Día diecisiete. Mi enfermera también miente.
Mi enfermera se ha
transmutado en cotorra, y ha empezado a explicarme intimidades y cosas de su
vida, dice que se ha desnudado porque yo se lo he pedido. No es cierto. “No
quiero que tenga una opinión equivocada, ya sabe que usted es alguien muy
especial para mí, no me desnudo cada vez que me lo piden, me ha dicho”.
“Mientes”.
Sus compañeros y esposos
me han contado que se desviste cada vez que tiene oportunidad, que es famosa en
todo el hospital por sus desnudos de terrorista. Sin avisar, y sin que nadie lo
espere, empieza a quitarse la ropa como si entablara una conversación amena,
educada y cordial. Lo hace en cualquier parte, en un pasillo frecuentado de
gente o en un ascensor vacío de cuerpo y mente.
Es capaz de hacerlo en el
despacho de su superior, en unos lavabos públicos o en el mismo quirófano en
plena intervención de fimosis o de cáncer de colon.
Desconoce que desnudarse
no es una actividad baladí, vestirse tampoco, y mucho menos cuando lo que
termina quedando al aire es la piel, la propia o la de los otros.
Se desnuda con demasiada
naturalidad y sin el más mínimo atisbo de erotismo, como si fuera a ducharse o
a ponerse el pijama. Tampoco es una activista de causas justas, sólo es una
mujer con ese don, desnudarse porque sí.
Hay ocasiones, me han
contado, que la encuentran encamada, medio dormida y abrazada al enfermo o al
moribundo, tal y como Dios la trajo al mundo.
Conmigo no ha llegado
hasta este extremo, solamente se despoja de las ropas que la visten y se sienta
en el borde de mi cama, a punto de caerse. Me habla de ella, de sus amores y
esperanzas, de su familia y de su trabajo, de las aspiraciones profesionales
que alberga y de las intrigas y triquiñuelas que tiene con sus amigos y
amantes.
Dice que quiere comprarse
una casita cerca del mar.
“No, no miento”.
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