"WHAT YOU SEE IS WHAT YOU GET"

dissabte, 31 de desembre del 2016

Marco (2 de 8)


Marco. (2 de 8)

En casa de Lucio amé a Esther, una hebrea pálida de cabellos y cejas negras, esclava como yo, una de las cocineras de aquél taller que nos sustentaba con sus guisos y sonrisas, una niña casi y toda una mujer después cuando murió de lepra, amputada de todo su color, borrada. De sus muñones nacieron otros, tan blancos, que parecían la luna llena.

Lucio lloró mucho su muerte y sus lágrimas me hicieron sospechar que Esther pudiera ser mi hermanastra. Pero esa es una historia que no debe ser contada aquí ni en este momento.

Hay noches en las que creo que todavía me acompaña, pienso que no ha pasado tanto desde que falleció en mi propia cama, pero en realidad hace más de media vida como si mi primera mitad hubiera sido mi vida entera junto a ella.

Después de obtener nuestra libertad, los esclavos manumitidos quedamos sin protección y no logramos mantener abierto el taller de Lucio, nos peleamos y nuestras discrepancias y envidias nos llevaron a la pugna estéril, a perder la clientela y a sufrir, por primera vez, hambre y frío.

De igual forma que su muerte nos había dado la libertad, ahora, la independencia nos regalaba una soledad no esperada ni deseada. La soledad y la libertad siempre van unidas y si queríamos la segunda teníamos que tomar la primera, no hay la una sin la otra como no hay derecha sin izquierda ni arriba sin abajo. Con este regalo añadido no tuve más remedio que elegir entre dos alternativas verdaderamente contrapuestas, venderme de nuevo como esclavo o establecerme por mi cuenta y buscar mi propia clientela. Elegí la segunda y abrí, no sé cómo todavía, un pequeño taller en el centro de la misma Suburra.

Desde entonces vivo solo, prefiero que sea así, no depender de nadie aunque no tenga qué comer; el recuerdo de Esther me continúa acompañando y con él poseo más que suficiente para seguir hablando conmigo mismo. Con todo, y de manera sorprendente, he conseguido, más bien que mal, mantenerme junto a un par de esclavos que limpian mi propia casa, cocinan y elaboran los pigmentos y los aglutinantes que utilizo para pintar y satisfacer a mis clientes que quieren ver pintados, en las paredes de sus mansiones austeras de patricios sobrios y justos, los palacios que tendrían si fueran reyes etruscos o sátrapas babilonios.

Mi reputación es buena, si bien me conocen pocos, no soy un pintor popular, solamente un mero artesano que ha de usar sus manos para trabajar. Procuro ser honrado en lo que ofrezco por las monedas que pido; vivo de una manera aceptable en mi pequeña y barata casa que poseo, pero no habría podido comprármela en las subastas públicas de deudores si no hubiera tenido algo parecido a una actividad paralela, medio secreta, y discreta, que me proporciona un suplemento económico, regular y muy importante; realizo pequeñas tablas eróticas y pornográficas para disfrute de aquellos que necesitan ver a otros fornicar para levantar su propio ánimo y miembro como si al mirarlas les proveyeran de las alas que ya no tienen y que seguramente nunca tendrán.

Reparto mis tabletas obscenas por los burdeles y prostíbulos de la Suburra, al lado de casa; son las mismas putas las que me las venden a cambio de una pequeña comisión y alguna que otra historia que me cuentan de voluptuosidades inconfesables, orgasmos desorbitados y posturas imposibles. Sus relatos, verdaderos o falsos, están llenos de mujeres perdidas y de hombres depravados, o bien de todo lo contrario, de honestas matronas y honrados varones que necesitan dejar de serlo para encontrarse a sí mismos transitando por calzadas peligrosas y desconocidas para ellos. La muerte siempre acecha y en la lascivia queremos creer que hallamos una manera de engañarla, ese juego bien explicado de entradas y salidas da lugar a mil anécdotas y enredos entre listos y tontos y en los que nadie, ni los unos ni los otros, consigue sobrevivir indemne y sin heridas.

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