Claudio (2 de 3)
Lo cierto es que, gracias o a pesar de
su nombre que rememora a la aristocracia, Areté no sabe hacer gran cosa excepto
llevar ese porte distinguido que aparentemente no sirve para nada, esa
presencia que la envuelve como una aureola y que pierde, como si tirara al
suelo un fastidioso y pesado hoplón, cuando me baña.
Es extraño, de estatua se convierte en
una mujer fascinada, no debería hacerlo, nunca se lo he pedido, al menos no he
pretendido ni esperado que sus manos se conviertan también en su corazón, una
concubina es sólo una concubina y como tal debería comportarse. Pero lo hace o
sucede, sus ojos agonizantes refulgen como una luz en la superficie temblorosa
de las aguas.
Después la observo avergonzada aunque sospecho que la impele el horror a ser
vendida de nuevo, a continuar viviendo como una esclava que pasa de mano en
mano, y aunque en mi casa lo es, una simple esclava, debe querer pensar que ha
terminado ya su largo viaje. Yo supongo también que en ese final imaginado
desata todo su furor y voluptuosidad, que no aparta la mirada de la mía para
atrapar conmigo su propio espanto y liberarse así del miedo.
Ella y yo hablamos a veces en griego, o
le pido que me lea en esa lengua poesía, teatro, o me recite alguna filípica
del tartamudo Demóstenes. Lo hace muy mal, con su fatuo acento siciliano
interpreta hoscamente los personajes simulando fatal su voz, el carácter de
cada uno y desvirtuando la escena; es una mala actriz aunque no sea ninguna
analfabeta. A mí me cuesta leer y a pesar de lo anterior me gusta oírla leer, mis ojos están cansados y los lentes
que fabricó para mí un óptico más viejo que yo, son, a día de hoy, un cuchillo
romo que ya no es capaz de cortar ni la niebla que los nubla.
Un día le pregunté por Siracusa, me
respondió que cuando los piratas la raptaron, siendo una adolescente, mataron
también a sus dueños, unos campesinos griegos ricos y algo instruidos y a casi
toda la familia, a los esclavos los revendieron, y que más tarde tuvo un hijo
de aquellos bárbaros que murió al poco de nacer. Dice que al no quedar preñada
de nuevo la traspasaron como saldo pues vale más una madre que una simple
mujer. Así fue pasando de unos a otros y de dueño en dueño.
El porte aristocrático, sin duda, la ha
mantenido en vida como si fuera ese pesado escudo que usan los infantes en la
guerra para protegerse. Su aire frío y distante la esconde y la oculta. Ella
afirma lacónicamente, como correspondería a una buena espartana, que en
realidad nadie la ha llegado a tocar nunca aunque hayan caminado legiones
enteras de soldados por encima de su cuerpo.
Pero tiene miedo, lo tiene como lo ha
tenido siempre y lo pierde cuando se desnuda, cuando se despoja de túnicas y
corazas y aparece, tras ellas, la niña que jugaba en las playas de Siracusa, en
mi pobre bañera cree encontrarlas de nuevo. Pero a veces dudo, no sé si es la
niña la que realmente aparece o si es la mujer la que simplemente me engaña.
Mi clientela es escasa, casi
inexistente, mi soltería me impidió heredar toda la que poseía mi padre que se
desvaneció en el aire y en las guerras, y porque en mis tiempos, durante los
consulados de Mario, no aproveché la oportunidad de ejercer de tribuno como él
me ofreció y me aconsejó, hubiera podido enriquecerme siendo magistrado y
defensor de las causas plebeyas. Como hizo el famoso Marco Livio Druso habría
vendido bien mi voto y mi palabra en los tribunales y en la Asamblea de Ciudadanos,
pero nunca me ha gustado la política excepto para hablar de ella en los
banquetes y entre amigos, es un raro escrúpulo que pocos siguen y que tal vez
sea la verdadera causa de mi soltería, la política es un trato permanente y yo
no quiero compromisos ni componendas.
Sin embargo, mis recelos políticos no
me libraron de su funesta influencia. Tuve que ir a la guerra y defender en
ella los intereses de mi familia que desde tiempos no tan lejanos había
respaldado siempre la causa popular, a los Gracos y a sus reformas agrícolas
que los llevaron a la muerte.
No es bueno que alardee de mi valentía
militar, pero la centuria que mandé realizó algunas buenas hazañas gracias al
orden y a la disciplina que logré imponerles. La plebe es lerda y aunque el
ejército es ya casi todo mercenario, su condición es todavía peor que la de los
antiguos campesinos que, años atrás, defendían con la espada y con orgullo a
Roma y a su República. Los soldados de ahora, esos proletari, sólo defienden a
sus jefes y a su paga.
En una ocasión salvé a un joven
soldado, Lucio, casi un niño, un velites que disparaba flechas y lanzaba
piedras por entre las filas de las legiones en formación. Lo saqué a rastras de
la primera línea tirando de sus cabellos, si lo hubiesen atrapado no lo habrían
matado enseguida, se hubiera antes convertido en un juguete, en uno de esas
andróminas de burdel.
Mi esgrima era buena y mi baja estatura
los desconcertaba si lograba pelear a corta distancia, la espada apuntaba a su
vientre, era sólo un amago porque golpeaba de abajo arriba rebanándoles el
cuello, los soldados temen perder más sus partes que sus cabezas.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada