Me llamo Quinta Sempronia
Julia y no llegué a salir viva del vientre de mi madre que me parió a medio
cocer y a los dos escasos meses de concebirme. Pero en lugar de echarme al
basurero, como hacen todos, me incineró con la debida ceremonia igual que si
fuera un miembro de pleno derecho de la familia.
En el camino que lleva a casa
están depositas mis cenizas, al lado ya de las de ella y de las de mi padre y
del resto de mi estirpe muerta. Cada día mi hermano Vero se detiene ante ellas
y me susurra unas palabras que son más confidencias que oraciones,
conversaciones que rezos.
Cuando está alegre y hablador
me cuenta los avatares de la jornada, si el día es apacible o ventoso, si el
sol brilla o se esconde detrás de los cirros, si el rayo continúa anticipándose
en las tormentas al trueno o si la nieve es tan blanca como las mañanas de
invierno.
Hay días, sin embargo, que,
nervioso, dibuja pájaros en el suelo con sus dedos, al lado de mi lápida, como
si la tierra fuera el cielo y los árboles las nubes que van y vienen.
A veces me canta o sólo me
sonríe y en otras, en cambio, ensimismado, me mira y calla.
El mundo es estanco como un
río que no para de fluir y que desemboca en sí mismo, pero ocasionalmente se
detiene, se hiela y se paraliza, el sol no viaja, la luna desaparece y nada
acontece ni yo todavía he muerto ni tampoco he nacido, es entonces cuando Vero
escucha callado a los árboles caer y a las rocas estallar. En ese momento nada
es lo que es y todo es otra cosa que nadie conoce ni sabe dibujar.
Es el futuro, me dice Vero,
es el tiempo, es la muerte y es la vida, son las rosas que no son ninguna rosa,
es el miedo al silencio.
Un árbol mató a nuestra madre
el día antes de caerle encima y romperle el cuello. Vero, con sólo seis años,
lo vio en las entrañas de un ave muerta que no era tampoco ningún ave.
Y nuestro padre murió al poco
de nacer Vero, el corazón se le detuvo igual que al abuelo al conocer la
noticia de unos hijos muertos en alguna batalla lejana. La abuela sigue viva y
cuida de todos nosotros, de los vivos y de los mudos, y le ha pedido a su nieto
que haga volver a Cayo, el hermano que nos falta, se fue a la guerra y todavía
no ha regresado.
Para ello ha tenido que
guisar un águila de acero, cocer en ella una paloma y comerse sus entrañas. La
sopa ha sido una fragua y él un pequeño anillo de hierro en el que ha grabado
el nombre de Cayo. Habría podido esculpir el mío, si así lo hubiera hecho yo
habría nacido y sería ahora su esposa y su madre, su hija y su hermana, todo al
mismo tiempo y a la vez, su reina y su amante fiel, esa rosa que no es ninguna
rosa, un ser bello, vanidoso y cojo, lisiado y desigual, una piedra preciosa,
un nombre de mujer. Ha tenido que elegir entre yo y Cayo y lo ha elegido a él.
Como consecuencia de ello ha
estado una semana enfermo y ha tenido un sueño, era también un regreso, una
vuelta a casa después de un largo viaje.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada