Día quince. No olvides que te quiero.
Me asomo a la ventana y veo la cama vestida de blanco. Había llovido,
las calles estaban mojadas, no pude quitarte la ropa y tú te habías vuelto a
caer. Noche y día viviendo de tus senos, del sol en tus cabellos, del “no
olvides que te quiero”. De la luz que entraba cada mañana por el balcón para
tomarme preso sin pedirme permiso. Indiferente y sucia me iluminaba sin ninguna
clase de cariño. Despiadada y sin darle pena no mostraba tampoco ningún interés
por el sin sentido de no tenerte conmigo. No veía que en cada abrazo y en cada
beso interminable que nos dimos, tus dedos dibujaron en mi espalda un par de
copas vacías, que, sin el agua ni el vino de Πάτρα, convirtieron nuestro amor en un nuevo callejón sin salida ni destino.
¿Cómo hacerte mía al recordar que nunca lo fuiste?, ¿solamente con el frío de
tu cuerpo tendido en el suelo y encima del mío?, ¿sin imaginar el cielo?, dime,
¿de quién debo tener celos ahora?, ¿de aquellos que tuvieron tiempo? ¿Cómo
puedo vivir si tus labios continúan siendo todavía los míos?, ¿de qué puedo
hablar si ellos me siguen contando cosas de ti? Hace mucho tiempo que no me
pido perdón ni consejo, ni consigo saber ni decir nada de nada, y mucho menos
nada de mí. Ya no puedo soñar contigo, amor mío, ni logro vernos jugar desnudos
entre aquel espejo y la esquina, entre la arista y el filo de tu vientre de
sirena vacía y vana. En nuestra escalera de madera, con tu cola de medusa rota
que peinaba tu cabeza de mujer loca, perdí la mía, mi cabeza también y toda mi
boca… cana. (3)
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