros generales, murieron más hombres en las guerras y las mujeres siguieron
pariendo hijos que me traían para saber, algunas, quién era el padre.
Mi hermano mayor, Severo,
sobrevivió a la guerra, pero volvió loco, con a penas medio cuerpo, tullido y
roto.
Mi hermano menor, Cayo, no
regresó, no supimos nada de él, aunque todas las palomas que sacrifiqué
señalaban que estaba vivo y sano.
Vivimos entre muertos, decía
la abuela, y tenía razón, ellos no apartan la mirada, su falta de pestañeo es
un dedo que señala, tal vez, el origen de todo. Los pichones aunque ven son
ciegos como los amantes al final de la cópula. Deberás atrapar un águila para
encontrar a tu hermano y traerlo a casa, me dijo. Así lo hice, robé el
estandarte de una legión, fundí el metal y con él hirviendo en la olla eché a
una perdiz viva dentro. Sus entrañas se cocieron y me las comí. A la noche
siguiente la fiebre me postergó en cama una semana entera.
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