Philip-Lorca diCorcia
4. Una escena triste.
Recordé
entonces una triste escena vivida con otro amigo y su madre enferma. Aquella
mujer iniciaba una deme ncia que yo creo,
sin embargo, que adquirió al nacer y no más tarde, al envejecer y acercarse a
la muerte.
Era
una anciana que solamente sabía hablar de sí misma colocándose en un pedestal y
buscando un público inexistente que aplaudiera. Decía sin ningún atisbo de
vergüenza que era un modelo de bondad y de virtud.
En
cambio, según su propio hijo afirmaba delante de cualquiera, no hacía más que
tergiversar de la manera más descarada, verdulera y desvergon zada los hechos, las circunstancias de las
personas y las personas mismas para que todo encajara en el modelo que ella se
había construido de sí misma y de su vida.
Todo
era falso, todo era mentira. Pero ella no lo sabía.
Fue
ésa una escena lamentable y triste para mí y para ese hijo que cuidaba de su
madre, para ese amigo mío que trataba de parapetarse y protegerse de ella en un
cinismo de cartón.
Yo
lo miraba apenado y veía su sonrisa mientras iba desmintiendo, una y otra vez,
las palabras de su madre, desvelando a los presentes, incómodos y sorprendidos,
el rostro de una bestia, estulta y maligna, ignorante de su maldad, estúpida y
dañina, agazapada en algún rincón de su propio cerebro.
En
ese lugar recóndito y lejano en el que todos nos hallamos.
Es
en esa esquina opaca donde se desarrolla nuestra vida secreta, es decir,
nuestra vida sin más.
Porque
nuestra vida es siempre secreta, lo es indudableme nte
para los demás, esa es la realidad, lo malo es que lo sea también para nosotros
mismos.
Iba
dando vueltas a esos turbios pensamientos cuando recordé algo. Terminé mi café,
pagué y me acerqué de nuevo hasta el portal donde había entrado hacía pocos
minutos antes mi amigo Daniel. Miré los timbres del interfono. En uno de ellos,
en el del entresuelo, había una flecha roja que señalaba un pequeño letrero, en
él había escrito, El Paraíso. Era
indudableme nte un burdel.
¿Ahí
había ido mi amigo?, ¿se encontraba ahora en manos de una preciosa mulata? No
podía esperar su salida, debía volver a la oficina, tampoco hubiera sido
correcto encontrármelo, descubrir su secreto, si así podía llamarse, ponerlo en
evidencia. Tampoco estaba del todo seguro de que ése fuera el piso al que se había
dirigido. Debía regresar al trabajo.
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