Areté (2 de 3)
En ocasiones me confundo y no
distingo las quimeras de la realidad, quiero soñar y poner rostro a esas
imágenes ilusorias que espigo entre el miedo y la necesidad. Creo que en algún
momento enloquecí aunque no lo parezca ni nadie piense tampoco que me ha
poseído ninguna diosa.
He tenido muchos dueños como
se tienen las horas o los días, agua entre los dedos, pero con uno viví un
tiempo no demasiado largo que llegó a ser toda una vida. Fue mi segundo señor,
un bárbaro que se llamaba Alejandro, un pirata ilirio que me raptó de Sicilia
siendo apenas una muchacha, matando a mis primeros amos, a la gente y a los
esclavos de la granja en la que nací.
Parecía su esposa, o pensé
que lo era porque esperaba anhelante su vuelta cuando se marchaba. Con su nave venía,
se iba y regresaba, meses más tarde, como Odiseo, limpiando la casa de
pesadillas, malos olores y derramando su sed en mí. Lágrimas y risas, todas
juntas, sangre y mar al mismo tiempo, mezclado y sin separar. Trofeos y botín,
tesoros malgastados como las canciones que se cantan al amanecer. Su pene
parecía una faca más que una espada, un cuchillo curvo, una sonrisa. Pero todo
termina y las naves acaban, quieras que no, hundidas y desarboladas.
Como un naufrago serví después
en las legiones e incluso llegué a ser una de las esclavas de los generales de
Pompeyo que hundieron la galera de Alejandro. Al romano, el varón más poderoso
de Roma, le vi un día mirarme con su expresión de niño travieso que escondía a
un hombre asustado. Su cabeza ya se había separado de su cuerpo aunque todavía
permanecida unida él.
Mucho tiempo más tarde, Claudio
me compró a su tío Tulio que me había adquirido a su vez en un mercado de
esclavos. Ese tío creyó, el muy estúpido, que por el hecho de hablar el griego podía
enseñarlo a sus hijos, tan lerdos como él. Cansado de mi poca capacidad
pedagógica me revendió a su sobrino por cuatro miserables sestercios. En
realidad no podía soportar mi desprecio altanero que su látigo tampoco
conseguía domesticar. Soy ya demasiado vieja para que un pedazo de cuero pueda
sujetarme.
Para sobrevivir he tenido que
alejarme, convertirme en ese φάντασμα
del que hablaba, recluirme, ni siquiera he engañado, disimulado o mentido, no
ha sido necesario. Nunca he intrigado ni urdido una trama fuera de la ropa que
he tejido para mí. Más parece que haya sido Penélope, esperando algo que no
sucederá o que lo hará demasiado tarde, a destiempo y fuera de lugar, que su
esposo Odiseo, que tuvo que construir un caballo de madera y engañar a los
troyanos para vencerlos.
Claudio me mira intrigado
porque mi altivez borra las señales de mi pasado, mi insolencia lo oculta entre
las arrugas que ya empiezan a aparecer en mi rostro, ese tiempo inasible ya, remoto,
una especie de Arcadia que Claudio cree que alberga alguna rara certeza y que, deseoso,
busca constantemente en mí y en mis ojos en lugar de mirarse a sí mismo en los
suyos.
La verdad de la existencia, a
la que algunos llaman vida, es la capacidad de soportar el dolor que causa la
experiencia del tiempo.
En la experiencia del tiempo
está la muerte y la muerte es la frontera del mundo y el mundo es lo que hace
al caso. Todo lo que hay más allá es todo aquello sobre lo que es mejor guardar
silencio. Yo no soy nada ni hago al caso excepto en los ojos de Claudio que,
tozudos, me retienen en su mirada cada vez que iluminan la oscuridad.
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