Día uno. Me pide que seamos amantes de nuevo.
Hace mucho tiempo que
somos buenos amigos, nos vemos cada cuatro o seis meses, y aunque no es muy a
menudo debería ser bastante y quizás también suficiente.
A mediados de septiembre
pasado viniste y me solicitaste que te prestara El amante, de Marguerite Duras, querías leerlo de nuevo. Yo mismo te
lo regalé cuando nos conocimos, quince años atrás, y ahora, según me confiesas,
lo debes de haber extraviado en algún rincón olvidado.
Al pedírmelo me
recordaste mi elogio de entonces que calificaste de “encendido”. Te respondí
que aunque exagerado, y seguramente equivocado, era también adecuado para una
historia esencialmente sexual entre una colegiala y un hombre maduro. Te
reíste.
“A nosotros nos separaban
veinticinco años”, me escuché a mí mismo evocar en voz alta delante de ti.
Lo dije sin pensar,
observando el cielo inmaculado en tu frente y el arcobaleno perfectamente dibujado en medio de tu ceño.
Recuerdo que hoy, igual
que ayer, los colores saltaban de un iris al otro adornando el gesto de tus
ojos.
Al oírme sonreíste y me miraste sin dejar de sonreír ni de mirarme.
- Es cierto, solamente veinticinco. Acababa de cumplir los dieciocho, y
aunque ya era toda una mujer fuiste mi primer hombre -me respondiste
resplandeciente y serena.
- Sí, lo eras -reconocí.
- Me gustaría ser de
nuevo tu amante -añadiste de repente y de sopetón, escueta, manteniendo la
mirada, cabalgando mis palabras y sin más preámbulo que el de pedirme ese
libro.
- Únicamente dispongo de
quince días -te respondí tan lacónico como tú. Fue lo primero que se me ocurrió
balbucear, aparte de ser verdad -a primeros de octubre espero visitas y deberé
ser un buen anfitrión y también…
- … Aunque solamente
fueran quince minutos los aceptaría igual, aunque fueran quince pobres segundos
los quiero enteros y todos para mí, dijiste sin dejarme finalizar.
Igual que entonces,
pensé, siempre terminabas quince veces o más antes que yo acabara una sola, continuabas
siendo una yegua desbocada.
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