Philip-Lorca diCorcia
Epílogo
Unos cuantos años después
de todos estos acontecimientos narrados llegué a Presidente de la Compañía. El cargo
era estrictamente honorífico, sin atribuciones ejecutivas, un mero papel de
florero aunque necesario en las funciones representativas del cargo. No
obstante, consideré que también era un premio a tantos esfuerzos dedicados para
lograr la prosperidad y el bien de la “Institución”, así llamaba yo a la
empresa, lo hacía para revestirla de la dignidad y de la seriedad que, por otra
parte, casi siempre había tenido con alguna que otra excepción notable que
ahora no viene al caso contar todavía.
Estaba muy cercana mi
jubilación y quería disfrutar del poco tiempo que ya me quedaba de vida
laboral. Todos me apreciaban y me consideraban una referencia en la propia casa
e incluso fuera de ella, en el mismo sector profesional. Mis compañeros siempre
me consultaban cuestiones difíciles, y hasta me pedían consejo también los
competidores que habían llegado a ser incluso unos buenos amigos. Todo el mundo
consideraba que sabía más que ellos, y que tenía una cierta habilidad para
conocer qué ocurre fuera del escenario público.
Un día fueron a parar a
mis manos unos expedientes profesionales sobre unos candidatos que debían
cubrir unos puestos vacantes en uno de los departamentos. Fue algo casual, el
jefe de personal me pidió revisarlos al verlos yo en su mesa de trabajo un día
que charlábamos de los viejos tiempos. Fue, sin duda, una deferencia muy
cordial por su parte pedir mi opinión, era una manera cariñosa de hacerme
sentir protagonista cuando en realidad, y excepto por esa función
representativa del cargo, solamente ejercía de vieja gloria de épocas pasadas.
Uno de aquellos
expedientes pertenecía a un tal Miguel Fábregas Martínez, era el hijo de Daniel
y Ángela, pedí entrevistarlo y aquella misma tarde mi secretaria lo llamó y lo
citó al día siguiente, a las 7 de la mañana en mi despacho.
Me hacía viejo y cada día
dormía menos, me acostaba muy tarde y me levantaba temprano. Antes que el sol
asomara por el horizonte ya estaba de pie contemplando la ciudad desde mi amplia
terraza, me gustaba verlo aparecer precedido por esa luz zodiacal que abraza al
mundo cada mañana. Necesito bañarme en esa luminaria tenue, fría y destemplada,
es el mejor momento del día, luego, el sol se hincha demasiado y sube tan
arriba que se confunde con el mismo cielo.
A las siete en punto
entraba por la puerta de mi oficina Miguel Fábregas Martínez.
Miguel era un muchacho
joven, educado, sobrio, sorprendentemente alto, rubio pálido y con una clara
fisonomía eslava, que, según constaba en su expediente, había recién terminado
sus estudios universitarios, sus postgrados y másteres. Había sido becario en
un par de empresas y hablaba correctamente cuatro idiomas, entre ellos el alemán,
así que le pedí realizar toda la entrevista en esa lengua que yo apreciaba
especialmente por razones que ahora no vienen tampoco al caso. Me gusta
escuchar y contemplar a la gente utilizar una que no es la suya propia, pero
que domina a la perfección, es una manera efectiva de separar la mano del
instrumento y ver así la verdadera forma escondida que le da vida. Cuando
hablas un idioma que no es el tuyo también olvidas mantener el correcto
lenguaje corporal y, sin proponértelo, desvelas cosas que intentas ocultar.
Le hice un par de
preguntas rutinarias, académicas y laborales para luego pedirle directamente
que me hablara de su familia, de sus padres, de sus tíos, si tenía hermanos, de
sus abuelos, dónde se había criado, en qué ciudad había vivido, le pedí que me
hablara de su casa, de la escuela donde había estudiado de pequeño, este tipo
de cosas. Se sorprendió y solamente me respondió aquello que constaba en su
ficha, le dije que eso ya lo sabía, que quería conocer la parte “humana”. Esa
es una expresión tonta y manida, pero que en ocasiones, y con según qué tipo de
personas, funciona, se abren y empiezan a largar y a contarte su vida con pelos
y señales, es una manera de ofrecerles y mostrarles interés por ellos y
confianza en ellos también, ambas cosas son subterfugios de la vanidad, pero la
gente normalmente no lo sabe. Miguel, sin embargo, era de los que lo sabían,
así que mi subterfugio no sirvió de
nada. Primero tensó el cuerpo y luego se relajó. Eso se nota en los pies y
aunque lleven zapatos las suelas se curvan de una manera notoria. Empezó a
hablar.
El muchacho trató de
engañarme, con un semblante inexpresivo en su rostro que me recordaba a su
madre, quiso contarme una historia adecuada a lo que se suponía yo estaba
esperando de un candidato joven para un puesto de responsabilidad en la que era
mi empresa.
Todo lo que me llegó a
explicar no tenía ningún interés por sí mismo, todo eran lugares comunes y
situaciones ajenas, vividas en películas o en las series de televisión, escenas
copiadas, recuerdos robados, en realidad eran las vidas de otros, no la suya. También
había mentiras muy burdas. Lo único cierto fueron los nombres, el resto todo
falso, inventado. Fue incluso demasiado exhaustivo y repetitivo como si estuviera
recitando una lección muy bien aprendida y quisiera convencerse a sí mismo de
algo.
En su historia se
entremezclaban realidades y fantasías y ambas decían la verdad contando
falsedades, la verdad de él y también de los demás, incluso llegué,
sorprendentemente, a pensar que también de mí, pero él nunca supo de mi
existencia ni de mi relación con los protagonistas de parte de su vida, al
menos que yo sepa.
-¿Cómo se llamaba tu
madre? –le pregunté.
-Isabel, ya se lo he
dicho.
-Isabel Ángela Martínez
López, ¿verdad?
-Sí, claro.
-Y dices que era modista,
que tenía una tienda de ropa, ¿no?
-Sí, eso he dicho.
-Y tu padre Daniel tenía
una panadería industrial.
-Exactamente.
Ni su madre había tenido
jamás una tienda de ropa ni Daniel una empresa panadera. En la documentación
presentada no figuraba en ningún lugar su abuela Ángela. Así que le pregunté
directamente, como siempre hago, que me hablara de ella, se lo solté sin
pensármelo. ¿Y tu abuela Ángela?
Se le cambió la cara, me
preguntó de dónde había sacado que su abuela se llamara Ángela.
Le respondí, no siendo
verdad, que él mismo lo había mencionado hacía escasos momentos.
Se quedó unos segundos en
silencio mirándome, yo le mantuve la mirada, luego sonrió como lo hacía su
madre y me respondió que sus abuelos se llamaban Felicia y Miguel, que él
llevaba el nombre del abuelo y que debía de haberme equivocado o confundido.
Le pedí disculpas, le
dije que me estaba haciendo viejo y que los nombres bailaban en mi cabeza de
una manera demasiado desordenada, le dije también que quizás se refería a otro
familiar llamado Ángela. Me respondió de nuevo de manera displicente que solamente
había habido una tía con ese nombre que falleció antes que él naciera.
-El primer apellido de tu
madre, Martínez, no es el primero de tu abuelo Miguel, él se llamaba Sánchez,
-le pregunté.
-No sé a qué se refiere.
-Está muy claro, Martínez
es el primer apellido de tu abuela, Felicia, y López no sé de quién es el
apellido aunque también es el segundo de Felicia..
-Le repito que no sé a
qué se refiere.
-Yo creo que sí lo sabes.
Tu madre debería llevar los apellidos de sus padres, tus abuelos, y llamarse
Isabel Sánchez Martínez, y, en consecuencia, tú deberías llamarte Miguel
Fábregas Sánchez, ¿no? ¿Por qué tu madre se llama Isabel Martínez López?
-No creo que eso sea
exactamente un asunto de su incumbencia.
-Yo creo que en buena
parte lo es sí lo que quieres es trabajar para nosotros y que nuestra relación
esté basada en la mutua confianza.
No me respondió.
-¿Tu madre fue una niña
adoptada?
Tampoco me respondió y yo
no insistí más.
Nos despedimos fríamente,
y al quedarme solo lo taché de la lista de candidatos.
Y así, de esta manera intempestiva,
casi termina la historia de mi amigo Daniel y de parte de algunos que lo
acompañamos en su vida. Ángela todavía estaba viva y ambos, ella y yo, junto
con su hijo, éramos los últimos que quedábamos.
Digo que casi termina porque
ahora me doy cuenta que con tanto nombre se me ha olvidado el mío, aún no he
dicho cómo me llamo, pero ésta, en todo caso, es también otra historia que
ahora no hace al caso contar tampoco, quizás en otro momento.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada