Ayer (1 de 4)
Lo había dejado todo
en sus manos, nunca me han gustado los trámites, por eso siempre prefiero que
cocinen otros si soy yo el que va a comer.
Me había pedido el
divorcio y yo había aceptado inmediatamente.
Con una condición,
le dije, encárgate tú de todo. Confío en ti, añadí para tratar de dar solvencia
a mis palabras.
Sonrió con ironía. Nunca
le gustó mi manera de hacer las cosas, ella siempre decía que era una manera de
no hacer las cosas.
No sonrías así, le
señalé, no tienes motivo, siempre he confiado en ti, desde que te conocí, desde
el mismo instante en que te vi, ¿no lo recuerdas?, no debes dudar de ello, no
es justo para ninguno de los dos.
Sonrió todavía más, esta
vez con amargura y vacilación. Mis palabras la trastornaban, con ellas siempre
conseguía que añorara algo que nunca había tenido, que pensara que ciertas
cosas habían sucedido, cuando en realidad nada había ocurrido.
Nada.
Aceptó, se encargó
de todo.
Nuestros abogados realizaron
el trabajo profesional y ella se dedicó a prorratear y a repartir los bienes,
los enseres y los seres que habíamos ido adquiriendo y encontrando durante los
años de nuestro matrimonio.
Casi lo hizo bien.
Cuando su abogada me
entregó la propuesta apenas consideré necesarias un par o tres de
rectificaciones.
La primera se
refería a la vajilla de mi abuela Anita fallecida mucho tiempo atrás. No sé por
qué pretendía quedársela, tal vez consideró que era la suya, no tanto la
vajilla y sí mi abuela, o al menos su recuerdo, el recuerdo de una abuela a
través de una porcelana fina que no le pertenecía.
Me negué, claro
está, mi argumento no tuvo vuelta de hoja: es Anita y es mi abuela, le dije
rotundo y afectado con un gesto del brazo y la mano izquierdas. Sabía hacer esa
clase de aspavientos, siempre me resultaron fáciles.
Creo que se llevó
una sorpresa y una desilusión al darse cuenta de una manera sencilla y simple que
Anita no había sido nunca su abuela.
La segunda rectificación
se refería a nuestro hijo. Ella quería que los dos continuáramos compartiendo
la patria potestad del niño, un varón, que aceptáramos las obligaciones y que
asumiéramos también las responsabilidades que conlleva educar a un hijo, tal y
como habíamos hecho hasta entonces. Era un deseo lógico y natural en una madre
normal, que su hijo tuviera también un padre.
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