Areté (y 3)
Todos los humanos que me han
tratado estaban solos, abandonados aunque poseyeran familia y creyeran en los
dioses o en la justicia, Claudio también, rodeado de paisajes, de recuerdos y
de nada.
Igual que yo, que confundo las
personas con los árboles y esa nada con las sombras, unas presencias
imaginadas; cuando fallezca no notaré la diferencia entre esta vida y la otra.
En su casa hay dos
habitaciones pintadas con escenas arquitectónicas vacías de personas, en una
aparece una puerta al fondo y tras ella un jardín, en la pared de la derecha
han dibujado una ventana que deja ver el tronco de un ciprés en un cielo claro.
La habitación no contiene muebles y sólo se oye el agua de la fuente que hay en
el patio, la playa de Claudio, dice él, una que baña un solitario palacio
blanco.
En otra habitación hay
escenas eróticas, parejas, orgías, hombres y mujeres mezclados, es difícil
distinguir a los unos y a las otras, todos parecen buscarse y todos piensan
haberse encontrado. Dice que son la gloria y la tierra a la vez, ambos en un
solo lugar y sucediendo todo en el mismo momento.
Claudio me pide que le hable
de Siracusa y de cuando era una niña, pero si le contara la verdad me vendería
de nuevo, en realidad quiere encontrar en mis ojos oscuros y rasgados a una que
conoció no sé dónde o que todavía no ha visto, pero yo no soy la mujer que
busca ni nunca lo seré, no he cabalgado por las praderas de Tracia aunque mis
fantasmas me monten desbocados asidos con fuerza a mi cabello negro. Sus ondas son
las del trigo carbonizado por el fuego, las de las malas hierbas altas de las
salvajes y solitarias llanuras de Asia que desembocan al este en un mar y en
otro mundo.
Hace escasos meses a Claudio,
un rival y conocido suyo, Marco Cornelio Emiliano, tan anciano como él, le ha
robado una de sus haciendas y le ha matado los esclavos que la cuidaban. Ha
tenido que pedir ayuda a un antiguo amigo y soldado para atrapar al ladrón y
llevarlo a juicio. En la disputa han muerto más hombres y mujeres y Emiliano,
el ladrón, ha perdido su patrimonio que se ha subastado públicamente, a su
esposa enferma y a su esclava preferida que hacía como yo, ahuyentar el miedo
de su amo bebiendo la leche de su falo.
Vi a Emiliano encadenado en
el sótano de la casa de Claudio esperando el juicio, un hombre ruin y sórdido, una
bola de sebo sucia llena de huesos mal colocados, me pidió que matara a mi
dueño a cambio de oro y de mi libertad. Era una promesa que, sin duda, no
pensaba cumplir y que solamente me habría transportado al Hades antes de hora si
la hubiera llevado a cabo, aunque a la muerte iré, más pronto que tarde, si
Claudio no lo mata primero porque tratará de vengarse en mí por su fracaso.
Eso hicieron todos, eso hace
cualquiera, incluso Alejandro, mi amado pirata, vengarse en mí y venderme después.
Al final sólo posees lo que es únicamente tuyo, el dolor y el placer. En ellos
me he refugiado siempre para huir del miedo y del mundo, y en ambos cree ver
Claudio algo que no tengo ni tendré, una niñez jugando en las playas de
Siracusa.
¡Mata a Emiliano! -le he dicho
y casi le he ordenado-, y ése ha sido el único consejo que he dado a alguien en
toda mi vida, para mí y para Claudio es conveniente que lo haga, que le corte
el cuello y que deje manar su sangre si no quiere ver la nuestra manchar el
suelo que pisamos.
Ambos ya somos viejos y en su
casa he aprendido, y he empezado, a mentir, una gran enseñanza nueva, todo un
arte que mantiene a Claudio en vida y a mí a su lado.
Un día vi a unos jóvenes
saltar al mar desde un acantilado, se lanzaban de cabeza jugando, clavando su
cuerpo en el agua sorteaban las rocas como si fueran un alfiler, la luz de un
diamante. Llovía, el cielo estaba oscuro, la espuma y las gaviotas florecían a
su alrededor y unos pájaros de picos de colores peinaban mis cabellos ensortijados.
Mientras los muchachos jugaban las nubes se acercaban, amenazaba tormenta y yo
esperaba ansiosa ver de vuelta la vela de Alejandro en el horizonte.
Mis pezones son oscuros como
los labios de mi sexo y mis ojos están pintados con ámbar y fango. No quiero
recordar ninguna playa porque la lluvia cae sin cesar anegando el camino de
regreso a casa, el vientre de donde salí.
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