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dilluns, 8 d’agost del 2016

Ángela/Epílogo (Relato de verano en 20 capítulos y un epílogo)

Philip-Lorca diCorcia

Epílogo

Unos cuantos años después de todos estos acontecimientos narrados llegué a Presidente de la Compañía. El cargo era estrictamente honorífico, sin atribuciones ejecutivas, un mero papel de florero aunque necesario en las funciones representativas del cargo. No obstante, consideré que también era un premio a tantos esfuerzos dedicados para lograr la prosperidad y el bien de la “Institución”, así llamaba yo a la empresa, lo hacía para revestirla de la dignidad y de la seriedad que, por otra parte, casi siempre había tenido con alguna que otra excepción notable que ahora no viene al caso contar todavía.

Estaba muy cercana mi jubilación y quería disfrutar del poco tiempo que ya me quedaba de vida laboral. Todos me apreciaban y me consideraban una referencia en la propia casa e incluso fuera de ella, en el mismo sector profesional. Mis compañeros siempre me consultaban cuestiones difíciles, y hasta me pedían consejo también los competidores que habían llegado a ser incluso unos buenos amigos. Todo el mundo consideraba que sabía más que ellos, y que tenía una cierta habilidad para conocer qué ocurre fuera del escenario público.

Un día fueron a parar a mis manos unos expedientes profesionales sobre unos candidatos que debían cubrir unos puestos vacantes en uno de los departamentos. Fue algo casual, el jefe de personal me pidió revisarlos al verlos yo en su mesa de trabajo un día que charlábamos de los viejos tiempos. Fue, sin duda, una deferencia muy cordial por su parte pedir mi opinión, era una manera cariñosa de hacerme sentir protagonista cuando en realidad, y excepto por esa función representativa del cargo, solamente ejercía de vieja gloria de épocas pasadas.

Uno de aquellos expedientes pertenecía a un tal Miguel Fábregas Martínez, era el hijo de Daniel y Ángela, pedí entrevistarlo y aquella misma tarde mi secretaria lo llamó y lo citó al día siguiente, a las 7 de la mañana en mi despacho.

Me hacía viejo y cada día dormía menos, me acostaba muy tarde y me levantaba temprano. Antes que el sol asomara por el horizonte ya estaba de pie contemplando la ciudad desde mi amplia terraza, me gustaba verlo aparecer precedido por esa luz zodiacal que abraza al mundo cada mañana. Necesito bañarme en esa luminaria tenue, fría y destemplada, es el mejor momento del día, luego, el sol se hincha demasiado y sube tan arriba que se confunde con el mismo cielo.

A las siete en punto entraba por la puerta de mi oficina Miguel Fábregas Martínez.

Miguel era un muchacho joven, educado, sobrio, sorprendentemente alto, rubio pálido y con una clara fisonomía eslava, que, según constaba en su expediente, había recién terminado sus estudios universitarios, sus postgrados y másteres. Había sido becario en un par de empresas y hablaba correctamente cuatro idiomas, entre ellos el alemán, así que le pedí realizar toda la entrevista en esa lengua que yo apreciaba especialmente por razones que ahora no vienen tampoco al caso. Me gusta escuchar y contemplar a la gente utilizar una que no es la suya propia, pero que domina a la perfección, es una manera efectiva de separar la mano del instrumento y ver así la verdadera forma escondida que le da vida. Cuando hablas un idioma que no es el tuyo también olvidas mantener el correcto lenguaje corporal y, sin proponértelo, desvelas cosas que intentas ocultar.

Le hice un par de preguntas rutinarias, académicas y laborales para luego pedirle directamente que me hablara de su familia, de sus padres, de sus tíos, si tenía hermanos, de sus abuelos, dónde se había criado, en qué ciudad había vivido, le pedí que me hablara de su casa, de la escuela donde había estudiado de pequeño, este tipo de cosas. Se sorprendió y solamente me respondió aquello que constaba en su ficha, le dije que eso ya lo sabía, que quería conocer la parte “humana”. Esa es una expresión tonta y manida, pero que en ocasiones, y con según qué tipo de personas, funciona, se abren y empiezan a largar y a contarte su vida con pelos y señales, es una manera de ofrecerles y mostrarles interés por ellos y confianza en ellos también, ambas cosas son subterfugios de la vanidad, pero la gente normalmente no lo sabe. Miguel, sin embargo, era de los que lo sabían, así que  mi subterfugio no sirvió de nada. Primero tensó el cuerpo y luego se relajó. Eso se nota en los pies y aunque lleven zapatos las suelas se curvan de una manera notoria. Empezó a hablar.

El muchacho trató de engañarme, con un semblante inexpresivo en su rostro que me recordaba a su madre, quiso contarme una historia adecuada a lo que se suponía yo estaba esperando de un candidato joven para un puesto de responsabilidad en la que era mi empresa.

Todo lo que me llegó a explicar no tenía ningún interés por sí mismo, todo eran lugares comunes y situaciones ajenas, vividas en películas o en las series de televisión, escenas copiadas, recuerdos robados, en realidad eran las vidas de otros, no la suya. También había mentiras muy burdas. Lo único cierto fueron los nombres, el resto todo falso, inventado. Fue incluso demasiado exhaustivo y repetitivo como si estuviera recitando una lección muy bien aprendida y quisiera convencerse a sí mismo de algo.

En su historia se entremezclaban realidades y fantasías y ambas decían la verdad contando falsedades, la verdad de él y también de los demás, incluso llegué, sorprendentemente, a pensar que también de mí, pero él nunca supo de mi existencia ni de mi relación con los protagonistas de parte de su vida, al menos que yo sepa.

-¿Cómo se llamaba tu madre? –le pregunté.

-Isabel, ya se lo he dicho.

-Isabel Ángela Martínez López, ¿verdad?

-Sí, claro.

-Y dices que era modista, que tenía una tienda de ropa, ¿no?

-Sí, eso he dicho.

-Y tu padre Daniel tenía una panadería industrial.

-Exactamente.

Ni su madre había tenido jamás una tienda de ropa ni Daniel una empresa panadera. En la documentación presentada no figuraba en ningún lugar su abuela Ángela. Así que le pregunté directamente, como siempre hago, que me hablara de ella, se lo solté sin pensármelo. ¿Y tu abuela Ángela?

Se le cambió la cara, me preguntó de dónde había sacado que su abuela se llamara Ángela.

Le respondí, no siendo verdad, que él mismo lo había mencionado hacía escasos momentos.

Se quedó unos segundos en silencio mirándome, yo le mantuve la mirada, luego sonrió como lo hacía su madre y me respondió que sus abuelos se llamaban Felicia y Miguel, que él llevaba el nombre del abuelo y que debía de haberme equivocado o confundido.

Le pedí disculpas, le dije que me estaba haciendo viejo y que los nombres bailaban en mi cabeza de una manera demasiado desordenada, le dije también que quizás se refería a otro familiar llamado Ángela. Me respondió de nuevo de manera displicente que solamente había habido una tía con ese nombre que falleció antes que él naciera.

-El primer apellido de tu madre, Martínez, no es el primero de tu abuelo Miguel, él se llamaba Sánchez, -le pregunté.

-No sé a qué se refiere.

-Está muy claro, Martínez es el primer apellido de tu abuela, Felicia, y López no sé de quién es el apellido aunque también es el segundo de Felicia..

-Le repito que no sé a qué se refiere.

-Yo creo que sí lo sabes. Tu madre debería llevar los apellidos de sus padres, tus abuelos, y llamarse Isabel Sánchez Martínez, y, en consecuencia, tú deberías llamarte Miguel Fábregas Sánchez, ¿no? ¿Por qué tu madre se llama Isabel Martínez López?

-No creo que eso sea exactamente un asunto de su incumbencia.

-Yo creo que en buena parte lo es sí lo que quieres es trabajar para nosotros y que nuestra relación esté basada en la mutua confianza.

No me respondió.

-¿Tu madre fue una niña adoptada?

Tampoco me respondió y yo no insistí más.

Nos despedimos fríamente, y al quedarme solo lo taché de la lista de candidatos.

Y así, de esta manera intempestiva, casi termina la historia de mi amigo Daniel y de parte de algunos que lo acompañamos en su vida. Ángela todavía estaba viva y ambos, ella y yo, junto con su hijo, éramos los últimos que quedábamos.

Digo que casi termina porque ahora me doy cuenta que con tanto nombre se me ha olvidado el mío, aún no he dicho cómo me llamo, pero ésta, en todo caso, es también otra historia que ahora no hace al caso contar tampoco, quizás en otro momento.

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