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dijous, 4 d’agost del 2016

Ángela/18 (Relato de verano en 20 capítulos y un epílogo)

Philip-Lorca diCorcia


18.       Dos tallas de diferencia.


¿Ella le engañaba con otro?, ¿con un chico joven, alto y robusto? Eso parecía.

Evidentemente, no le dije nada.

Ángela era una mujer bella y atractiva, guapa de cara, pero que no habría ganado ningún concurso de belleza si se hubiera presentado. Con eso quiero decir que también aparentaba ser alguien normal. Era una mujer callada, apenas hablaba, solamente las palabras justas para ser educada. No sonreía, excepto cuando terminaba una frase protocolaria, durante un segundo, quizás dos, nada más.

Dos segundos o un segundo y medio con una desviación estándar de la media de apenas un parpadeo era mucho tiempo para alguien con la temperatura corporal seguramente por debajo del cero. Era una sonrisa larga en una cara ovalada, debajo de unos ojos que te miraban fijo. Los ojos te mataban y la sonrisa te tranquilizaba. Pero eso lo sabías si eras capaz de tapar mentalmente una cosa o la otra y ver así solamente una de ellas y por separado. Ambas juntas, la mirada y la sonrisa, se neutralizaban y te neutralizaban.

Era fina, pero sólo de medio cuerpo para arriba, en cambio, de cintura para bajo mostraba unas caderas excesivamente pronunciadas. No le pude ver las piernas, el traje de novia se las ocultaba, y el día de la mancha de café estaba yo demasiado ocupado en limpiarla, pero sí puedo afirmar que entre la dos mitades había dos tallas de diferencia, esa muchacha seguro que tenía problemas al comprarse ropa, pensé.

Dos tallas de diferencia.

¿Dos tallas de diferencia?

¿Estrecha de hombros y pechos pequeños con unas caderas grandes y quizás unas piernas de futbolista?

Daniel era un hombre bajo, 1,65 de estatura y ella cerca de 1,60, no más, ambos muy morenos. En cambio, el muchacho con el que la encontré besándose debía llegar al 1,90 de altura y, como ya he dicho, era rubio. ¿Tenía todo eso, con el nombre distinto que usaba en la oficina, alguna importancia?

Otro hombre muy alto era nuestro antiguo jefe de personal. Él y yo habíamos tenido una buena relación, muy cercana a la amistad. Ya no trabajaba con nosotros, ahora lo hacía en una de esas empresas de limpieza que suministran el servicio para oficinas, naves y grandes almacenes. La empresa en la que ahora se ganaba la vida no era la misma de la tal “Ángela-Isabel”, era otra de la competencia, pero debía de tener contactos, conocidos o amigos. Era una mera suposición, pero lo intenté.


Le llamé una semana después de la boda y le pedí directamente un favor personal. No preguntes, le advertí, quiero saber si en una empresa (en la que derramé el café) trabaja o ha trabajado una tal Ángela Martínez López. Se hizo el remolón, incluso me aviso de que aquello era ilegal y no sé qué más cosas. Le respondí que sí, que ya sabía todo eso y que por esa misma razón confiaba en él y en su discreción, en su valía y en su amistad. La vanidad siempre funciona, el caso es que debió de sentirse halagado y me hizo el favor.

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