Thomas Dworzak 2002 Chechenia
ANTEAYER
(y 3)
Las
personas somos frágiles como el cristal que recubre los espejos. Eso me hace
pensar en las vitrinas de casa, de
cuando éramos niños, llenas de recuerdos familiares, las cómodas, los baúles y
sus secretos bien y mal guardados, recuerdo las lámparas de lágrimas, aquellas
tormentas de cristal adiamantado, tallado, derramándose de la copa de algún
fantasma invisible y muy llorón. Recuerdo que al de casa le gustaba, y se
divertía soplando su viento de ángel por entre sus gotas. Sonaban y soñaban solas
a pesar de estar las ventanas cerradas y no haber ni una sola corriente de
aire. Tintineaban avisándonos de que en el ambiente había más seres jugando y
burlándose de los vivos y de sus miedos. Era un fantasma caprichoso y travieso
y también maleducado como todos lo son.
Ese
niño era como ese fantasma, siempre estaba en el ambiente, o en mi mente,
siempre me hacía compañía, siempre se encontraba a mi lado. La noticia llegó
hace dos días y no tardé un segundo en tomar la decisión.
Todavía
recuerdo el primer encuentro entre los dos. Estábamos nerviosos, pero pusimos
buena voluntad, no en balde ambos amábamos a la misma mujer. Nos dimos la mano
como si fuéramos unos adultos, así siempre lo traté, sin esfuerzo, solo por
respeto y por lógica mundana. Era un ser adulto aunque todavía fuera un niño,
ambas cosas al mismo tiempo y en el mismo lugar. Él también me trató igual, con
el respeto adecuado, que no debido. Creo que casi conseguí que fuera mi amigo y
que sintiera afecto por ése que se acostaba con su madre.
Yo amaba a la madre y amé
a su hijo, y ahora debo ir y depositar unas flores en su tumba, en la de ese
hijo de otro. Ella también fue la mujer de otro en otro tiempo, aunque eso no
puedo asegurarlo. Ella no fue nunca de nadie y creo que ese padre de su hijo
fue un pobre diablo que no se daba cuenta de lo que ocurría a dos palmos de sus
narices. Nos vimos un día y nos saludamos educadamente. Me advirtió sobre su
hijo, en realidad me amenazó con matarme si algo malo le sucedía. Lo dijo con
una voz tranquila y mirando no sé qué, pero no a mí. Se frotaba las manos
lentamente como si tuviera frío y estábamos en verano. Traté de calmarlo, le
respondí que cuidaría a su hijo como si fuera el mío. Eso parece que le molestó
todavía más, se giró, me miró esta vez y levantó la voz para decirme que nunca
osará pensar que su hijo fuera mío, que si hacía tal cosa me mataría sólo por
eso. Le respondí que sí, que tenía razón, que era cierto, que si hacía tal cosa
él me mataría. Esa respuesta le desconcertó. Cuando nos despedimos seguía
teniendo las manos húmedas, igual que al entrar. Era alto y corpulento, lo era
aunque tiraba a delgado, pero lo era mucho más en comparación conmigo. Me
gustan los altos y fuertes, se confían demasiado y es fácil burlarlos. Ellos
siempre apuntan a la cabeza o al cuello y se olvidan de la barriga, de su
barriga. Una hemorragia intestinal te mata antes de sed que de miedo. Nunca
llegamos a nada de eso, naturalmente, era el padre del hijo de la mujer que
amaba y además era un buen hombre y un buen padre, nunca le haría daño, pero me
enterneció esa dureza falsa, ese desamparo al perder a su esposa y también, por
un tiempo, a su hijo. Creo que incluso su propio hijo se compadeció de él. Y
hasta ella también, pienso, lamentó la escena.
He decidido dejar el
despacho y callarme desde este mismo momento. Haré ese viaje en silencio.
Ella
nunca sabrá que habré regresado por un par de días, que volveré a pasearme por
las calles de su ciudad, que casi rondaré su casa, que husmearé por las
esquinas con un ramo de flores en la mano que no es para ella y sí para su hijo
fallecido.
No entiendo del todo,
nunca lo he comprendido, el silencio, aunque ahora sé que debo guardarlo. Me
abruma y me asusta. El silencio es un espanto.
No estoy muy seguro qué
significa, sospecho
qué es, pero sé también que es algo que no se puede nombrar, no hay boca que
sea capaz ni tampoco ningún cerebro competente que lo pueda imaginar, edificar
y erigir. Nadie puede decir tal palabra en voz alta para que todos la oigan, no
es posible, no puede ser, hay que morir ocho veces y media, creo, para tener
tal potestad, y ni siquiera Dios ha muerto tantas.
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