Julia (y 2)
Cuenta que ha caminando todo
el tiempo y que en un tramo pequeño del trayecto ha contemplado buena parte del
mundo, montañas y mares, valles y desiertos, caminos llenos de gente y casas
vacías, legiones enteras de reyes y de siervos, benditos, locos y mentirosos,
todos en una larga y abigarrada procesión persiguiendo un pesado y cargado
carro de heno.
Me ha contado también que,
junto con el sol y la luna, las estrellas se han derrumbado y que sacos llenos
de diamantes han llovido del cielo dejando el firmamento oscuro y frío. Que en
el sueño regresaba a casa con una bolsa llena de monedas de oro, y que allí estábamos
esperándolo, los de una orilla y los de la otra, felices y alegres por su
retorno, que se casaba conmigo y que todas las mujeres nos llamábamos Julia.
Estaba contento y, al mismo
tiempo, triste de vernos porque sabía que su viaje era un pobre y simple sueño.
Sólo me quedan vivos tres
hermanos, Severo, el mayor, tullido y loco, Cayo, el mediano, el que ahora ha
regresado gracias al viaje en sueños de Vero. Y este último, el pequeño, el que
ve los pliegues del tiempo y sus tramas, esa urdimbre que solamente atraviesan
sus ojos como si fueran unas agujas, augurios y vestigios de cosas que han
ocurrido o que nunca sucederán. Yo vivo en un mundo parecido que tampoco ha
llegado a nacer, parece que escriba con un estilete en una tabla de cera
caliente y que las letras desaparezcan después de trazarlas, es tierra de
muertos y de silencios, de nubes que solamente truenan con las palabras de los
que hablan a sus hermanos. Vero lo es, una voz y un ojo, una compañía, un
estrépito que persigue la luz.
Me dice que ya sabe lo que
debe de saber que no es nada más que lo que de él depende, y me habla de tratos, de promesas y de compromisos, del mal del
mundo y de los árboles asesinos, de las ramas que huyen encaramándose hacia el
cielo, de las vigas podridas de las casas y de los patios que hay en los palacios
blancos, en aquellas playas del Egeo que conoció el Gran Alejandro.
Cuando eran pequeños mis
hermanos jugaban con las plumas de los pollos desplumados, las aventaban con
las manos y las perseguían soplando, con ellas revoloteaban, saltaban y corrían
y jugaban a ser soldados de grandes penachos, todos querían mandar, unos eran
centuriones y los otros piratas y las niñas unas diosas que había que robar. Yo
soy la reina de Vero y si hubiera nacido me habría parecido a mi padre, a mi
abuela o quizás a un esclavo que ya nadie recuerda. En otoño las hojas y el
fango llenaban los caminos y en verano el polvo cubría las casas, en invierno
se calentaban juntos al lado del fuego y al llegar el calor se bañaban desnudos
en la alberca de casa.
La noche es una cueva
demasiado grande, no hay ecos ni sombras y está escasamente poblada aunque
seamos millones los que deambulemos por ella. No tiene horizonte ni suelo ni su
bóveda la aguantan columnas o contrafuertes, es un saco vacío, los ojos de un
topo.
Las entrañas de las aves han
comido aire y han vomitado vientos, parecen diablos inofensivos o pequeños
dioses olímpicos, traviesos y chiflados, pero tienen la sangre caliente, roja y espesa, resbaladiza. Cuando les cortas el
cuello sus patas siguen pisando el camino que queda a sus espaldas mientras sus
ojos ya pertenecen al mundo de los sueños. Son y no son, como yo, que sólo soy
lo que las palabras de Vero me permiten ser, un recuerdo, un vestigio y en su
corazón un augurio, estoy llena de aire y de humo, por más que camino no llego
a ninguna parte y cada vez estoy más lejos de todo si es que en alguna ocasión
estuve cerca de algo.
La verdad de la existencia es la capacidad de soportar el dolor que causa la experiencia
del tiempo. En la experiencia del tiempo está la muerte y la muerte es la
frontera del mundo y el mundo es lo que hace al caso. Todo lo que hay más allá
es todo aquello sobre lo que es mejor guardar silencio. Yo no soy nada ni hago
al caso excepto en las palabras de Vero que, tozudas, me retienen en su vida cada vez que rompen el silencio.
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