1.
De cómo vi a mi amigo Daniel entrar en un portal con
aire furtivo.
Mi
jornada de trabajo era intensa, de ocho de la mañana hasta cerca de las diez de
la noche, catorce horas casi seguidas sin apenas interrupciones. En algunas
ocasiones podía irme antes, todo dependía de los asuntos que hubiera que
resolver. Al medio día, alrededor de las dos, nos tomábamos un pequeño descanso
para comer. Había quien se llevaba la comida preparada de casa; en una de las
habitaciones teníamos una nevera, un microondas, una pequeña cocina eléctrica y
un fregadero, todo lo necesario, incluida la mesa y las sillas, para poder
guardar productos frescos o calentarnos algo rápido y comer decenteme nte. Otros iban al restaurante, teníamos algunos de
ellos cerca. Buenos menús a precios módicos.
Yo
alternaba las dos modalidades, había temporadas que me traía la comida de casa
y otras que iba con algún compañero a uno de esos restaurantes. Era un barrio
con bastante oferta de este tipo, comida para oficinistas, dependientas y gente
así, variada, buena y barata.
Aquella
semana le había tocado el turno al restaurante más alejado de mi oficina. Restaurante
El Circo, ése era su nombre, ¿por
qué?, porque su propietaria se llamaba así. Ana Circo López, así de fácil, no
era ni malabarista, ni trapecista ni payasa, aunque, por lo que alguno contaba maliciosamente,
es posible que fuera contorsionista. Las cosas, en muchas ocasiones, son
sencillas y simples y no hay que buscarle al gato más pies de los que tiene
aunque tenga más vidas que cualquiera.
Un
jueves lo vi. Desde los amplios ventanales de El Circo, y mientras me entretenía tonteando con su propietaria, vi
a mi amigo Daniel entrar en el portal que se hallaba enfrente, al otro lado de
la calle. Quise llamarle y saludarle, pero cuando abrí la puerta del
restaurante él ya había entrado. Crucé la calle, me acerqué a la puerta, que
era de madera, y me quedé allí sin saber qué hacer, como un pasmarote, miré los
timbres del portero automático y regresé al restaurante para terminar mi café.
Me
lo bebí pensativo. Me pareció que mi amigo Daniel tenía un aspecto triste, la
cabeza gacha, y al detenerse en la puerta del edificio miró a derecha y a
izquierda como si quisiera asegurarse que nadie le seguía. Me fijé en que había
llamado a uno de los timbres y que le habían abierto desde alguno de aquellos
apartamentos. Él no había usado ninguna llave para entrar.
Continuará...
Continuará...
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