Newcastle Beach, New South Wales, Australia, 2000; by Trent Parke
ANTEAYER
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Hace
un par de días, anteayer, hube de tomar una decisión que no me gustó, pero era
necesario tomarla.
Debía
emprender un viaje. Había llegado un correo electrónico con malas noticias, era
de mi ex-mujer. Hubiera podido llamarme por teléfono, pero supongo que debió de
temer oír mi voz y abrirme la suya con su inconfundible tono.
Había
muerto mi hijo, bueno, el mío no, el suyo. Yo nunca he sido padre excepto cuando
ejercí de ello, más o menos, sin serlo. El niño tenía uno de verdad, un buen
padre, pero le quedaba lejos cuando compartió mi vida, junto con su madre,
durante unos años.
En
aquella época era apenas un niño, pero ahora había cumplido los 17, todo un
muchacho ya cuando falleció de leucemia hace un par de meses, según me contaba
ella en el correo.
Yo
no había sabido nada de su enfermedad que duró tres largos años, y menos de su
rápida y supongo que triste agonía. Nadie me había comunicado nada y yo tampoco
había hecho el más mínimo esfuerzo por saber de sus cosas. Desde que se fueron
él y su madre se terminó la comunicación.
En
realidad no era mi hijo, ya lo he dicho, aunque durante algún tiempo me gustó
pensar que sí lo era. Él tampoco me escribió y nunca me llamó, ni siquiera para
felicitarme en mi cumpleaños. El correo solamente me comunicaba su muerte
acaecida ahora hace dos meses, según ella dice. Cuenta también alguna de las
circunstancias, algún detalle tangencial y penoso y el entierro en su
correspondiente cementerio, nada más. Era escueto y frío como esa misma muerte de
la que me hacía partícipe. Era más áspero que el comunicado de desahucio de un
juzgado.
Eso
pretendía con sus palabras, pero creo que había en ellas escondido un grito
ahogado, una llamada de socorro.
Le
respondí en su mismo tono, lamentando lo ocurrido y alguna frase más de
carácter educado, y apuntando también ligeramente a algún lejano recuerdo, más
en el estilo que corresponde en estos casos que tratando de darle algún aire
cálido, afectuoso o al menos cariñoso.
Sin
embargo he decidido ir. Nadie me lo pide y nadie espera que haga tal cosa.
Nadie saldrá a mi encuentro o aguardará mi llegada en el aeropuerto. Nadie.
Pero he decidido que debo subirme a ese avión. Nadie me esperará. Nadie lo sabrá.
Será un viaje estrictamente privado, íntimo y solitario. Casi anónimo.
Deberé
encargar luego unas flores que yo mismo llevaré al cementerio, a su tumba, con
un lema bordado en oro sobre fondo morado. Dirá escuetamente algo obvio y
cursi, tal vez algo que un día creí que podía durar siempre, pero que luego no
fomenté ni continué por culpa de mi orgullo que siempre se ha escudado en la
pereza o en la vergüenza mal entendida. La supuesta hostilidad de mi ex-mujer
no es una excusa válida ni suficiente para explicar mi pasividad y casi diré
que mi cobardía. “Tu amigo que te quiere – mi nombre de pila y mis dos
apellidos-”, ésa será la corta frase. Corta y quizás exagerada, pero necesaria
para recomponer pobre y tardíamente una dignidad perdida.
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