Día siete. Seres libres
Era una muchacha prudente
y educada, nunca hacía mención a la diferencia de edad que nos separaba, pero
tenía razón cuando afirmaba que mis visitas jamás regresaban, aunque ella misma
no era una buena prueba de ello.
Me costaba reconocerlo,
no quería admitir mi fracaso reiterado como anfitrión. Siempre sucedía algo que
las hacía partir como gatos escaldados.
Es posible que fuera mi pequeña
cama, la gente se cansa de caerse de ella, a nadie le gusta darse de bruces,
cada dos por tres, con el suelo por más alfombrado y tapizado que esté.
Mi joven amiga siempre
tuvo todos los amantes que deseó, los conseguía con facilidad al estar
predispuesta a ello. A una mujer le es fácil encamarse con quien desee si no le
importa la convención burguesa de la reputación.
En los hombres funciona
al revés, es injusto, pero nuestra promiscuidad, en esa convención burguesa y machista,
nos ensalza a los ojos de los otros hombres y también de algunas mujeres, como
si ellas fueran trofeos de caza.
Pero ella era y es un ser
libre y yo también.
En todo caso, y aunque
luego le quedara un regusto chocante, disfrutaba de sus amantes, o eso afirmaba
con una simpleza un tanto infantil. La amargura y el vacío que seguían a
continuación también formaban parte del guión y de la lógica de las cosas. Las
lágrimas que derramaba y algún que otro desconcierto psicológico iban en el
mismo paquete, parecían un adorno necesario, una especie de colofón. Pero todo
eso ahora no tiene ninguna clase de importancia, ya no.
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- El próximo día, uno de
noviembre, cuando se hayan ido esas visitas que esperas, me encontrarás tal y
como Dios me trajo al mundo dentro de la bañera de tu casa -me dijo con su
típica resolución de mujer decidida y mostrándome la mejor de sus sonrisas. -Solamente
tienes que desnudarte y meterte dentro tú también -añadió- pero si te da pereza
despojarte de la ropa entra vestido, me da igual, aunque te agradecería que al
menos te quitases los zapatos.
- Siempre lo hago, nunca
me baño calzado, acostumbro a lustrarme las botas con betún y los pies con
jabón, no al revés, querida mía- le respondí esforzándome en parecer simpático
y en lucir también una bonita sonrisa, la de mi padre que enamoró a mi madre y que era sin duda mucho
mejor que la mía.
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