Marco. (1 de 8)
Dicen los maestros que sólo se puede dibujar a los muertos o a los no vivos, quizá por ello nosotros tenemos dioses y los cristianos santos y ángeles que no son otra cosa que seres que jamás viven ni fallecen.
Me
llamo Marco y vivo de pintar escenografías arquitectónicas en las paredes de
las casas patricias, sin embargo, mi verdadera vocación ha sido siempre el
retrato fúnebre.
A
simple vista las dos actividades parecen contrapuestas, la primera meramente
representativa y la segunda básicamente retrospectiva, pero la verdad es que
son lo uno y lo otro al mismo tiempo, toda descripción también representa un
retroceso, un examen que nos obliga a prestar atención, girar la cabeza y mirar
atrás.
Pintar
estancias en las paredes y rostros de fallecidos en pequeñas tablas de madera
requiere precisión, destreza y mucha perseverancia, su ejecución ha de ser
lenta y tranquila, parsimoniosa, y no debería durar menos de un año para que el
sol efectuara todo su recorrido en el cielo subiendo y bajando del horizonte. Pero
los gusanos tienen prisa y un hambre voraz.
El
hieratismo de los objetos y de los muertos, su inmovilidad forzosa, podría
parecer una ventaja, una facilidad añadida para pintarlos, la mejor ocasión. También
una comodidad por mi parte y una buena predisposición por la suya ya que las
columnas y los cadáveres ni respiran ni pestañean, ni piden agua ni dan pan, ni
tampoco nos ofrecen una vulgar y aburrida conversación.
Esa
clase de modelos carecen de movimiento aparente al estar tan fuera del tiempo
como dentro del espacio. Pero no es así exactamente si queremos mostrar el
verdadero significado de algo que no forma parte ya de nuestro mundo aunque
todavía permanece en él. El movimiento confunde y enmascara la vida de igual manera
que la propia vida se desfigura a sí misma al vivirla, al cubrir y ocultar
aquello que hay al fondo, allí, en esa sima oceánica, en ese punto en el que
las líneas se pierden mientras el sol, al iluminar los membrillos, juguetea con
las cosas, estén quietas o móviles o luzcan marchitas como unas agotadas y
quebradizas rosas secas.
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Nací
esclavo y aprendí de pequeño las habilidades de mi oficio en los talleres de
Publio Cornelio Lucio, un liberto que heredó el nombre de su amo, una
importante y antigua familia romana que cuentan que luchó contra los púnicos
hace ya más de cuatrocientos años y que dicen derrotó al terrible Aníbal y a
sus elefantes.
Lucio,
al ver cercana su muerte, liberó también a buena parte de sus esclavos pintores
como gratitud por el dinero que le habíamos hecho ganar y por la fama que
obtuvo a nuestra costa. Así pues, ahora me llamo casi como él, Publio Cornelio
Marco, un nombre que no es cabalmente el mío ni me da derecho tampoco, al no
formar parte de ninguna tribu, a votar en los comicios, soy romano, pero no un
ciudadano romano.
No
conocí a mi madre y sospecho que mi padre fue el mismo Lucio que me enseñó a
pintar y que preñaba a sus esclavas. No tengo conciencia de haber tenido una y
sí la de haber estado en brazos de muchas y de haberme alimentado de todos sus
pechos. En ese extraño ambiente de harén me crié, viendo dibujar cielos, ojos y
soles, carnes amarillentas, estancias vacías y ventanas estrechas que daban a
jardines inexistentes y solitarios.
Lucio
siempre me dio un trato especial y, creo, los mejores consejos para pintar
bien.
Usa
los dedos más que las manos, no los apoyes, deja que vuelen.
Y
los ojos más que los dedos.
No pintes aquello que no puedas mirar ni sepas ver, ni hayas visto jamás.
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