Philip-Lorca diCorcia
10. Pedazos de la vida de
Ángela Martínez López.
Daniel
se alimentó de los biberones que Ángela le daba como si fueran su verdadera
leche, no pudo ofrecerle la suya al no estar amamantando ningún hijo, pero lo
crió como si a Daniel lo hubiera parido ella misma.
Ángela
se quedó embarazada de una niña a los 45 años cuando Daniel tenía nueve o diez,
nadie supo con quién, en el límite de la edad fértil. Esa hija la envió a vivir
con Felicia, su hermana casada, a su pueblo de origen, fuera de la ciudad. Su
hija no podía quedarse y estar en la
casa de los señores como hija de Ángela. O la enviaba con un familiar, que es
lo que hizo, o tenía que irse ella también y perder el trabajo.
Era
una paradoja. Cuidaba de un hijo ajeno y no podía cuidar de una hija propia. O
si lo hacía debía de renunciar al primero. No podía ser la madre de los dos,
debía elegir.
Eligió
a Daniel.
Ángela
se jubiló a los sesenta y cinco años justos. Medio la echó la nueva señora de
la casa, Cristina, la esposa de Daniel, medio quería irse ya, aunque legalmente
tampoco podía seguir trabajando. Ya no era útil como antes.
Los
tiempos habían cambiado, pero la hija de Ángela todavía no trabajaba en algo
que diera suficiente dinero para las dos y así poder ayudar a su madre, que
debía vivir con una pensión mísera.
En
aquella época Daniel ganaba dinero y sé que la alojó en un piso que compró para
ella. Allí la tenía, corriendo él con todos los gastos que los ínfimos ingresos
que Ángela percibía no podían cubrir.
Todas
esas cosas las supe por él. Daniel me las contaba y siempre lo hacía embargado
por una tristeza extraña. Ángela había sido su verdadera madre, la que lo había
querido, cuidado y educado. La madre que estaba a su lado cuando enfermaba, la
que lo llevaba a la escuela y la que lo recogía a su salida. La que le daba
consejos, la que escuchaba sus penas y la que lo consolaba de ellas. La que
hubo de esconderse tras una columna de la iglesia para asistir a su boda, y a la
que luego casi hubo de mantener oculta como si en lugar de una madre fuera una
delincuente.
Ángela
había sido una verdadera madre, pero no formaba parte de su vida, de sus
ambientes, de sus círculos de amistades. Ángela estaba sola, su única familia
era su hermana y su cuñado que casi no había frecuentado y una hija tenida
nadie sabe con quién.
La
hermana, Felicia, se hizo suya, como es natural, la hija que le entregó Ángela
para cuidarla y educarla con Miguel, su esposo, era normal y lo sigue siendo
todavía en muchos lugares. Felicia no podía tener hijos, y ella y su marido
Miguel la adoptaron como propia. Eso ha sucedido siempre, en muchas familias
sobra gente y en otras falta.
Todo
eso lo sé por él, repito, pero a Daniel no le gustaba hablar de ello. No se
avergon zaba de Ángela exactamente,
la quería, pero no formaba parte de su mundo. Era una contradicción y una
paradoja muy peculiar y también dolorosa.
-¿Has
puesto el piso a su nombre? -recuerdo que le pregunté cuando la llevó allí.
-No,
el piso es mío -me respondió -está a mi nombre, ella solamente vive en él, pero
no le cobro nada, no paga ningún alquiler. Todas las facturas se cargan en mi
cuenta, yo me ocupo de ellas. Incluso había pensado contratar a alguien para
que la ayudara en las tareas domésticas, pero no ha querido, no quiere que otra
persona la sirva como criada -eso fue lo que me contó un día.
Piensa,
me dijo también después de su quiebra, que gracias a la ayuda de Cristina los bancos
no han subastado el piso, gracias a Cristina he conseguido así no perderlo y
evitar que la desahuciaran. Ya estaba embargado, pero lo salvé casi en el
último minuto.
-¿Por
qué no la llevaste en su momento al pueblo donde nació y vive su familia y su
propia hija?
-Se
lo propuse, pero no quiso, no se lleva del todo bien con su hermana y mucho
menos con su cuñado Miguel y no sé por qué.
Desde
entonces han pasado veinte años, son muchos y ahora debe de tener ochenta y
cinco ya. En alguna ocasión he preguntado por ella, pero las respuestas de
Daniel son evasivas, se siente incómodo con ellas y yo, por respeto, he dejado
de preguntar.
Pero
Ángeles hay muchas, ésa de la guía telefónica no sé si es ella, no recuerdo la
calle de ese piso donde la alojó, ni si me lo dijo alguna vez. Ignoro si es el
mismo al que ahora acude mi amigo cada jueves de una manera que a mí me parece
furtiva. No lo recuerdo o no lo sé. Quizás no me lo dijo o yo nunca se lo
pregunté.
Quizás
sea ella, tal vez sea Ángeles, su ama y su madre verdadera en último caso. O no,
y mi primera impresión sea la correcta y solamente busque sexo de pago en ese
burdel que se llama El Paraíso.
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