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dissabte, 6 d’agost del 2016

Ángela/20 (Relato de verano en 20 capítulos y un epílogo)

Philip-Lorca diCorcia

20.       De cómo los finales no son nunca ningún principio. O sí.

Daniel y Ángela estuvieron casados algo más de 10 años. Ella, al cabo de un año de casarse, tuvo un hijo, un varón al que llamó Miguel, como su padre adoptivo, el marido de Felicia, la tía que la crió.

A los 8 años ingresaron al muchacho en un internado. Lo veían en vacaciones y por Navidad.

Daniel, igual que su padre, también falleció en otro accidente de automóvil. La autopsia no reveló nada especial y el automóvil estaba también en perfectas condiciones. El caso es que se salió de la carretera en una recta que parecía no tener fin y empotrarse en el único árbol que había en aquel tramo tan largo.

Ángela vendió la casa de la ciudad, el chalet de la costa, su participación en el negocio de su esposo, y otros bienes y acciones que poseían en diferentes empresas. Y se instaló en aquella en donde se había criado con su tía, y el marido de su tía, en un pueblo que no tenía nada de especial, al menos no para los que no habíamos nacido allí, y eso es siempre tener muy poco.

Las malas lenguas cuentan que en el patio quemó muchas fotografías y que en ocasiones viene alguien a visitarla. He pensado que tal vez sea su hijo, pero no puedo asegurarlo, puede ser otra persona.

El día del funeral de Daniel no estaba su hijo, ni tampoco los abuelos-tíos que ya habían fallecido también, pero me encontré con su primo, el detective. Me acerqué y le pregunté sin miramientos por qué lo había seguido en aquella época ya remota, qué buscaba y quién le pagaba por hacerlo.

Me miró muy sorprendido. ¿Qué dices?, me preguntó.

-No se pregunte cómo lo sé -le interrumpí -respóndame, se lo ruego.

Hizo un gesto. Tuve la sensación de que iba a responderme de inmediato, pero no dijo nada. Se me quedó mirando atónito, me dio la espalda para irse cuando vi que dudaba. Se giró y me soltó de sopetón:

-Cristina, fue ella quien me pagaba, quería saber qué hacía él, si la engañaba con otra. ¿Lo supiste por ella? -me preguntó.

En lugar de responderle le pregunté de nuevo si era Ángela la muchacha que también había investigado por cuenta de Daniel, colocando cámaras de vigilancia secretas para atrapar al ladrón que tenían en la oficina, en Chet Asociados, aquel que empezó robando lapiceros y terminó con portátiles. ¿Descubrieron quién era?, ¿era Ángela?, le pregunté, ¿o era otro?

-¿Por qué quieres saber todo eso?, ¿cómo sabes estas cosas?, ¿con qué derecho me preguntas? -me espetó, esta vez enfadado.

-Yo era amigo suyo y algún derecho tengo, ¿no?

-Puede que tengas alguno -me respondió más calmado, pero no hay ningún juez que te lo garantice. Además, todo eso no tiene importancia, son cosas de matrimonios, de hombres y de mujeres, tonterías de ésas, líos de camas, ya sabes, sexo y dinero, aunque sea sexo mediocre y poco dinero, aunque sean migajas, empresarios de tres al cuarto que se imaginan que les roban el pan de cada día, y mujeres que no saben relajarse, nada importante, nada que deba saberse.

No me dijo nada más, se subió al coche, cerró la puerta de mala manera, arrancó y se fue. No lo vi más.


El caso, es que, a fin de cuentas y después de todos estos años pasados, yo no sé si no llegué a saber nada, si supe mucho o poco, o si bien supe lo suficiente o lo necesario. No lo he sabido nunca, nunca he sabido exactamente qué sabía yo mismo, como tampoco he sabido si había algo que saber. En aquel momento lo único que sabía de cierto es que no hay ninguna recta que no termine en una curva o en un árbol solitario en mitad del trayecto.

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