Philip-Lorca diCorcia
18. Dos tallas de
diferencia.
¿Ella
le engañaba con otro?, ¿con un chico joven, alto y robusto? Eso parecía.
Evidentemente,
no le dije nada.
Ángela
era una mujer bella y atractiva, guapa de cara, pero que no habría ganado
ningún concurso de belleza si se hubiera presentado. Con eso quiero decir que
también aparentaba ser alguien normal. Era una mujer callada, apenas hablaba,
solamente las palabras justas para ser educada. No sonreía, excepto cuando
terminaba una frase protocolaria, durante un segundo, quizás dos, nada más.
Dos
segundos o un segundo y medio con una desviación estándar de la media de apenas
un parpadeo era mucho tiempo para alguien con la temperatura corporal
seguramente por debajo del cero. Era una sonrisa larga en una cara ovalada,
debajo de unos ojos que te miraban fijo. Los ojos te mataban y la sonrisa te
tranquilizaba. Pero eso lo sabías si eras capaz de tapar mentalmente una cosa o
la otra y ver así solamente una de ellas y por separado. Ambas juntas, la
mirada y la sonrisa, se neutralizaban y te neutralizaban.
Era
fina, pero sólo de medio cuerpo para arriba, en cambio, de cintura para bajo
mostraba unas caderas excesivamente pronunciadas. No le pude ver las piernas,
el traje de novia se las ocultaba, y el día de la mancha de café estaba yo
demasiado ocupado en limpiarla, pero sí puedo afirmar que entre la dos mitades
había dos tallas de diferencia, esa muchacha seguro que tenía problemas al
comprarse ropa, pensé.
Dos
tallas de diferencia.
¿Dos
tallas de diferencia?
¿Estrecha
de hombros y pechos pequeños con unas caderas grandes y quizás unas piernas de futbolista?
Daniel
era un hombre bajo, 1,65 de estatura y ella cerca de 1,60, no más, ambos muy
morenos. En cambio, el muchacho con el que la encontré besándose debía llegar
al 1,90 de altura y, como ya he dicho, era rubio. ¿Tenía todo eso, con el
nombre distinto que usaba en la oficina, alguna importancia?
Otro
hombre muy alto era nuestro antiguo jefe de personal. Él y yo habíamos tenido
una buena relación, muy cercana a la amistad. Ya no trabajaba con nosotros,
ahora lo hacía en una de esas empresas de limpieza que suministran el servicio
para oficinas, naves y grandes almacenes. La empresa en la que ahora se ganaba
la vida no era la misma de la tal “Ángela-Isabel”, era otra de la competencia,
pero debía de tener contactos, conocidos o amigos. Era una mera suposición,
pero lo intenté.
Le
llamé una semana después de la boda y le pedí directamente un favor personal.
No preguntes, le advertí, quiero saber si en una empresa (en la que derramé el
café) trabaja o ha trabajado una tal Ángela Martínez López. Se hizo el remolón,
incluso me aviso de que aquello era ilegal y no sé qué más cosas. Le respondí
que sí, que ya sabía todo eso y que por esa misma razón confiaba en él y en su
discreción, en su valía y en su amistad. La vanidad siempre funciona, el caso
es que debió de sentirse halagado y me hizo el favor.
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