Duane Michals
Ayer (2 de 4)
No acepté, dinero
aparte, se lo cedí en exclusividad. Pagaré sus gastos, pero nada más.
No quiero hijos, le
dije, no me gusta ser padre, aunque ya deberías saberlo, le puntualicé,
señalándola esta vez con el dedo índice de mi mano derecha, remarcando el gesto
como si ella fuera la culpable de algo. Esta vez no sonrió, solamente apretó
sus labios para luego humedecérselos con la punta de la lengua. Cuando hacía
eso se rascaba también el pómulo izquierdo en un tic nervioso, abría la boca
como si fuera un pez o como si fuera a decir algo, para volver a cerrarla sin
llegar a decir nada. Creo que esa era su manera de gritar en silencio, a secas,
un trueno apagado, sin nubes, sin lluvia y sin luz. También podrás quedarte el
perro del niño, añadí, como si fuera un regalo que le hacía. Hay gente que hace
esa clase de cosas, regalarle un perro a una persona. El caso es que se creyó eso
de la paternidad rechazada, en una muestra lamentable y previsible de amnesia
interesada y falta de atención por las cosas que ocurrían a su alrededor.
La observé.
Era alta, delgada y
esbelta.
Estaba callada y
mantenía muy apretados los papeles del divorcio entre sus dedos largos y
bonitos. Sus manos siempre fueron hermosas. Tenía un rostro ovalado muy bien
dibujado, era una mujer proporcionada, muy hermosa y atractiva y con los ojos
más tristes que he visto jamás en un ser vivo.
Miraba los papeles sin
leerlos, mantenía la cabeza erguida y la vista baja para después levantarla, y
con ella los párpados, y sus niñas oscuras con su punto negro en el centro de
ambas y quizás también en su tercer ojo, allí donde tenía aquella pequeña
cicatriz, apenas una señal, el resto de una herida, el rastro de un corte en el
centro de su rostro, en uno de los dos focos de su óvalo.
Tenía otra marca debajo
del labio inferior, exactamente allí había otra huella igual, una señal más, la
esquina de algo, alguna curva. Nunca encontré la tercera, la busqué por todo su
cuerpo y no pude hallarla. Se necesitan tres mojones para triangular, para
seguir el trazo y marcar la situación. Sin ellos, sin sus coordenadas, no
puedes localizar el corazón, no hay manera de saber dónde está, si en el
estómago, si en el intestino grueso, si al lado del hígado, o bien dentro de
alguno de los dos pulmones, si realmente es endógeno o si en cambio es una
especie de prótesis exógena y lo lleva en la mano como un anillo o una ofrenda
o tal vez en la mochila que le cuelga de la espalda. La joroba.
Nunca lo supe
localizar, ni siquiera auscultándola con el sónar o el estetoscopio como si
fuera un submarino o una mujer enferma. Después de hacer el amor recostaba mi
cabeza en su pecho, le besaba los pezones, el cuello y acariciaba su esternón.
Nunca oí algo más que no fuera el eco de un río subterráneo. ¿Dónde tienes el
corazón, amor mío?, le preguntaba. No me respondía, me besaba de nuevo para que
la amase de nuevo, pero nunca me respondía. La amaba de nuevo y de nuevo
apoyaba mi cabeza en su pecho, besaba de nuevo su cuerpo y de nuevo me
estremecía al oír aquel río fluir hacía no sé dónde.
Levantó los párpados
sin mover la cabeza, y tras ellos sus ojos que me miraban y trataban de comprender
algo. Al hacerlo descubría que yo también la miraba.
La miraba con amor.
Mejor dicho, la
miraba para que creyera que la miraba con amor.
Eso fue todo, nada
más, llegamos a un acuerdo rápido y fácil.
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