Larry Towel 1997 Hebron Israel
ANTEAYER
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Allí
estaré, de pie, frente a ese mármol que ahora lo cubre. Me quedaré un par de
horas o quizás un par de días, no sé. Pero sé que no usaré ninguna silla para
descansar. Sea el tiempo que sea el que permanezca allí, frente a él, estaré de
pie, como un pasmarote, como un palo tieso, inmóvil, rígido. Severo y riguroso
como pretende ser un hombre justo. Derecho si puedo, inflexible porque quiero y
austero porque no puedo más. Sometido y manso. No sé otra manera de rendirle
homenaje que manteniéndome erguido, casi firme, igual que un militar, pensando
en él y en él conmigo, caminando juntos. Debe ser una muestra de afecto íntima
y secreta, una de esas ofrendas y actos casi mágicos y tan honestos como
sencillos, uno de esos en los que tu mano izquierda no sabe nunca qué hizo tu
mano derecha. Algo que nadie debe conocer jamás.
Esa
será mi manera de manifestarme, de decirle a mi cara de piedra que lo amé como
a un hijo. De vez en cuando uno necesita decirse la verdad a sí mismo.
Emprenderé
ese viaje, aunque no haya prisa, el muchacho ya ha sido enterrado y tampoco hay
ninguna necesidad ni obligación de correr para nada. Nadie ansía que vaya y que
arribe. No es en ningún caso un regreso. Debo preparar las cosas con tranquilidad,
nadie se irá de la tumba donde reposa. Al menos puedo pensar que alguien, no
creo que haya sido su madre, ha tenido el buen criterio de no incinerarlo. No
soporto este mal gusto reinante, esta defensa hipócrita y mimética de la
higiene funeraria, cuando en realidad es una manera más de afirmar aquello que
callan o que incluso ignoran de sí mismos. Querer deshacerse de los muertos, como
si los muertos, por serlo, por pudrirse, fueran una molestia o algo
desagradable, pura basura, confunden los cadáveres con despojos para reciclar.
En muchos casos incluso antes de que fallezcan. “Quiero que mis cenizas las
echen al mar”, dicen luego, satisfechos y convencidos en esa mediocre y
ordinaria poesía mundana y popular. Cuando oigo esa vulgaridad yo mismo los
arrojaría al abismo, no te preocupes, les diría, pronto te comerán los peces y
podrás formar parte así del cosmos, ya que no quieren que lo hagan los gusanos.
Debo
ir, he de emprender ese viaje y eso que no me gusta moverme, siempre son los
demás los que vienen a mí en busca de soluciones, a pedirme consejo, dicen. Yo
les digo lo que dicta mi saber, escuchan atentamente mis palabras o las leen,
asienten y se van, no ven ni perciben que yo casi los echo sin que ellos se den
cuentan que los echo. Me digo a mí mismo que soy una especie de sacerdote
confesor que escucha los afanes, las faltas y las sombras de las personas, pero
en realidad soy un técnico, un escribiente, un simple pasante, un secretario, un
mero burócrata eficiente que ayuda al notario a legitimar tratos, a certificar
de quién es cada cosa y de quién será cuando fallezcan. A mí vienen hombres y
mujeres, padres e hijos como ése que se me acaba de morir sin ser mi hijo, creen
que les ayudo a construir su futuro, un tiempo que no saben que no vivirán.
Para
ganarme un sobresueldo realizo también informes técnicos para una compañía aseguradora
sobre indemnizaciones en caso de accidente, soy muy preciso en la descripción
de las compensaciones que corresponden a los daños sufridos, como si fueran dos
líneas paralelas que dibujan un trayecto como el que yo deberé ahora realizar,
un camino que no será ningún atajo, todo lo contrario.
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