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dimecres, 3 d’agost del 2016

Ángela/17 (Relato de verano en 20 capítulos y un epílogo)

Philip-Lorca diCorcia

17.       ¿Ángela Martínez López era Ángela Martínez López?

El caso es que ésta fue casi nuestra última conversación.

Cuando digo conversación me refiero a eso, a conversar, no solamente hablar.

La invitación a la boda me llegó con puntualidad. Y yo asistí con mi novia de turno.

En esa boda conocí a Ángela Martínez López, la hija de Ángela Martínez López.

Una vez más me quedé boquiabierto.

Cuando digo que la conocí en la boda quiero decir que en aquella boda me la presentaron como Ángela, porque conocerla ya la conocía de antes y con otro nombre. Estoy seguro que ella también me reconoció, pero su rostro era la perfecta expresión del hielo con una sonrisa pegada.

No es nada extraño ni rocambolesco. No era ninguna de las “masajistas” de ningún burdel, ni tampoco la estríper de un cabaret o barra americana. La conocí tres meses atrás como muchacha de la limpieza. Aunque la palabra “conocerla” es muy exagerada.

También es verdad que la había visto en la habitación de aquel hospital, pero, sinceramente, no la recordaba, ni a ella ni recordaba tampoco la apendicitis de mi amigo. La vi escasos segundos y Cristina casi me sacó a empujones.

Al verla ahora no reconocí a la chica de 16 ó 17 años que vi en aquella habitación de hospital y sí a la mujer que hacía escasos tres meses limpiaba unas oficinas. Entre una escena y la otra habían pasado cerca de 20 años.

Apenas hacía tres meses, y cuando ellos dos ya llevaban seis de prometidos, habíamos ido a casa de un cliente a tratar de convencerle de la bondad de una de nuestras propuestas. Era muy tarde, pasadas ya las doce de la noche, allí estábamos todos, en la sala de juntas discutiendo asuntos profesionales. Mientras tanto dos muchachas limpiaban a nuestro alrededor, batas grises, escobas, cubos y detergentes en la mano. Ellas se hablaban entre sí y uno de los empleados de aquella oficina que aún se encontraba por allá también les dirigió alguna palabra. Oí que una se llamaba o la llamaban Isabel, y la otra Juana.

Sin querer vertí el café encima de la mesa, parte cayó al suelo y un poco encima de mi pantalón y en un mal lugar, justo en medio de la bragueta. Nuestro cliente llamó a Isabel para que limpiara el estropicio. Se acercó una de aquellas dos muchachas con una bayeta, esa tal Isabel, y en un santiamén estuvo todo limpio. Me entregó también una toallita mojada con agua y con un poco de jabón para que yo mismo tratara de eliminar la mancha de café que había caído en un lugar tan delicado. Recuerdo que se hicieron un par de bromas inocentes y tontas a propósito de la situación, del lugar donde había caído, que tenía suerte que no quemara y de mi estampa ridícula fregando mi pantalón. Bromas que esa tal Isabel no secundó ni sonrió ni mucho menos respondió, solo me miró al darme la toallita y me siguió mirando mientras yo mismo me limpiaba algo embarazado y a la vista de todos, y me seguía mirando cuando se la devolví.

Nosotros continuamos trabajando un poco más. Ellas dos terminaron antes y se fueron. Más tarde, cuando acabó la reunión, al marcharnos, al salir a la calle y antes de llamar a un taxi, vi a una pareja al lado mismo del portal besándose con mucha entrega y entusiasmo.

Debimos de hacer ruido mis compañeros y yo, o nos hicimos notar por algo. Al pasar por su lado dejaron de besarse y nos miraron. Ella era esa Isabel que minutos antes me había entregado una toallita mojada con jabón para que limpiara mi entrepierna, y él era un hombre bastante joven, más joven que ella, muy alto y corpulento, rubio pálido y con un claro aspecto de eslavo.

Ésa era la anécdota sin importancia. No hubiera llegado a ser ni siquiera una anécdota si no fuera porque esa tal Isabel fue, tres meses más tarde, en la boda de mi amigo Daniel, Ángela.

¿Por qué se había cambiado el nombre?

Ese incidente había tenido lugar tres meses atrás, cuando apenas hacía cuatro que Daniel me había comunicado su futuro matrimonio con ella. Y según me contó él mismo, ya hacía seis que eran prometidos, así pues, desde el supuesto inicio del noviazgo hasta la boda habían pasado trece meses.


¿Debía contarle a David, el mismo día de su boda, que la había encontrado besándose con otro hombre en la calle?

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